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Octubre de 2007


A las ocho de la mañana, cuando por fin sonó su teléfono, Abby ya llevaba dos horas largas levantada, vestida y preparada. No había podido dormir bien en toda la noche y se había quedado tumbada en la cama dura, con su almohada diminuta, escuchando el tráfico del paseo marítimo, el quejido ocasional de las sirenas, los gritos de los gamberros borrachos y las puertas de los coches cerrándose.

Estaba preocupadísima por su madre. ¿Podría aguantar otra noche sin su medicación? ¿La angustia y los espasmos podrían provocar un infarto o una apoplejía? Maldita sea, se sentía tan impotente… Y sabía que ese matón jugaría con eso. Contaría con ello.

Pero también era muy consciente de que Ricky había visto las artimañas de que ella era capaz, por el tiempo que habían pasado juntos en Melbourne y ahora por los acontecimientos de los últimos días. No iba a ser fácil. No iba a confiar en ella ni un ápice.

¿Dónde le diría que quedaran? ¿En un aparcamiento de varias plantas? ¿En un parque de la ciudad? ¿En el puerto de Shoreham? Intentó pensar dónde citaban a la gente en las películas para entregar a la víctima de un secuestro. A veces la tiraban de coches en marcha; o la dejaban en un coche abandonado en alguna parte.

Todas y cada una de sus especulaciones toparon con obstáculos. No sabía nada, no podía predecir nada. Pero algo que había decidido, y que era total y absolutamente no negociable, era que querría una prueba evidente, ver con sus propios ojos que su madre estaba viva antes de hacer nada.

¿Podía confiar en la policía? ¿Qué ocurriría si Ricky la veía y le entraba el pánico?

Por el contrario, debía plantearse hasta qué punto podía confiar en que le devolviera a su madre. Si es que aún estaba viva. Ricky había demostrado ser un mierda insensible por llevarse a una anciana y hacerla pasar por aquel tormento.

En la pantalla apareció el habitual «Número privado».

Pulsó la tecla para contestar.

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