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11 de septiembre de 2001


De pie bajo el sol en el entarimado vacío, Ronnie volvió a comprobar una vez más que su móvil estuviera apagado; apagado del todo. Miró adelante, más allá de los bancos y la barandilla del paseo, de la arena dorada de la playa desierta, más allá del océano ondulante, hacia la columna distante de humo negro y gris y naranja que teñía el cielo sin cesar pintándolo del color del óxido.

Apenas asimilaba nada. Acababa de darse cuenta de que se había olvidado el pasaporte en la caja fuerte de la habitación del hotel. Pero quizá aquello lo ayudara. Estaba pensando, pensando, pensando. Las ideas se agolpaban confusas en su cabeza. Tenía que despejarse. Tal vez un poco de ejercicio le haría bien, o un trago fuerte.

A su izquierda, el entarimado se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, a su derecha, veía las siluetas de las atracciones de Coney Island. Más cerca, había un bloque de pisos destartalado, cubierto de andamios, de unos seis pisos de altura. Un tipo negro con una chaqueta de cuero estaba enzarzado en una discusión con un hombre de facciones orientales que llevaba una cazadora. No dejaban de girar la cabeza, como si comprobaran que nadie los observaba, y no dejaban de mirarle a él.

Quizás estuvieran cerrando un negocio de drogas y pensaran que era poli. Quizás hablaran de fútbol, o béisbol, o del puto tiempo. Quizá fueran las únicas personas del puto planeta que no supieran que algo había pasado en las Torres Gemelas esta mañana.

A Ronnie le importaban una mierda. Mientras no le atracaran, podían quedarse allí charlando todo el día. Podían quedarse allí hasta que el mundo se acabara, algo que ocurriría bastante pronto, a juzgar por los acontecimientos de hoy.

«Mierda. Joder. Menudo día. Menuda mierda de día para estar aquí.» Y ni siquiera tenía el número de móvil de Donald Hatcook.

Y. Y. Y. Intentó apartar ese pensamiento de su mente, pero siguió llamando a su puerta hasta que tuvo que abrirla y dejarlo entrar.

Donald Hatcook podía estar muerto.

Un número espantoso de personas podían estar muertas, joder.

A su derecha, flanqueando el entarimado, había una hilera de tiendas, todas con carteles en ruso. Comenzó a caminar hacia allí, arrastrando el trolley, y se detuvo cuando llegó a un cartel grande enmarcado en metal verde y arqueado por arriba que rodeaba uno de esos mapas que indican Usted está aquí. El encabezamiento decía: Pasarela Riegelmann. Brighton Beach. Brighton calle 2.

Pese a todas las cosas que pasaban por su mente, paró y sonrió. Una segunda casa. ¡Más o menos! Habría sido divertido que alguien le sacara una fotografía junto al mapa; a Lorraine le haría gracia. Otro día, en otras circunstancias.

Se sentó en el banco al lado del cartel y se recostó en el asiento. Se desató la corbata, la enrolló y se la guardó en el bolsillo. Luego se desabrochó el botón superior de la camisa. Agradeció el aire en el cuello, lo necesitaba. Estaba temblando. El corazón le palpitaba deprisa, con fuerza. Miró el reloj. Era casi mediodía. Empezó a sacudirse el polvo del pelo y la ropa y sintió que necesitaba una copa. Normalmente nunca bebía durante el día, bueno, no hasta la comida en cualquier caso; la mayoría de los días. Pero un whisky fuerte pasaría bien. O un brandy. O incluso, pensó, viendo todos esos carteles en ruso, un vodka.

Se levantó, cogió el asa del trolley y siguió tirando de él mientras escuchaba el bum-bum-bum constante de las ruedecitas sobre los tablones. Vio un rótulo en un local más adelante, el primero de la calle. En letras azules, rojas y blancas figuraban las palabras: Moscú y Bar. Más allá había un toldo verde en el que había escrito un nombre con letras amarillas: Tatiana.

Entró en el bar Moscú. Estaba casi vacío y era lúgubre. Había una barra larga de madera a su derecha, con taburetes redondos de piel rojos sobre pies de cromo y, a la izquierda, bancos de piel rojos y mesas metálicas. Un par de hombres que parecían matones salidos de una película de James Bond estaban sentados en los taburetes de la barra. Llevaban la cabeza rapada, camisetas negras de manga corta y estaban pegados en silencio a una pantalla grande de televisión colgada en la pared, hipnotizados.

