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Octubre de 2007


Glenn Branson llamó al timbre y retrocedió un par de pasos para que la cámara de seguridad pudiera echarle un buen vistazo. La verja de hierro forjado se movió bruscamente un par de veces y luego comenzó a abrirse despacio. El sargento volvió a entrar en el coche, cruzó dos pilares de ladrillo imponentes y siguió hasta el camino de entrada circular, los neumáticos crujiendo sobre la gravilla. Se detuvo detrás de un Mercedes deportivo y un Clase S plateados, aparcados uno junto al otro.

– Está bien este sitio, ¿no te parece? -comentó-. Mercedes a juego para él y para ella y todo eso.

Bella Moy asintió, empezaba a recuperar el color. La manera de conducir de Glenn la aterrorizaba. Le caía bien y no quería ofenderle, pero si hubiera podido coger el autobús para volver al despacho, o caminar descalza sobre carbón caliente, lo habría hecho.

La casa palaciega era en parte de estilo georgiano de imitación y en parte templo griego, con un pórtico de columnas que ocupaba toda la fachada. Ari se moriría por un lugar así, pensó Glenn. Era curioso, porque cuando se casaron no parecía en absoluto que le interesara el dinero. Todo eso cambió más o menos cuando Sammy, que ahora tenía ocho años, empezó a ir al colegio. Sin duda la culpa la tenía conversar con otras madres, ver sus coches elegantes, ir a sus casas ostentosas.

Pero residencias como ésta también le fascinaban a él. A Glenn le parecía que las casas tenían aura. Había muchas otras en esta zona, y en otras partes de la ciudad, igual de grandes y chic, pero daban la impresión de estar habitadas por gente normal y decente. Sólo de vez en cuando se veía un lugar como aquél, que por algún motivo parecía demasiado ostentoso y emitía señales, queriendo o sin querer, de que no había sido adquirido con dinero honrado.

– ¿Te gustaría vivir aquí, Bella? -preguntó.

– Podría acostumbrarme. -La mujer sonrió, luego pareció un poco nostálgica.

Él la miró de reojo. Era una mujer mona, de rostro alegre debajo de la cabellera castaña y no llevaba anillo en el dedo anular. Siempre vestía con poca gracia, como si no le interesara sacarse el mejor partido, y él se moría por hacerle un cambio de imagen. Hoy llevaba una blusa blanca debajo de un sencillo jersey de pico azul marino, pantalones de lana negros, zapatos negros y robustos y un abrigo corto verde de lana gruesa.

Nunca hablaba de su vida privada y Glenn se preguntaba a menudo quién la esperaba cuando llegaba a casa. ¿Un hombre, una mujer, compañeros de piso? Uno de sus colegas había dicho en una ocasión que Bella cuidaba de su madre anciana, pero ella nunca había mencionado nada al respecto.

– No recuerdo dónde vives -le dijo mientras bajaban del coche. Una ráfaga de viento levantó los faldones de su abrigo beige.

– En Hangleton -contestó ella.

– Eso.

Encajaba, en cierto modo. Hangleton era un barrio residencial, plácido y agradable, situado al este de la ciudad, dividido por una autopista y un campo de golf. Tenía muchas casitas y bungalows y jardines bien cuidados. Era exactamente la clase de zona tranquila y segura en la que podría vivir una mujer con su madre anciana. De repente, vio en su mente la imagen de una Bella triste en casa, cuidando de una señora enferma y frágil, masticando Maltesers como sustitutivo de cualquier otro tipo de vida. Como una mascota encerrada y compungida.

Volvió a llamar al timbre y los recibió una criada filipina que los condujo por un invernadero de cítricos de techo alto, con vistas a terrazas de céspedes, una piscina infinita y una cancha de tenis.

Les señaló unos sillones dispuestos en torno a una mesita de café de mármol y les ofreció bebidas. Entonces entraron Stephen y Sue Klinger.

Stephen era un hombre alto, delgado y de aspecto bastante frío y unos cuarenta y muchos años. Tenía el pelo ondulado y canoso peinado severamente hacia atrás y las mejillas cubiertas de venas violetas. Llevaba un traje de raya diplomática y mocasines caros y miró su reloj justo después de estrechar la mano a Branson.

– Me temo que debo irme dentro de diez minutos -dijo con voz dura y anodina, muy distinta a la del Stephen Klinger al que habían interrogado ayer en su despacho después de un almuerzo muy pesado, evidentemente.

– Ningún problema, señor, sólo tenemos algunas preguntas rápidas más para usted y algunas para la señora Klinger. Les agradecemos que nos hayan hecho un hueco para vernos otra vez.

Volvió a lanzar una mirada de admiración a Sue Klinger y ella sonrió con picardía, como si se diera cuenta. Era una mujer muy guapa: cuarenta y pocos años, un forma estupenda, vestida con un chándal de diseño marrón de algodón cepillado y deportivas que parecían recién salidas de la caja. Y tenía una mirada muy seductora, con la que coincidió dos veces muy seguidas y luego hizo todo lo posible por evitar, abriendo su libreta, decidiendo centrarse en los ojos de Stephen Klinger, que serían más fáciles de interpretar.

