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Octubre de 2007


El martes por la tarde, a las ocho, Ricky estaba sentado a oscuras en su furgoneta, ocupando de nuevo la misma posición estratégica en la calle perpendicular al piso de la madre de Abby donde había esperado anteriormente. Desde aquí podía vigilar tanto la entrada delantera como la calle que tendría que utilizar si intentaba escabullirse por la salida de incendios de detrás.

El frío comenzaba a calar con fuerza en sus huesos. Sólo quería recuperarlo todo, perder de vista a Abby y largarse de este país de mala muerte, gélido y húmedo e instalarse en un lugar soleado.

Apenas había visto un alma en las tres últimas horas. Eastbourne tenía fama de ser una ciudad de jubilados donde la edad media era muerto o casi muerto. Hoy parecía que todo el mundo estaba muerto. La luz de las farolas invadía las aceras vacías. «Qué desperdicio, joder -pensó-. Alguien debería hablarle a esta gente de la huella de carbono.»

Abby estaba dentro, calentita junto a su madre. Presentía que esta noche iba a quedarse con ella, pero no se atrevía a dejar su puesto e ir a buscar un pub para tomar una copa, o tres, hasta estar segura.

Un par de horas antes había captado la señal del móvil nuevo de Abby cuando llamó al móvil nuevo de su madre para probar el tono y el volumen y para que su teléfono quedara grabado. Ahora, gracias a esa llamada, había podido registrar los números de ambas.

Cuando probaron el aparato, Ricky oyó un televisor de fondo. Parecía que ponían un culebrón, una escena de un hombre y una mujer discutiendo en un coche. Así que la zorra y su madre estaban cómodamente instaladas delante de la tele, en un piso calentito, cargando dos móviles nuevos que habían comprado con el dinero de él.

El Intercept pitó afanosamente. Abby estaba llamando a residencias de ancianos para encontrar algún lugar donde llevar a su madre durante cuatro semanas, hasta que quedara disponible una habitación en el sitio que había elegido.

Estaba interrogándoles sobre los cuidados, los médicos, los horarios de las comidas, los ingredientes de los platos, el ejercicio, sobre si había piscina, sauna, si estaban cerca de una carretera principal o en un lugar tranquilo, con jardines sin barreras arquitectónicas, ¿había baños privados? Su lista era interminable. Minuciosa. Como había aprendido, muy a su pesar, era una zorra minuciosa.

¿Y de quién era el dinero que iba a pagar todo aquello?

Escuchó a Abby mientras concertaba citas para ir a ver tres sitios por la mañana. Supuso que no se llevaría a su madre. Que no habría olvidado que tenía que pasar el cerrajero.

Cuando acabara con ella, no sería una residencia lo que iba a necesitar. Sería un velatorio.

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