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El silencio que sale del ruido de la lluvia se extiende, en un crescendo de monotonía cenicienta, por la calle estrecha que miro. Estoy durmiendo despierto, de pie contra la vidriera, en la que me recuesto como en todo. Busco en mí qué sensaciones son las que tengo ante este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que se destaca de las fachadas sucias y, aún más, de las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy.

Todavía la amargura retrasada de mi vida se quita, ante mis ojos sin sensación, el traje de alegría natural que usa en los acasos prolongados de todos los días. Compruebo que, tantas veces alegre, tantas veces contento, estoy siempre triste. Y el que en mí comprueba esto está detrás de mí, como quien se asoma a mí arrimado a la ventana y, por cima de mis hombros, o hasta de mi cabeza, mira, con ojos más íntimos que los míos, la lluvia lenta, un poco ondulada ya, que afiligrana con su movimiento el aire pardo y malo.

Abandonar todos los deberes, incluso los que nos exigen, repudiar todos los hogares, incluso los que no han sido nuestros, vivir de lo impreciso y del vestigio, entre grandes púrpuras de locura, y encajes falsos de majestades soñadas… Ser algo que no sienta el pesar de la lluvia exterior, ni la amargura de la vacuidad íntima… Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin sí misma, por un camino que rodea montañas, por valles sumidos entre laderas escarpadas, lejano, inmerso y fatal… Perderse entre paisajes como cuadros. No ser de lejanía y colores…

Un soplo leve de viento, que por detrás de esa ventana no siento, rasga en desniveles aéreos la caída rectilínea de la lluvia. Clarea cualquier sitio del cielo que no veo. Lo noto porque, por detrás de los cristales medio limpios de la ventana de al lado, ya veo vagamente el calendario en la pared, allá dentro, que hasta ahora no veía.

Olvido. No veo, sin pensar.

Cesa la lluvia, y de ella queda, un momento, una polvareda [200] de diamantes mínimos, como si, en lo alto, algo así como un gran mantel se sacudiese azulmente esas migajas. Se siente que parte del cielo ya está azul. Se ve, a través de la ventana de al lado, más claramente el calendario. Tiene una cara de mujer, y el resto es fácil porque lo recuerdo, y la pasta dentífrica es la más conocida de todas.

¿Pero en qué pensaba yo antes de perderme viendo? No lo sé. ¿Voluntad? ¿Esfuerzo? ¿Vida? Con un gran progreso de luz, se siente que el cielo es ya casi todo azul. Pero no hay sosiego -¡ah, ni lo habrá nunca!- en el fondo de mi corazón, pozo viejo al final de la quinta vendida, recuerdo de infancia encerrada y polvorienta en el sótano de la casa ajena. No hay sosiego -y, ¡ay de mí!, ni siquiera hay deseo de tenerlo…


14-3-1930.

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