Octubre de 2007
– ¿Soy el amor de tu vida? -le preguntó ella-. ¿Lo soy, Grace? ¿Lo soy?
– Sí.
Sonrieron.
– No me mientes, ¿verdad, Grace?
Habían comido y bebido mucho en La Coupole en St. Germain, luego habían paseado por el Sena esa tarde gloriosa de junio antes de regresar al hotel.
Parecía que siempre hacía buen tiempo cuando estaban juntos. Igual que ahora: Sandy estaba delante de él, en su bonito dormitorio, bloqueando la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas con postigos. Sus mechones rubios caían a cada lado de su rostro pecoso, rozándole las mejillas. Luego sacudió el cabello delante de él, como quitando el polvo a su cara.
– ¡Eh! Tengo que leer este informe de la fiscalía… Yo…
– Qué aburrido eres, Grace. ¡Siempre tienes que leer! ¡Estamos en París! ¡De fin de semana romántico! -Le dio un beso en la frente-. ¡Trabajo, trabajo, trabajo! -Le dio otro-. ¡Eres tan, tan, tan aburrido!
Sandy bailó hacia atrás, alejándose de sus brazos extendidos, provocándole. Llevaba un vestido de tirantes brevísimo y los pechos casi le salían por arriba. Vislumbró sus piernas largas y bronceadas mientras se subía el dobladillo por los muslos y, de repente, se puso muy caliente.
Ella avanzó hacia él, acercándose, y le cogió la polla.
– ¿Es toda para mí, Grace? ¡Me encanta! ¡Esto sí que es estar duro!
De repente, el brillo del sol hizo que resultara difícil verle la cara. Entonces, todos sus rasgos desaparecieron por completo y Roy se descubrió mirando un óvalo negro sin expresión, enmarcado por una cabellera rubia ondulada, como un eclipse de sol. Sintió una punzada de pánico, incapaz por una milésima de segundo de recordar siquiera la cara de Sandy.
Entonces la vio con claridad.
Grace sonrió.
– Te quiero más que a nada en…
Entonces fue como si el sol se ocultara detrás de una nube. La temperatura bajó en picado. Se quedó totalmente pálida, como si estuviera enferma, muriéndose.
Grace pasó los brazos alrededor de su cuello y la estrechó con fuerza.
– ¡Sandy! ¡Sandy, cariño! -dijo con insistencia.
Olía raro. Tenía la piel dura y, de repente, vio que no era la piel suave de Sandy. Olía a rancio, a descomposición, a tierra y a naranjas amargas.
Entonces la luz se apagó del todo, como si alguien hubiera desenchufado la lámpara.
Roy oyó el eco de su voz en el aire frío y vacío.
– ¡Sandy! -gritó, pero el sonido quedó atrapado en su garganta.
Entonces volvió a encenderse la luz. La luz severa de la sala de autopsias. Miró sus ojos otra vez. Y chilló.
Estaba mirando los ojos de un cráneo. Sujetando un esqueleto entre sus brazos, un cráneo de dientes perfectos que le sonreía.
– ¡Sandy! -gritó-. ¡Sandy!
En ese instante la luz cambió: un resplandor amarillo suave. Un muelle crujió y oyó una voz.
– ¿Roy?
Era la voz de Cleo.
– ¿Roy? ¿Estás despierto?
Grace estaba mirando al techo, confuso, parpadeando, sudando a mares.
– ¿Roy?
Estaba temblando.
– Yo… Yo…
– Estabas gritando muy fuerte.
– Lo siento. Lo siento.
Cleo se incorporó con su larga cabellera rubia alborotada en torno a su rostro, que estaba pálido del sueño y el susto. Apoyada sobre un brazo, lo miró con una expresión extraña, como si Grace le hubiera hecho daño. Sabía lo que iba a decirle antes incluso de que volviera a hablar.
– Sandy. -Había reproche en su voz-. Otra vez.
Grace la miró. El mismo tono de pelo que Sandy, el mismo azul de ojos; quizás un toque más de gris que Sandy, un toque más de acero. Había leído una vez que los hombres afligidos o divorciados se enamoraban a menudo de alguien que se parecía a su mujer. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar en ello. Pero no se parecían en nada. Sandy era guapa, pero más dulce, no tenía una belleza clásica como la de Cleo.
Grace miró el techo blanco y las paredes blancas del dormitorio de Cleo. Miró el tocador de madera lacado en negro que estaba muy deteriorado. A ella no le gustaba ir a casa de Roy, porque notaba demasiado la presencia de Sandy, y prefería que se vieran aquí, en su casa.
– Lo siento -dijo él-. Sólo era un mal sueño. Una pesadilla.
Cleo le acarició la mejilla con ternura.
– Tal vez deberías volver a ver a ese loquero que tenías antes.
Grace sólo asintió y al final se sumió en un sueño agitado, inquieto; le daba miedo volver a soñar.