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2 de noviembre de 2001


Lorraine estaba tumbada en la cama. Las pastillas para dormir que le había recetado el médico eran tan eficaces como un espresso doble.

Tenía el televisor encendido, ese portátil pequeño y mierdoso de la habitación de invitados, el único que no habían embargado los jueces porque no se debía ningún pago. Ponían una película antigua. Se había perdido el título, pero dejaba el aparato encendido siempre, como si la pantalla fuera un fondo de escritorio. Le gustaba la luz que emitía, los ruidos, la compañía.

Steve McQueen y Faye Dunaway jugaban al ajedrez en una casa elegante con una iluminación melancólica. Había una atmósfera muy erótica y cargada entre ellos, con todo tipo de matices.

Ella y Ronnie solían jugar a juegos. Recordó aquellos primeros años, cuando estaban locos el uno por el otro y a veces hacían cosas descabelladas. Jugaban al «strip-ajedrez» y Ronnie siempre la desplumaba y la dejaba desnuda mientras él se quedaba totalmente vestido. Y al «strip-Scrabble».

No volverían a jugar más. Se sorbió la nariz.

Le costaba mucho concentrarse, pensar con claridad. No dejaba de pensar en Ronnie. Le echaba de menos. Soñaba con él las pocas veces que lograba dormir el rato suficiente para soñar. Y en sus sueños estaba vivo, sonreía, le decía que era estúpida por creer que había muerto.

Todavía temblaba cuando recordaba el contenido del sobre de FedEx que había recibido a finales de septiembre, con fotografías de la cartera de Ronnie y de su teléfono móvil. Lo peor había sido la instantánea de la cartera chamuscada. ¿Había muerto quemado?

De repente, la invadió una oleada de dolor. Empezó a sollozar. Agarrando la almohada, lloró a lágrima viva.

– Ronnie -murmuró-. Ronnie, mi querido Ronnie. Te quería tanto. Tanto.

Al cabo de unos minutos se tranquilizó, se recostó y miró la película que parpadeaba en la pantalla. Y luego, total y absolutamente aterrada, vio que la puerta del dormitorio se abría de repente. Estaba entrando una figura, una sombra alta y negra. Un hombre, cuyo rostro casi oscurecido por completo quedaba dentro de la capucha de un impermeable, avanzaba hacia ella a grandes zancadas.

Ella retrocedió en la cama, aterrada, alargó la mano hacia la mesita de noche para coger algo que pudiera utilizar como arma. El vaso de agua se estrelló contra el suelo. Intentó gritar, pero sólo consiguió proferir un sonido débil antes de que una mano le tapara la boca.

Y entonces oyó la voz de Ronnie. Un susurro agudo.

– ¡Soy yo! -dijo-. ¡Soy yo! Lorraine, nena, soy yo. ¡Estoy bien!

Apartó la mano y se quitó la capucha.

Ella encendió de inmediato la luz de la mesita. Lo miró totalmente incrédula. Miró a un fantasma que se había dejado barba y rapado la cabeza. Un fantasma que olía a la piel de Ronnie, al pelo de Ronnie, la colonia de Ronnie. Que le sujetaba la cara con unas manos que tenían el tacto de las manos de Ronnie.

Se quedó mirándolo total y absolutamente perpleja, mientras la alegría comenzaba a arder en su interior.

– ¿Ronnie? Eres tú, ¿verdad?

– ¡Claro que soy yo!

Siguió mirándole. Boquiabierta. Mirándole. Y mirándole más. Luego sacudió la cabeza con incredulidad, en silencio unos momentos.

– Todos dijeron… Dijeron que habías muerto.

– Perfecto -dijo-. Lo estoy.

Le dio un beso. Su aliento olía a tabaco, alcohol y un poco a ajo. En estos momentos le pareció el aroma más maravilloso del mundo.

– Me mandaron fotografías de tu cartera y tu teléfono.

Los ojos de Ronnie se iluminaron como los de un niño.

– ¡Joder! ¡Genial! ¡Los encontraron! ¡De puta madre!

Su reacción la confundió. ¿Estaba bromeando? Todo lo que estaba ocurriendo la confundía. Le tocó la cara, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– No me lo creo -dijo, acariciándole las mejillas, tocándole la nariz, las orejas, palpando su frente-. Eres tú. Eres tú de verdad.

– ¡Sí, boba!

– ¿Cómo…? ¿Cómo…? ¿Cómo sobreviviste?

– Porque pensé en ti y no estaba preparado para dejarte. -¿Por qué…? ¿Por qué no me llamaste? ¿Estabas herido? -Es una larga historia.

Le acercó hacia ella y le besó. Le besó como si descubriera su boca por primera vez, explorando cada rincón. Entonces apartó la cara un momento, sonriendo casi sin aliento.

– ¡Eres tú de verdad!

Las manos de Ronnie se habían adentrado en su camisón y exploraban sus pechos. Cuando se los operó por primera vez le volvieron loco, pero luego pareció perder el interés, igual que perdió el interés por casi todo. Sin embargo, esta noche, esta aparición, este Ronnie en su cuarto, era un hombre completamente distinto. El viejo Ronnie que recordaba de tiempos más felices. ¿Había muerto y resucitado?

Estaba desvistiéndose, desatándose las deportivas, bajándose los pantalones. Tenía una erección enorme. Se desprendió del impermeable, del jersey negro de cuello alto, se quitó los calcetines. Retiró las sábanas y las mantas y le subió el camisón por los muslos.

Luego se arrodilló y empezó a humedecerla con los dedos, encontrando su lugar especial como hacía antes, con maestría, lo trabajó, mojándose el dedo en la boca y en ella, encendiendo un fuego devorador en su interior. Se inclinó hacia delante, le desabrochó el camisón y liberó sus pechos y luego se los besó durante mucho rato, primero uno y luego el otro, mientras seguía acariciándola con los dedos.

Luego su polla, más grande y dura de lo que había estado en años, dura como una roca, se introdujo en ella y empujó.

Ella gritó de alegría.

– ¡¡Ronnie!!

Al instante él le puso un dedo en los labios.

– ¡Ssshhh! -dijo-. No estoy aquí. Sólo soy un fantasma.

Lorraine le rodeó la cabeza con los brazos y acercó su cara a la de ella tanto como pudo, hasta que notó su barba en su piel. Le encantó, lo atrajo hacia ella, lo atrajo y lo atrajo, sintiéndole más dentro de ella y más y luego mucho más.

– ¡Ronnie! -jadeó en su oído, respirando más y más deprisa, llegando al climax y notando cómo él explotaba en su interior.

Luego se quedaron los dos muy quietos, engullendo bocanadas de oxígeno. En el televisor, la película seguía avanzando. El calentador continuaba soplando aire, con un ruido intermitente.

– Nunca pensé que los fantasmas se pusieran calientes -susurró Lorraine-. ¿Puedo convocarte todas las noches?

– Tenemos que hablar -dijo él.

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