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Octubre de 2007


Grace observaba con incredulidad mientras recorría su calle justo pocos minutos después de las ocho de la mañana. También reconoció el peculiar Fiat plateado alargado que estaba estacionado delante de su casa. Pero fue el vehículo en el camino de entrada el que más le asombró. Era una de las furgonetas blancas del Departamento de apoyo científico de la policía de Sussex.

También en la calle, detrás del coche de Joan Major, había un Ford Mondeo marrón. Por la matrícula supo que era uno de los coches del Departamento de Investigación Criminal. ¿Qué diablos estaba pasando?

Grace se detuvo, se bajó del coche y entró corriendo en la casa. Estaba en silencio.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -gritó.

Ninguna respuesta.

Fue a la cocina a comprobar que el alimentador automático fijado a la pecera de Marlon funcionaba. Entonces, por la ventana, miró el jardín trasero.

La imagen que vieron sus ojos resultaba imposible de creer.

Joan Major y dos agentes del SOCO que conocía trabajaban en su césped. La arqueóloga forense, en el centro, sujetaba un aparato eléctrico de un metro y medio de altura con forma de remo, colgado del hombro por un asa, y con una especie de pantalla en el centro. El agente del SOCO que tenía a su derecha miraba fijamente la pantalla, mientras que el de la izquierda anotaba algo en una libreta grande.

Anonadado, Grace abrió la puerta trasera y salió corriendo.

– ¡Eh! ¡Disculpad! Joan, ¿qué demonios estás haciendo?

Joan Major se puso roja de vergüenza.

– Oh, buenos días, Roy. Mmmm… Suponía que sabías que estábamos aquí.

– No tenía ni idea. ¿Quieres ponerme al corriente? ¿Qué es eso? -Señaló el aparato con la cabeza-. ¿Qué diablos está pasando?

– Un RDS -contestó ella.

– ¿Un RDS?

– Un Radar de Detección Subterránea.

– ¿Qué haces con él?

Joan aún se puso más roja. Entonces, como producto de una pesadilla, Grace vio por el rabillo del ojo a uno de los pocos policías del Departamento de Investigación Criminal que le caían realmente mal. En general, por la experiencia que había vivido, la mayoría de los agentes se llevaban razonablemente bien. Sólo de vez en cuando había topado con alguno cuya actitud le irritara de verdad, y entrando por la verja de su jardín, en este preciso momento, apareció un joven agente al que no podía soportar. Se llamaba Alfonso Zafferone.

Era un hombre arrogante y huraño de casi treinta años, de belleza latina y pelo brillante y despeinado, e iba pulcramente vestido con una elegante gabardina beis encima de un traje color habano. Aunque era un detective perspicaz, Zafferone tenía un problema de actitud grave y Grace había escrito un informe mordaz sobre él después de la última vez que trabajaron juntos.

Ahora Zafferone estaba cruzando a grandes zancadas el césped, mascando chicle y con una clase de papel en la mano que Grace conocía demasiado bien.

– Buenos días, señor comisario. Me alegro de volver a verle. -Zafferone le ofreció una sonrisa melosa.

– ¿Quieres decirme qué está ocurriendo aquí?

El joven agente levantó el documento firmado.

– Es una orden de registro -dijo Zafferone.

– ¿Para mi jardín?

– Y también para la casa. -Dudó un momento y luego añadió a regañadientes-: Señor.

Ahora Grace estaba prácticamente fuera de sus casillas. Aquello no estaba pasando. Era imposible. Imposible del todo.

– ¿Es una broma? ¿Quién coño es el responsable?

Zafferone sonrió, como si también estuviera al tanto de aquello y disfrutara de su momento de poder, y dijo: -El comisario Pewe.

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