Delante de ellos, en la barra, tenían unos vasos de chupito junto a una botella de vodka en un cubo lleno de hielo. Los dos estaban fumando y al lado del cubo de hielo había un cenicero repleto de colillas. Los otros clientes, dos jóvenes cachas que llevaban chaquetas de piel caras y lucían anillos grandes, estaban sentados en un banco. Los dos bebían café y uno fumaba.

«Huele bien», pensó Ronnie. Café y cigarrillos. Cigarrillos rusos, fuertes. Por todo el bar había carteles en cirílico, estandartes y banderas de clubes de fútbol, la mayoría ingleses. Reconoció el Newcastle, el Manchester United y el Chelsea.

En el televisor estaba la imagen del infierno en la Tierra. Nadie en el bar hablaba. Ronnie también se puso a mirar, era imposible no hacerlo. Dos aviones, uno tras otro, impactando en las Torres Gemelas. Luego las dos torres cayendo. No importaba cuántas veces lo viera, cada vez era distinto. Peor.

– ¿Sí, señor?

El inglés del barman era chapucero. Era un renacuajo de pelo negro muy corto peinado hacia delante y llevaba un delantal muy sucio encima de una camisa vaquera que necesitaba un planchado.

– ¿Tiene vodka Kalashnikov?

El hombre parecía perplejo.

– ¿Krashakov?

– Olvídelo -dijo Ronnie-. Cualquier vodka, solo, y un espresso. ¿Tiene espresso?

– Café ruso.

– Bien.

El renacuajo asintió.

– Un café ruso. Un vodka. -Caminaba encorvado como si le doliera la espalda.

En la pantalla apareció un hombre herido. Era un tipo negro calvo, cubierto de polvo gris, con una mascarilla transparente sobre la cara, sujeta a una bolsa hinchada. Un hombre que llevaba un casco rojo con una visera, una mascarilla roja y una camiseta negra le instaba a avanzar a través de la nieve gris.

– ¡Vaya mierda! -dijo el renacuajo en su inglés chapucero-. Manhattan. Increíble. ¿Sabía? ¿Sabe lo que ha pasado?

– Estaba allí -dijo Ronnie.

– ¿Sí? ¿Estabas?

– Póngame una copa. Necesito una copa -espetó.

– Le pondré copa. No se preocupe. ¿Estaba ahí?

– ¿Qué parte no ha entendido? -dijo Ronnie.

El barman se dio la vuelta malhumorado y sacó una botella de vodka. Uno de los matones de James Bond se volvió hacia Ronnie y levantó su vaso. Estaba borracho y hablaba arrastrando las palabras.

– ¿Sabes qué? Hace treinta años te habría llamado «cama-rada». Ahora te llamo «colega». ¿Entiendes qué quiero decir?

Ronnie levantó su vaso segundos después de que el barman lo dejara sobre la barra.

– No, no exactamente.

– ¿Eres gay o algo? -le preguntó.

– No, no soy gay.

El hombre dejó su vaso y abrió los brazos.

– Yo no tengo ningún problema con los gays. Eso no. No.

– Bien -dijo Ronnie-. Yo tampoco.

El hombre le ofreció una sonrisa. Tenía unos dientes horribles, pensó Ronnie. Era como si tuviera la boca llena de escombros. El hombre levantó el vaso y Ronnie brindó con él.

– Salud.

Ahora en la pantalla apareció George Bush. Llevaba un traje oscuro y una corbata naranja y estaba sentado al fondo del aula de una escuela, delante de una pequeña pizarra, y en la pared de detrás había dibujos colgados. Uno representaba a un oso con una bufanda de rayas que iba en bici. Un hombre vestido de traje se inclinó sobre George Bush y le susurró algo al oído. Luego la imagen pasó a los restos de un avión en el suelo.

– Tú molas-le dijo el hombre a Ronnie-. Me caes bien.

Molas. -Se sirvió más vodka en el vaso y alargó la botella hacia el de Ronnie. Entrecerró los ojos, vio que todavía estaba llena y volvió a dejarla en el hielo-. Deberías beber. -Apuró su vaso-. Hoy necesitamos beber. -Se giró hacia la pantalla-. Esto no es real. No es posible.

