Octubre de 2007
«¡Tendrías que iluminarte, joder!» En la oscuridad total, negra como el carbón, Abby se acercó el reloj a la cara hasta que notó el acero frío y el cristal en su nariz; aun así, no vio un pijo.
«¡Pagué por un reloj con luz, maldita sea!»
Acurrucada en el suelo duro, tenía la sensación de haber dormido, pero no sabía cuánto rato. ¿Era de día o de noche?
Notaba los músculos como agarrotados y tenía el brazo dormido. Lo agitó en el aire, intentando que volviera a circular la sangre. Era como un peso plomo. Se arrastró unos centímetros y volvió a agitarlo, luego se estremeció de dolor al chocar contra un lado del ascensor con un ruido apagado.
– ¡Hola! -dijo con voz ronca.
Volvió a dar golpes, luego otra vez y otra.
Notó que el ascensor se balanceaba con sus esfuerzos.
Dio otro golpe. Otro. Otro.
Le volvieron a entrar ganas de mear. Ya había llenado una bota. El hedor a orina estancada era cada vez más intenso. Tenía la boca seca. Cerró los ojos, luego volvió a abrirlos, se acercó el reloj hasta que notó el frío en la nariz. Pero seguía sin poder ver la hora.
Retorciéndose por un pánico repentino, se preguntó si se habría quedado ciega.
¿Qué hora era, joder? La última vez que había mirado, antes de que se apagaran las luces, eran las 3.08 de la madrugada. En algún momento después, había meado en la bota. O al menos hizo lo que pudo a oscuras.
Se había sentido mejor y había podido pensar con claridad, pero ahora las ganas de mear volvían a embotar sus pensamientos. Intentó alejar de su mente aquella urgencia. Hacía algunos años había visto un documental en televisión sobre personas que habían sobrevivido a desastres. Una mujer joven de su misma edad había sido una de las pocas supervivientes de un accidente de un avión que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia y se incendió. La mujer creía haber sobrevivido porque mantuvo la calma cuando el resto de la gente se dejó llevar por el pánico, pensó con lógica e imaginó a pesar del humo y la oscuridad dónde se encontraba la salida.
Todos los demás supervivientes repitieron la misma idea: mantener la calma, pensar con claridad. Era lo que había que hacer.
Pero del dicho al hecho…
Los aviones tenían salidas de emergencia, y azafatas con expresión de mujeres perfectas que señalaban las salidas y sostenían los chalecos salvavidas naranjas y tiraban de las máscaras de oxígeno, como si en todos los vuelos se dirigieran a una convención de sordomudos con retraso mental. Ahora que Inglaterra se había convertido en un maldito estado paternalista, ¿por qué no se había aprobado una ley que garantizara una azafata en todos los ascensores? ¿Por qué no había una rubia estúpida que te entregara una tarjeta plastificada donde estuvieran señalizadas las puertas? ¿Que te diera una chaleco salvavidas naranja por si el ascensor se inundaba cuando estabas dentro? ¿Que te colocara una máscara de oxígeno en la cara?
De repente, escuchó dos pitidos agudos.
¡Su teléfono!
Hurgó en el bolso. Estaba iluminado. ¡Su móvil funcionaba! ¡Había señal! Y, por supuesto, el teléfono tenía reloj, ¡lo había olvidado por completo por culpa del pánico!
Lo sacó y se quedó mirándolo. En la pantalla leyó las palabras: Mensaje recibido.
Lo abrió, apenas era capaz de contener la emoción.
El remitente no se identificaba, pero las palabras eran claras: Sé dónde estás.