La criada entró con café y agua.

– ¿Puedo recapitular, señor? ¿Cuánto tiempo hacía que eran amigos usted y Ronnie Wilson? -preguntó Branson.

Los ojos de Klinger se movieron hacia la izquierda, un poquito.

– Vamos… Íbamos… Desde los dieciocho o diecinueve años -contestó-. Unos veintisiete… No, treinta años, Aproximadamente.

Para verificarlo otra vez, Glenn dijo:

– Ayer nos dijo que su relación con su primera mujer, Joanna, fue difícil, pero que con Lorraine le fue mejor.

De nuevo, los ojos de Klinger se movieron un poquito a la izquierda antes de hablar.

Se trataba de un experimento neurolingüístico que Glenn conocía gracias a Roy Grace y que a veces le resultaba de gran ayuda cuando evaluaba si alguien decía la verdad en un interrogatorio. El cerebro humano estaba dividido en dos hemisferios, el izquierdo y el derecho. Uno almacenaba la memoria a largo plazo, mientras que en el otro tenían lugar los procesos creativos. Cuando se formulaba una pregunta, la gente siempre movía los ojos hacia el hemisferio que estaba utilizando. En algunas personas, la memoria se almacenaba en el hemisferio derecho y en otras, en el izquierdo; el hemisferio creativo sería el opuesto.

Así que ahora sabía que cuando los ojos de Stephen Klinger se movieran hacia la izquierda en respuesta a una pregunta, se moverían al lado de la memoria, lo que significaba que probablemente estaría diciendo la verdad. Por lo tanto, si sus ojos se movían hacia la derecha, significaba que probablemente estaría mintiendo. No era una técnica infalible, pero podía ser un buen indicador.

Inclinándose hacia delante, mientras la criada le servía una taza con su platito y una jarrita de leche de porcelana, Branson dijo:

– En su opinión, señor, ¿cree que Ronnie Wilson habría sido capaz de matar a sus esposas?

La mirada de sorpresa de Klinger fue auténtica. Igual que la reacción tardía de su mujer. Mientras contestaba, los ojos de Stephen permanecieron fijos.

– No, Ronnie no. Tenía temperamento, pero… -Se encogió de hombros, negando con la cabeza.

– Tenía buen corazón -añadió Sue-. Le gustaba cuidar de sus amigos. No lo creo… No, rotundamente, no lo creo.

– Tenemos una información que nos gustaría compartir con ustedes, en confianza, por el momento, aunque emitiremos un comunicado de prensa dentro de unos días.

Branson miró a Bella, como ofreciéndole la oportunidad de hablar, pero ella le hizo un gesto para indicarle que estaba encantada de dejarle continuar.

Glenn se sirvió un poco de leche en el café y dijo:

– Parece que Joanna Wilson nunca llegó a Estados Unidos. El viernes encontramos su cadáver en un desagüe en el centro de Brighton. Llevaba allí bastante tiempo y parece que la estrangularon.

Ahora los dos parecían verdaderamente estupefactos.

– ¡Mierda! -dijo Sue.

– ¿Es la que salió en el Argus el lunes? -preguntó Stephen.

Bella asintió.

– ¿Están diciendo que… que Ronnie tuvo algo que ver? -preguntó.

– Si me permite continuar un momento, señor -insistió Branson-, ayer supimos que también se ha hallado el cuerpo de Lorraine Wilson.

Sue Klinger se quedó blanca.

– ¿En el Canal?

– No, en un río a las afueras de Melbourne, en Australia.

Los dos Klinger se quedaron mirándolo en silencio, anonadados. En algún lugar de la casa, un teléfono empezó a sonar. Nadie se movió para contestar. Glenn bebió café.

– ¿En Melbourne? -dijo al final Sue Klinger-. ¿En Australia?

– ¿Cómo diablos fue a parar del Canal de la Mancha a Australia? -preguntó Stephen, totalmente desconcertado.

El teléfono dejó de sonar.

– La autopsia ha demostrado que sólo llevaba dos años muerta, señor. Así que parece ser que no se suicidó lanzándose al Canal en 2002.

– ¿Entonces lo que hizo fue tirarse a un río en Australia? -dijo Stephen.

– Creo que no -contestó Glenn-. Tenía el cuello roto y la encontraron dentro del maletero de un coche. -No reveló el resto de la información que tenía.

Los Klinger estaban sentados muy quietos, asimilando la impresión que les había causado lo que acababan de escuchar. Al final, Stephen rompió el silencio.

– ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Están diciendo que a Joanna y Lorraine las mató la misma persona?

– Por ahora no lo sabemos. Pero existen ciertas similitudes en la forma como fueron asesinadas las dos.

– ¿Quién…? ¿Quién mataría a Joanna… y luego a Lorraine? -preguntó Sue. Comenzó a dar vueltas y vueltas a una pulsera de oro que llevaba en la muñeca, nerviosa.