Ronnie bebió un sorbo. El vodka le quemó la garganta. Luego, unos momentos después, inclinó el vaso hacia atrás y lo apuró. El efecto fue casi instantáneo y le quemó por dentro. Se sirvió otro para él y para su nuevo mejor amigo.

Se quedaron callados, simplemente mirando la pantalla.

Después de varios vodkas más, Ronnie comenzó a notarse bastante borracho. En algún momento se bajó del taburete tambaleándose, se dejó caer en uno de los bancos vacíos y se quedó dormido.

Cuando despertó, tenía un dolor de cabeza atroz y una sed galopante. Entonces, sintió un pánico repentino.

«Mis cosas. Mierda, mierda, mierda.»

Entonces, aliviado, las vio, justo en el mismo lugar donde las había dejado, junto a su taburete vacío de la barra.

Eran las dos de la tarde.

En el bar había las mismas personas, en la pantalla se repetían las mismas imágenes. Se arrastró de nuevo hasta el taburete y saludó a su amigo con la cabeza.

– ¿Qué hay del padre? -dijo el matón de James Bond.

– Sí, ¿por qué no le mencionan? -dijo el otro matón.

– ¿El padre? -preguntó el barman.

– Lo único que oímos es «hijo de Bin Laden». ¿Qué hay del padre?

Ahora el alcalde Giuliani apareció en pantalla, hablando muy serio. Parecía tranquilo, solidario. Parecía un hombre que tenía las cosas bajo control.

El nuevo mejor amigo de Ronnie se volvió hacia él.

– ¿Sabes quién es Sam Colt?

Ronnie, que intentaba escuchar a Giuliani, negó con la cabeza.

– No.

– El tío que inventó el revólver, ¿sí?

– Ah, vale, sí.

– ¿Sabes qué dijo?

– No.

– Sam Cok dijo: «¡He conseguido que todos los hombres sean iguales!». -El ruso sonrió, mostrando sus repugnantes dientes otra vez-. ¿Vale? ¿Entiendes?

Ronnie asintió y pidió un agua mineral y un café. Se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, pero no tenía apetito.

Giuliani fue sustituido por fantasmas grises que se tropezaban y se parecían a los fantasmas grises que había visto antes. Le vino a la mente un poema de su época del colegio. De uno de sus escritores preferidos, Rudyard Kipling. Sí, Kipling era el rey. Entendía el poder, el control, cómo se construían los imperios.

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor todos la pierden…

Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera…

En la pantalla vio a un bombero llorando. Tenía el casco cubierto de nieve gris y estaba sentado, con la visera subida, sosteniéndose la cara entre las manos.

Ronnie se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos al barman en el hombro. Éste apartó la vista del televisor.

– ¿Sí?

– ¿Alquilan habitaciones? Necesito una habitación.

Su nuevo mejor amigo se volvió hacia él.

– No hay vuelos, ¿no?

– No.

– ¿Y de dónde eres?

Ronnie dudó.

– De Canadá. Toronto.

– Toronto -repitió el ruso-. Canadá. Vale. Bien. -Se quedó callado un momento, luego dijo-: ¿Una habitación barata?

Ronnie se percató de que no podía utilizar ninguna tarjeta, aunque aún le quedara crédito. Llevaba poco menos de cuatrocientos dólares en la cartera, que tendrían que alcanzarle hasta que pudiera cambiar parte del dinero que tenía en la maleta si encontraba un comprador que le pagara el precio correcto y no hiciera preguntas.

– Sí, una habitación barata -contestó-. Cuanto más barata, mejor.

– Estás en el lugar perfecto. Buscas una HPI. Eso es.

– ¿Una HPI?

– Una habitación privada individual. Es lo que buscas. Pagas en efectivo y no hacen preguntas. Mi primo tiene una casa con habitaciones de ésas. A diez minutos caminando. ¿Quieres la dirección?

– Parece un buen plan -contestó Ronnie.

El ruso volvió a mostrarle los dientes.

– ¿Un plan? ¿Tienes un plan? ¿Un buen plan?

– ¡Carpe diem!

– ¿Eh?

– Es una expresión.

– ¿Carpe diem? -El ruso la pronunció despacio, con torpeza.

Ronnie sonrió y le invitó a otra copa.

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