11 de septiembre de 2001
Ronnie Wilson había perdido totalmente la noción del tiempo. Estaba inmóvil, paralizado, sujetando el asa de su maleta como si fuera una muleta y contemplando cómo se desarrollaba ante sus ojos algo que no podía comprender.
Del cielo caían cosas sobre la plaza y las calles de los alrededores. Llovían del cielo un aguacero interminable de escombros, separadores de despachos, mesas, sillas, cristales, cuadros, marcos de fotos, sofás, pantallas de ordenador, teclados, archivadores, papeleras, retretes, lavabos, confeti blanco de hojas DIN-A4. Y cuerpos. Caían cuerpos. Hombres y mujeres que estaban vivos en el aire y luego explotaban y se desintegraban al aterrizar contra el suelo. Quería darse la vuelta, gritar, correr, pero era como si un dedo enorme de plomo le presionara la cabeza hacia abajo, obligándole a quedarse quieto, a observar en silencio y petrificado.
Tenía la sensación de estar contemplando el fin del mundo.
Parecía como si todos los bomberos y policías de Nueva York corrieran hacia las Torres Gemelas. Un torrente infinito entraba en los edificios abriéndose paso a empujones entre la marea de hombres y mujeres desconcertados que se alejaba a media marcha, tambaleándose como si salieran de otro planeta, cubiertos de polvo, despeinados, algunos con los brazos o las caras manchados de sangre, la expresión contraída por el shock. Muchos de ellos llevaban el móvil pegado a la oreja.
Entonces hubo el terremoto. Al principio sólo fue una ligera vibración bajo sus pies, luego se volvió más rotunda y tuvo que agarrarse con fuerza al asa de la maleta para no caer.
De repente, los zombies que salían de la Torre Sur parecieron despertar y acelerar el paso.
Echaron a correr.
Ronnie miró hacia arriba y vio por qué, pero por un momento pensó que tenía que ser un error. ¡Era imposible! Era una ilusión óptica. Tenía que serlo.
El edificio estaba derrumbándose como un castillo de naipes, salvo que…
De repente, un coche de policía quedó aplastado a poca distancia delante de él.
Luego también un coche de bomberos quedó sepultado.
Una nube de polvo avanzó hacia él como una tormenta de arena del desierto. Oyó un trueno. Un trueno que se aproximaba, resonaba, lo envolvía todo.
Un torrente de gente desapareció debajo de los escombros.
La nube gris oscuro se elevó en el aire como un enjambre de insectos furiosos.
El trueno le anestesió los oídos.
No era posible.
La puta torre estaba desplomándose.
La gente corría para salvar la vida. Una mujer perdió un zapato, siguió caminando renqueando sobre un pie, luego se quitó el otro. Se oyó un ruido atroz en el aire que ahogó las sirenas, como si un monstruo gigante estuviera partiendo el mundo por la mitad con sus zarpas.
La gente pasaba corriendo por delante de él. Una persona, luego otra, y otra, el pánico grabado en sus rostros. Algunas llevaban máscaras blancas, otras estaban empapadas por el agua de los sistemas de aspersión, otras chorreaban sangre o estaban cubiertas de cristales. Eran actores secundarios en un extraño carnaval matinal.
De repente, un BMW saltó por los aires a cientos de metros de donde se encontraba Ronnie y aterrizó del revés sin el capó. Entonces vio que la nube negra se levantaba y avanzaba directa hacia él como un tsunami.
Agarrando el asa del trolley, se dio la vuelta y siguió a la gente. Sin saber adónde iba, simplemente corrió, poniendo un pie delante del otro, arrastrando la maleta, sin estar seguro de si el maletín aún estaba encima, aunque tampoco le importaba.
Corría para seguir por delante de la nube negra, de la torre que se desmoronaba y del ruido que oía rugiendo, retumbando en sus oídos, en su corazón, en su alma.
Corría para salvar su vida.