17

Octubre de 2007


Roy Grace tembló de frío. Aunque llevaba vaqueros gruesos, jersey de lana y botas forradas debajo del traje de papel, la humedad que había dentro del desagüe y la lluvia que caía fuera estaban calando sus huesos.

Los miembros del SOCO y los agentes encargados del registro, que tenían la desagradable tarea de inspeccionar cada centímetro del desagüe, a gatas la mayoría, habían encontrado algunos esqueletos de roedores, pero nada de interés. O la mujer muerta estaba desnuda cuando la depositaron aquí o su ropa había sido arrastrada por el agua, se había podrido o incluso algún animal se la había llevado a su refugio. Trabajando minuciosamente despacio con paletas, Joan Major y Frazer Theobald estaban retirando el cieno alrededor de la pelvis y metían en bolsas de celofán y etiquetaban por separado cada capa de suciedad. A este ritmo les quedarían dos o tres horas, calculó Grace.

Y todo el tiempo se sentía atraído por el cráneo sonriente, por la sensación de que el espíritu de Sandy estaba aquí con él. «¿Podrías ser tú realmente?», se preguntó, mirándolo con intensidad. Todos los médiums a quienes había consultado durante los últimos nueve años le habían dicho que su mujer no estaba en el mundo de los espíritus, lo que significaba que seguía viva, si les creía. Pero ninguno había podido decirle dónde estaba.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Esta vez no fue por el frío, sino por otra cosa. Había decidido tiempo atrás pasar página y seguir adelante con su vida. Pero cada vez que lo intentaba ocurría algo que sembraba la duda en él, y ahora había vuelto a suceder.

Las interferencias de su radio le sacaron de su ensoñación. Se lo llevó al oído y dijo con sequedad:

– Roy Grace.

– Buenos días, Roy. Tu carrera se va por el desagüe, ¿verdad? -Entonces oyó la risita gutural de Norman Potting.

– Muy gracioso, Norman. ¿Dónde estás?

– Con el vigilante de la escena. ¿Quieres que me emperifolle y baje?

– No, ya salgo yo. Espérame en la furgoneta del SOCO.

Grace agradeció la excusa de poder salir un rato. Estrictamente, no le necesitaban allí abajo y podría estar en su despacho perfectamente, pero le gustaba que su equipo lo viera liderando la operación desde primera línea. Si sus hombres iban a pasar el sábado en un desagüe frío, húmedo y horrible, al menos verían que su día no era mucho mejor.

Fue un alivio cerrar la puerta a los elementos y sentarse en la tapicería blanda frente a la mesa de trabajo de la furgoneta, aunque eso significara estar confinado en un espacio reducido con Norman Potting, una experiencia que nunca le había encantado. Percibía el humo de pipa rancio que desprendía la ropa del hombre mezclado con un aliento fuerte a ajo de la noche anterior.

El sargento Norman Potting tenía la cara estrecha, bastante gruesa, llena de venas rotas, los labios prominentes y el pelo ralo, un poco de punta ahora por culpa de la acción de los elementos. Tenía cincuenta y tres años, aunque las personas que le detestaban habían hecho correr el rumor de que se había quitado varios años para poder seguir más tiempo en el cuerpo porque le aterraba jubilarse.

Grace nunca había visto a Potting sin corbata y esta mañana no fue ninguna excepción. El hombre llevaba un anorak con piezas de lana, largo y mojado, sobre una chaqueta de tweed, una camisa de Viyella y una corbata verde de punto gastada, pantalones de franela gris y zapatos de cuero. Respirando con dificultad, pasó detrás de la mesa, se sentó en el banco delante de Grace y, con expresión triunfal, sacó una carpeta de plástico grande que chorreaba.

– ¿Por qué la gente siempre elige lugares tan horribles para que la maten o para aparecer muerta? -preguntó, inclinándose hacia delante y exhalando directamente en la cara de Roy.

Intentando no hacer ninguna mueca cuando le envolvió un horno de olores calientes y rancios, Roy decidió que seguramente era una sensación parecida al aliento de un dragón en la cara.

– Tal vez deberías trazar algunas directrices -contestó irritado-. Un código de cincuenta puntos para que las víctimas de asesinato lo cumplan.

La sutileza nunca había sido el punto fuerte de Norman Potting y tardó un momento en percatarse de que el comisario estaba siendo sarcástico. Entonces esbozó una sonrisa ancha y le mostró los dientes torcidos y manchados, como lápidas en un terreno hundido.

Levantó un dedo.

– Estoy bastante lento esta mañana, Roy. Menuda noche tuve ayer. ¡Li parecía un maldito tigre!

Hacía poco, Potting se había «agenciado» una novia tailandesa y regalaba constantemente a cualquiera que estuviera cerca los detalles de su recién descubierta destreza en la cama con ella.

