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Octubre de 2007


Era el primer día de patrulla de Duncan Troutt como policía hecho y derecho. Se sentía bastante orgulloso, con confianza y, en realidad, un poco nervioso por si la fastidiaba.

Con su metro setenta y cinco de estatura y menos de 65 kilos de peso, tenía una complexión delgada, pero sabía cuidar de sí mismo. Fan de las artes marciales desde hacía años, había obtenido un montón de certificados en kickboxing, taekwondo y kung-fu.

Su novia, Sonia, le había regalado un póster enmarcado que decía: Aunque ande por valles tenebrosos, no temeré mal alguno, porque soy el hijo de puta más mezquino del valle.

Ahora mismo, a las diez de la mañana, el hijo de puta más mezquino del valle se encontraba en el cruce de Marine Parade con Arundel Road, en el extremo este de Brighton y Hove. No era exactamente un valle, ni siquiera una pequeña hondonada, en realidad. En estos momentos, las calles estaban tranquilas. Dentro de una hora más o menos, comenzarían a aparecer los drogadictos. Una estadística que a la oficina de turismo de la ciudad no le gustaba anunciar era que Brighton tenía el mayor número de consumidores de drogas inyectables -y de muertes por sobredosis- per cápita del Reino Unido. Habían advertido a Troutt que una cantidad desproporcionadamente alta de yonquis parecía habitar en su turno.

La radio crujió y oyó su señal de llamada. Contestó con emoción y oyó la voz del sargento Morley

– ¿Todo bien, Duncan?

– Sí, jefe. De momento todo bien, jefe.

La zona que debía patrullar Troutt abarcaba del paseo marítimo de Kemp Town hasta la urbanización de viviendas subvencionadas de Whitehawk, donde residían, históricamente, algunas de las familias más peligrosas y violentas de la ciudad, además de mucha gente honrada. El laberinto de calles dispuestas en terrazas que había en medio contenía el mundo marginal de pensiones y hoteles baratos, una comunidad residencial urbana próspera, incluida una de las mayores comunidades gays del Reino Unido, y decenas de restaurantes, pubs y tiendas independientes más pequeñas. También era el hogar de varias escuelas, además del hospital de la ciudad.

– Necesito que pases a ver a una persona que nos preocupa. Nos han informado de una mujer que presenta un estado de angustia. -Entonces le explicó resumidamente las circunstancias.

Troutt sacó su libreta nueva y anotó el nombre, Katherine Jennings, y su dirección.

– Es una orden del inspector y creo que viene de alguien de la cúpula, ya me entiendes.

– Por supuesto, jefe. Estoy muy cerca… Ahora mismo voy.

Con una urgencia nueva en su zancada, caminó por la borrascosa Marine Parade y giró a la izquierda alejándose del paseo marítimo.

La dirección correspondía a un bloque de pisos de ocho plantas y había un camión de una constructora aparcado en doble fila en la calle, así como una furgoneta de una empresa de ascensores. Pasó por delante de un Ford Focus que tenía una multa de aparcamiento en el parabrisas, cruzó y subió hasta la puerta, donde se apartó a un lado para dejar pasar a dos hombres que entraban una placa de yeso grande. Luego miró el panel de timbres. En el número veintinueve no figuraba ningún nombre. El agente llamó. No obtuvo respuesta.

Al final del panel estaba el timbre de la conserjería, pero como la puerta estaba sujeta con una cuña para que no se cerrara decidió entrar. Había un cartel de No funciona pegado en la puerta del ascensor, así que fue por las escaleras y subió con cuidado pisando los plásticos, un poco molesto porque los zapatos que había limpiado cuidadosamente anoche estaban llenándose de polvo. Oyó martillazos y golpes y el sonido de un taladro justo encima de él y en el quinto piso tuvo que superar una pista de obstáculos hecha con materiales de construcción.

