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Desde mediados del siglo dieciocho, una enfermedad terrible descendió progresivamente sobre la civilización. Diecisiete siglos de aspiración cristiana constantemente engañada, cinco siglos de aspiración pagana perennemente postergada -el catolicismo que había quebrado como cristianismo, el Renacimiento que había quebrado como paganismo, la reforma que había quebrado como fenómeno universal. El desastre de todo cuanto se había soñado, la vergüenza de todo cuanto se había conseguido, la miseria de vivir sin una vida digna que los demás pudiesen llevar con nosotros, la sin vida de los demás que pudiésemos dignamente llevar.

Esto cayó en las almas y las envenenó. El horror a la acción, por tener que ser vil en una sociedad vil, inundó los espíritus. La actividad superior del alma se enfermó; sólo la actividad inferior, por más vitalizada, no decayó; inerte la otra, asumió la regencia del mundo.

Así nació la literatura y un arte hechos de elementos secundarios del pensamiento -el romanticismo; y una vida social hecha de elementos secundarios de la actividad- la democracia moderna.

Las almas nacidas para mandar sólo tenían el remedio de abstenerse. Las almas nacidas para crear, en una sociedad donde las fuerzas creadoras quebraban, tenían por único mundo plástico cómodo el mundo social de sus sueños, la esterilidad introspectiva de la propia alma.

Llamamos «románticos», por igual, a los grandes que fracasaron y a los pequeños que se revelaron. Pero no hay semejanza más que en la sentimentalidad evidente; pero en unos la sentimentalidad muestra la imposibilidad del uso activo de la inteligencia; en otros muestra la ausencia de la misma inteligencia. Son fruto de la misma época un Chateaubriand y un Hugo, un Vigny y un Michelet. Pero un Chateaubriand es un alma grande que disminuye; un Hugo es un alma pequeña que se distiende con el viento del tiempo; un Vigny es un genio que tuvo que huir; un Michelet, una mujer que tuvo que ser hombre de genio. En el padre de todos, Jean Jacques Rousseau, las dos tendencias están juntas. La inteligencia, en él, era de creador, la sensibilidad de esclavo. Afirma ambas por igual. Pero la sensibilidad social que tenía envenenó sus teorías, que la inteligencia apenas [¿dispuso?] claramente. La inteligencia que tenía sólo servía para gemir la miseria de coexistir con semejante sensibilidad.

J. J. Rousseau es el hombre moderno, pero más completo que cualquier hombre moderno. De las flaquezas que le hicieron fracasar sacó -¡ay de él y de nosotros!- las fuerzas que le hicieron triunfar. Lo que partió de él venció, pero en los lábaros de su victoria, cuando entró en la ciudad, se veía que estaba escrita […] la palabra «Derrota». En lo que de él queda por detrás, incapaz del esfuerzo de vencer, fueron las coronas y los cetros, la majestad de mandar y la gloria de vencer por destino interior [365].

El mundo, en el cual nacemos, sufre de ambos [366] -medio de renuncia y de violencia- de la renuncia de los superiores y de la violencia de los inferiores, que es su victoria.

Ninguna cualidad superior puede afirmarse modernamente, tanto en la acción como en el pensamiento, en la esfera política como en la especulativa.

La ruina de la influencia aristocrática ha creado una atmósfera de brutalidad y de indiferencia por las artes, donde un medidor [367] de la /forma/ no encuentra refugio. Duele más, cada vez más, el contacto del alma con la vida. El esfuerzo es cada vez más doloroso, porque son cada vez más odiosas las condiciones exteriores del esfuerzo.

La ruina de los ideales clásicos ha hecho de todos artistas imposibles, y por lo tanto, malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la observancia cuidadosa de las reglas, pocos podían intentar ser artistas, y gran parte de éstos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó a ser tenido por expresión de sentimientos, cada cual podía ser artista porque todos tienen sentimientos.

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