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Ficciones del interludio [329], cubriendo coloridamente el marasmo y la desidia de nuestra íntima incredulidad.


340 El Comandante

Nada hay que tan íntimamente revele, que tan completamente interprete la substancia de mi infortunio nato como el tipo de devaneo que, en verdad, más acaricio, el bálsamo que con más íntima frecuencia escojo para mi angustia de existir. El resumen de la esencia de lo que deseo es sólo esto: dormir la vida. Quiero demasiado a la vida para que la pueda desear vivida; quiero demasiado no vivirla para tener respecto a la vida un anhelo demasiado importuno.

Así, es éste, que voy a dejar escrito, el mejor de mis sueños preferidos. Por la noche, a veces, con la casa tranquila porque los dueños hayan salido o se callen, cierro las vidrieras de mis ventanas, las tapo con las pesadas contraventanas; […] en un traje viejo, me retrepo en la silla profunda, y me fijo en el sueño de que soy un comandante retirado en un hotel de provincias a la hora de después de la cena, cuando éste sea, con otro más sobrio, el comensal lento que se ha quedado sin motivo.

Supongo que he nacido así. No me interesa la juventud del comandante retirado, ni los destinos militares por los que ha ascendido hasta este anhelo mío. Independientemente del Tiempo y de la Vida, el comandante que me supongo no es posterior a ninguna vida que haya tenido, no tiene ni ha tenido parientes; existe eternamente en ese vivir [330] de ese hotel provinciano, cansado ya de conversaciones sobre anécdotas que le sucedieron con los compañeros en la dilación.


8-10-1919.

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