Siguió subiendo y llegó a la octava planta. La puerta del piso de Katherine Jennings quedaba justo delante de él. Al ver las tres cerraduras, junto con la mirilla, le entró curiosidad. Dos no era nada extraño, como había aprendido al visitar casas que habían sufrido varios robos en las zonas más conflictivas de Brighton, pero tres era excesivo. Las miró con más detenimiento y observó que todas parecían sólidas.

«A usted le preocupa algo, señora», pensó para sí mientras llamaba al timbre.

No hubo respuesta. Lo intentó un par de veces más, esperando pacientemente, luego decidió ir a hablar con el conserje.

Cuando llegó al pequeño vestíbulo de abajo, vio que estaban entrando dos hombres. Uno tenía unos treinta años, porte agradable, y llevaba un mono con las palabras Mantenimiento Stanwell grabadas en el bolsillo del pecho y un cinturón de herramientas. El otro era un hombre de aspecto díscolo de unos sesenta años, con un peto sobre una sudadera mugrienta. Sujetaba un móvil antiguo y tenía una uña negra.

El trabajador ofreció a Troutt una sonrisa de desconcierto.

– Vaya, ¡qué rápido han venido!

El hombre mayor levantó el teléfono.

– Acabo de llamar hace, ¿qué?, ¡menos de un minuto! -Su acento gutural hizo que la frase sonara como una queja.

– ¿A mí?

– ¡Por el ascensor!

– Lo siento -dijo Troutt-. ¿Quién es usted?

– El conserje.

– Me temo que he venido por otro asunto -dijo Troutt-. Pero estaré encantado de intentar ayudarle si me cuenta el problema.

– Es muy sencillo -dijo el técnico joven-. Alguien ha manipulado el mecanismo del ascensor. Lo han estropeado. Saboteado. Y la alarma y el teléfono del ascensor… Los cables están cortados.

Ahora Troutt le prestó toda su atención. El agente sacó su libreta.

– ¿Podría darme más detalles?

– Puedo enseñárselo, maldita sea. ¿Cómo anda de conocimientos técnicos?

Troutt se encogió de hombros.

– Póngame a prueba.

– Tengo que llevarle a la sala de máquinas para enseñárselo.

– De acuerdo. Pero primero tengo que hablar con este caballero un momento.

El técnico asintió.

– Voy a mover la furgoneta. Los guardias de aquí son como la Gestapo.

Mientras se alejaba, Troutt se dirigió al conserje.

– Tiene una inquilina en el piso 82, Katherine Jennings.

– Es nueva. Sólo lleva unas semanas. Contrato corto.

– ¿Puede contarme algo sobre ella?

– No hablo mucho con ella, menos domingo, cuando se quedó encerrada en ascensor. Tiene mucho dinero, lo sé por alquiler.

– ¿Quién cree que destrozó el ascensor? ¿Unos gamberros? ¿O tiene algo que ver con ella?

El conserje se encogió de hombros.

– Creo que ése no quiere reconocer que hay problema mecánico. ¿Quizá protege a él o empresa?

Troutt asintió, pero no entró en ese juego. Se formaría su propia opinión al respecto después de visitar la sala de máquinas con el técnico.

– Entonces, ¿no sabe cómo se gana la vida?

El conserje negó con la cabeza.

– ¿Está casada? ¿Tiene hijos?

– Vive sola.

– ¿Tiene idea de sus movimientos?

– Yo estoy otro lado de edificio, no veo a inquilinos de esta ala si no tienen problemas. ¿Tiene problemas con policía?

– No, no es nada de eso. -Sonrió al hombre para tranquilizarlo-. Debería presentarme, soy el agente Troutt. Soy uno de los policías de barrio. -Sacó una tarjeta.

El conserje la cogió y la miró con recelo, como si fuera de un vendedor de ventanas dobles.

– Espero que venga por aquí viernes y sábados noche, tarde. Viernes pasado noche unos cabrones incendiaron cubo de basura -refunfuñó.

– Sí, bueno, justamente de eso trata esta iniciativa -dijo el joven agente con seriedad. -Creeré cuando veo.

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