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Todo se me confunde. Cuando creo que recuerdo, es otra cosa la que pienso; si veo, ignoro, y cuando me distraigo, claramente veo.

Vuelvo la espalda a la ventana cenicienta, de cristales fríos a las manos que los tocan. Y llevo conmigo, por un sortilegio de la penumbra, de repente, el interior de la casa antigua, fuera de la cual, en el patio de al lado, el papagayo gritaba; y los ojos se me adormecen de toda la irreparabilidad de haber efectivamente vivido.

Hace dos días que llueve y que cae del cielo ceniciento y frío cierta lluvia, con el color que tiene, que aflige el alma. Hace dos días… Estoy triste de sentir, y pienso en ello a la ventana y al son del agua que gotea y de la lluvia que cae. Tengo el corazón oprimido y los recuerdos convertidos en angustias.

Sin sueño, ni razón para tenerlo, hay en mí un gran deseo de dormir. Antaño, cuando era niño y feliz, vivía en una casa del patio de al lado la voz de un papagayo verde de colores.

Nunca, en los días de lluvia, se le entristecía el decir, y clamaba, sin duda al abrigo, cualquier sentimiento constante, que planeaba en la tristeza como un gramófono anticipado.

¿He pensado en este papagayo porque estoy triste y la infancia lejana lo recuerda? No, he pensado en él realmente porque desde el patio de al lado de ahora una voz de papagayo grita atravesadamente.

(…) ese episodio de la imaginación (al) que llamamos (la) realidad.

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