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Octubre de 2007


Ricky durmió de manera irregular, dando cabezadas después de premiarse con varias pintas de cerveza en un pub abarrotado del paseo marítimo y despertándose sobresaltado cada vez que veía unas luces u oía un vehículo, o pasos, o una puerta que se cerraba. Se sentó en el asiento del copiloto para no parecer un conductor borracho si aparecía algún policía preguntón y sólo salió de la furgoneta un par de veces para orinar en un callejón.

A las seis de la mañana, todavía de noche, condujo en busca de una cafetería para desayunar y regresó a su puesto de observación al cabo de una hora.

¿Cómo demonios se había metido en esta situación?, se preguntaba una y otra vez. ¿Cómo se había dejado engañar por esa zorra? Sí, había jugado con mucha inteligencia, acercándose a él, jugando a la perfección a la putita caliente. Dejándole que le hiciera todo lo que quiso y fingiendo disfrutar. Tal vez hubiera disfrutado de verdad, pero todo el tiempo había estado sonsacándole información sutilmente. Las mujeres eran listas, sabían cómo manipular a los hombres.

Había cometido el maldito error de contárselo, porque quiso presumir. Creyó que la impresionaría.

Pero en lugar de eso, una noche que llevaba una turca de tres pares de narices, ella lo desplumó y se largó. Necesitaba recuperarlo todo desesperadamente. Sus finanzas estaban en números rojos, estaba hasta el cuello de deudas y el negocio no funcionaba. Ésta era su única oportunidad. Le había caído del cielo y ella se la había arrebatado y había huido.

Pero tenía una cosa a su favor: el mundo al que se había fugado era más pequeño de lo que ella pensaba. Cualquier persona a la que recurriera, con lo que poseía, haría preguntas. Muchas preguntas. Sospechaba que Abby ya había comenzado a averiguarlo, razón por la cual aún no se había marchado de aquí. Y ahora sus problemas se habían acentuado con la llegada de él a Brighton.

A las 9.30 un taxi local de Eastbourne paró delante de la puerta del bloque de pisos. El conductor se bajó y llamó al timbre. Un par de minutos después, Abby apareció. Sola.

Bien.

Perfecto.

Se dirigía a la primera de las tres citas que había concertado para esta mañana en las residencias. Y dejaba a mamá sola, con las instrucciones estrictas, sin duda, de no abrir la puerta a nadie excepto al cerrajero.

Observó mientras subía y el taxi arrancaba. No se movió. Sabía lo impredecibles que eran las mujeres y que podía volver perfectamente dentro de cinco minutos a buscar algo que había olvidado. Disponía de mucho tiempo. Abby estaría fuera una hora y media como mínimo, y probablemente tres o más. Sólo debía tener un poquito más de paciencia para asegurarse de que no hubiera moros en la costa.

Luego, no todo iría rápido.

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