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El socio capitalista de esta firma, siempre enfermo en un sitio indeterminado, ha querido, no sé por qué capricho de qué intermitencia de la enfermedad, tener un retrato de grupo del personal de la oficina. Y así, anteayer, nos alineamos todos, por indicación del fotógrafo alegre, contra el tabique blanco sucio que divide, con madera frágil, la oficina general del despacho del patrón Vasques. En el centro, el mismo Vasques; a los dos lados, en una distribución primero definida, después indefinida, de categorías, las otras almas humanas que aquí se reúnen en cuerpo todos los días para pequeños fines cuyo último objeto sólo el secreto de los dioses conoce.

Hoy, cuando he llegado a la oficina un poco tarde y, en verdad, olvidado ya del acontecimiento estático de la fotografía dos veces tirada, he encontrado a Moreira, inesperadamente matutino, y a uno de los dependientes inclinados disimuladamente sobre unas cosas ennegrecidas, que he reconocido en seguida, con un sobresalto, como las primeras pruebas de las fotografías. Eran, al final, sólo dos de una, de la que había quedado mejor.

He sufrido la verdad al verme allí, porque, como es de suponer, fue a mí mismo al que primero busqué. Nunca he tenido una idea noble de mi presencia física, pero nunca la he sentido tan nula como al compararla con otras caras, tan conocidas mías, en aquel alineamiento de diarios. Parezco un vulgar jesuíta. Mi cara delgada e inexpresiva no tiene inteligencia, ni intensidad, ni nada, sea lo que sea, que la eleve sobre la marea muerta de las otras caras. De la marea muerta, no. Hay allí rostros verdaderamente expresivos. El patrón Vasques está tal cual es -el ancho rostro apacible y duro, la mirada firme, completado por el bigote rígido. La energía, la sagacidad, del hombre -a fin de cuentas triviales, y tantas veces repetidas por tantos millares de hombres en todo el mundo- están escritas en aquella fotografía como un pasaporte psicológico. Los dos viajantes están admirables; el dependiente está bien, pero ha quedado casi por detrás del hombro de Moreira. ¡Y Moreira! ¡Mi jefe Moreira, esencia de la monotonía de la continuidad, aparece mucho más importante que yo! Hasta el mozo -me doy cuenta sin poder reprimir un sentimiento que procuro suponer que no es envidia- tiene una segundad de cara, una expresión directa que dista /sonrisas/ de mi apagamiento nulo de esfinge de papelería.

¿Qué quiere decir esto? ¿Qué verdad es ésta que no engaña a una película? ¿Qué certidumbre es ésta que una lente fría documenta? ¿Quién soy, para que sea así? Sin embargo… ¿Y el insulto del grupo?

– «Tú has quedado muy bien», dice de repente Moreira. Y después, volviéndose hacia el dependiente, «Es su mismita cara, ¿eh?». Y el dependiente ha asentido con una alegría amiga que arrojó a la basura.


5-4-1930.

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