Cambiando de tema rápidamente, Grace señaló la carpeta de plástico.

– ¿Tienes los planos?

– ¡Cuatro veces anoche, Roy! Y es una guarra, me hace de todo. ¡Guaaaau! ¡Me hace muy feliz!

– Genial.

Por un breve momento, Grace se alegró mucho por él. Potting nunca había tenido demasiada suerte en el amor. Era un veterano con tres matrimonios a sus espaldas y varios hijos a los que apenas veía, reconoció una vez con arrepentimiento. La menor era una niña con síndrome de Down de quien había intentado obtener la custodia, pero no se la habían otorgado. No era malo ni estúpido, Roy lo sabía -era un policía muy competente-, pero carecía de las habilidades sociales esenciales para ascender en el cuerpo si así lo hubiera deseado. Aun así, Norman Potting era una bestia de carga sólida y de confianza que a veces mostraba una iniciativa sorprendente y, en su opinión, esos aspectos eran mucho más importantes en cualquier investigación relevante.

– Deberías planteártelo, Roy.

– ¿El qué?

– Echarte una novia tailandesa. Hay cientos de ellas que suspiran por un marido inglés. Te daré la página web. Son maravillosas, tío, hazme caso. Cocinan, limpian, te planchan toda la ropa, te dan el mejor sexo de tu vida… Tienen unos cuerpecitos preciosos…

– ¿Los planos? -dijo Grace, haciendo caso omiso al último comentario.

– Ah, sí.

Potting sacó varias fotocopias grandes de mapas de calles y dibujos de redes eléctricas de la carpeta y las extendió sobre la mesa. Algunos se remontaban al siglo XIX.

El viento meció la furgoneta. Fuera, a lo lejos, sonó la sirena de un vehículo de emergencias y luego se perdió. La lluvia repiqueteaba en el techo sin parar.

A Roy nunca le había parecido fácil interpretar planos, así que dejó que Potting le explicara las complejidades del alcantarillado de Brighton y Hove, utilizando los papeles e información que le había proporcionado aquella mañana un ingeniero municipal. El sargento pasó un dedo con una uña mugrienta por cada uno de los documentos, primero hacia abajo, luego hacia arriba, mostrando cómo corría el agua, siempre colina abajo, hasta que al final llegaba al mar.

Roy se esforzó por seguirle, pero media hora después no sabía más que antes de empezar. Le parecía que todo se resumía en que el peso del cuerpo de la muerta la había clavado en el cieno, mientras que el agua habría arrastrado por el desagüe todo lo demás, por la trampilla hasta el mar.

Potting estuvo de acuerdo con él.

El teléfono de Grace volvió a sonar. Se disculpó, contestó y se le cayó el alma a los pies de inmediato cuando escuchó la voz taladrante del comisario Cassian Pewe, el canalla de la Met a quien su jefa había reclutado para quitarle el puesto.

– Hola, Roy -dijo Pewe. Incluso en la distancia telefónica, Grace tuvo la impresión de que la cara petulante de niño guapo de Pewe estaba pegada claustrofóbicamente a la suya-. Alison Vosper me ha sugerido que te llamara, para ver si necesitabas que te echara una mano.

– Bueno, eres muy amable, Cassian -contestó Grace- Pero en realidad no, el cadáver está intacto… Tengo sus dos manos aquí.

Hubo un silencio. Pewe emitió un sonido parecido a cuando un hombre orina en una valla electrificada, una especie de carcajada forzada.

– Vaya, muy gracioso, Roy -dijo con condescendencia. Luego, después de un silencio extraño, añadió-: ¿Tienes todos los miembros del SOCO y agentes de registros que necesitas?

Grace notó que se tensaba. De algún modo logró contenerse y no decirle al hombre que se buscara otra cosa que hacer este sábado.

– Gracias -contestó.

– Bien. Alison se alegrará. Se lo diré.

– Bueno, ya se lo diré yo -dijo Grace-. Si necesito tu ayuda se la pediré a ella, pero de momento nos las apañamos perfectamente. Además, creía que no empezabas a trabajar hasta el lunes.

– Sí, por supuesto, Roy, correcto. Alison pensaba que ayudarte durante el fin de semana podría ser una buena forma de aclimatarme.

– Aprecio su preocupación -logró decir Grace antes de colgar. Le hervía la sangre.

– ¿El comisario Pewe? -le preguntó Potting con las cejas levantadas.

– ¿Le conoces?

– Sí, le conozco. Conozco a los de su calaña. Dale suficiente cuerda a un capullo presuntuoso y se ahorcará. Nunca falla.

– ¿Tienes alguna cuerda por ahí? -le preguntó Grace.

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