Noviembre de 2007
El margarita era uno de los mejores que había probado. Tenía un sabor intenso y fuerte, el barman había añadido la cantidad justa de Cointreau y había salado el borde a la perfección. Después de una semana en este hotel, ya había aprendido cómo le gustaban.
Le encantaban las vistas desde aquí, tendida en la playa de arena blanca sobre el colchón grueso y suave de la tumbona, mirando a la bahía. Y le encantaba este momento, última hora de la tarde, cuando el calor no era tan implacable y no necesitaba la sombra del parasol. Dejó el libro un instante, bebió otro trago y contempló el parapente amarillo que se alejaba del embarcadero de madera, surcando el agua, adentrándose en la bahía, el paracaídas naranja y rojo elevándose en el cielo despejado.
Quizá luego se diera otro baño. Sopesó si meterse en el mar o en la piscina inmensa del hotel, donde el agua estaba un poco más fría y refrescante. ¡Qué decisiones tan difíciles!
Pensaba constantemente en su madre, y en Ronnie y Ricky. A pesar de toda la ira que le provocaba Ricky, y la sorpresa que se había llevado con Ronnie, no podía evitar sentir un poco de lástima por ellos, de modos distintos.
Pero no demasiada.
– ¿Le está gustando el libro? -le preguntó de repente la mujer de la tumbona de al lado.
Abby se había fijado en ella antes, mientras dormía. Sobre la mesita blanca a su lado, tenía un ejemplar de una novela que ella había leído hacía poco, Sin respiro, encima de Guía del autoestopista galáctico.
– Sí -contestó-. Me está gustando. Pero sobre todo soy fan de Douglas Adams. Creo que he leído todo lo que ha escrito.
– ¡Yo también!
Era el autor de una de las citas preferidas de Abby, con la que había vuelto a topar recientemente: «Pocas veces acabo donde quiero ir, pero casi siempre acabo donde tengo que estar».
Que era básicamente lo que sentía en estos momentos.
Bebió otro sorbo de su copa.
– Aquí preparan los mejores margaritas del mundo -dijo.
– Tal vez debería probar uno. Acabo de llegar hoy, así que todavía no estoy al tanto de lo que se cuece por aquí.
– Es genial. ¡Es el paraíso!
– Eso parece.
Abby sonrió.
– Me llamo Sarah -dijo.
– Encantada. Yo soy Sandy.