– ¿Estaban ustedes al corriente de que Joanna Wilson heredó una casa de su madre, que vendió poco antes de morir?

– preguntó Glenn-. Se embolsó una cantidad de ciento setenta y cinco mil libras aproximadamente. Ahora estamos intentando averiguar qué pasó con ese dinero.

– Seguramente sirvió para pagar las deudas de Ronnie en cuanto se lo ingresaron en la cuenta -dijo Stephen-. El muy cabrón me caía bien, pero no era muy inteligente con el dinero, ya me entiende. Siempre andaba en tejemanejes, pero nunca conseguía que nada le saliera del todo bien. Quería ser un pez gordo y sus capacidades no daban para tanto.

– Eres un poco duro, Steve -comentó Sue, que giró la cabeza para mirar a su marido-. Ronnie tenía buenas ideas. -Miró a los dos policías y se dio unos golpecitos en la cabeza-. Tenía imaginación. Una vez inventó un instrumento para extraer el aire de las botellas de vino abiertas. Estaba en trámites para patentarlo cuando ese… ¿cómo se llama? Salió el Vacu-Vin y arrasó en el mercado.

– Sí, pero el Vacu-Vin era de plástico -dijo Stephen-. Ronnie hizo el suyo de latón, el muy estúpido. Cualquiera podría haberle dicho que los metales reaccionan con el vino.

– Tú mismo dijiste entonces que era una idea inteligente, ¿no?

– Sí, pero no habría invertido en ningún negocio que dirigiera Ronnie. Lo hice dos veces y las dos veces se fue a pique. -Se encogió de hombros-. Para que un negocio funcione hace falta más que una buena idea. -Miró su reloj y pareció un poco nervioso.

– Señor y señora Klinger -dijo Bella-, ¿sabían ustedes que Lorraine había recibido una cantidad de dinero importante unos meses antes de que, al parecer, decidiera acabar con su vida?

Sue negó enérgicamente con la cabeza.

– Imposible. Yo habría sido la primera en saberlo. Ronnie la dejó en un lío terrible, a la pobre. Tuvo que volver a trabajar en Gatwick. No le concedían ningún crédito por todos los juicios que había contra Ronnie, ni siquiera pudo reunir dinero suficiente para comprarse un coche. Una vez incluso le dejé algunos cientos de libras para que pudiera apañárselas.

– Bueno, tal vez esto les pille por sorpresa a ambos -dijo Glenn-, pero Ronnie Wilson había contratado un seguro de vida con Norwich Union que pagó algo más de un millón y medio de libras a Lorraine Wilson en marzo de 2002.

Su sorpresa era palpable. Luego Branson la acentuó.

– Además, en julio de 2002, la señora Wilson recibió un pago de casi dos millones y medio de dólares del fondo de compensación del 11-S. Alrededor de un millón setecientas cincuenta mil libras al cambio en aquel entonces.

Hubo un silencio largo.

– No me lo creo. No me lo creo, lo siento… -Sue negó con la cabeza-. Sé que cuando desapareció los policías que vinieron a hablar con nosotros no parecían del todo convencidos de que se hubiera suicidado saltando del barco. No nos dijeron por qué. Tal vez supieran algo que nosotros no sabíamos. Pero Stephen y yo, y todos sus amigos, estábamos convencidos de que había muerto y nadie ha vuelto a saber nada de ella.

– Si lo que dicen es verdad, eso… -Stephen Klinger calló a media frase.

– Lo retiró todo en metálico, en distintas cantidades, entre el momento en que recibió el dinero y su desaparición en noviembre de 2002 -dijo Bella.

– ¿En metálico? -repitió Stephen Klinger.

– ¿Saben ustedes si los Wilson, o Ronnie más probablemente, estaban siendo chantajeados por alguien? -preguntó Glenn.

– Lorraine y yo estábamos muy unidas -dijo Sue-. Creo que me lo habría dicho, ya sabe, que habría confiado en mí.

«¡Como confió en usted para contarle lo de los tres millones doscientas cincuenta mil libras!», pensó Glenn.

De repente, Stephen Klinger levantó un dedo.

– Hay una cosa… Es posible que Ronnie le hubiera enseñado. Le gustaba comerciar con sellos.

– ¿Sellos? -dijo Glenn-. ¿Sellos de correos, quiere decir?

Stephen asintió.

– De los caros. Siempre los cambiaba por dinero. Creía que de esta forma a Hacienda le costaría más trabajo controlarle.

– Más de tres millones de libras serían muchísimos sellos -dijo Bella.

Stephen negó con la cabeza.

– No necesariamente. Recuerdo que un día en un pub Ronnie abrió su cartera y me enseñó un sello, protegido con papel de seda, por el que había pagado cincuenta mil libras. Creía que tenía un comprador dispuesto a pagarle sesenta mil por él. Pero conociendo su mala suerte, seguramente acabó sacando cuarenta mil.

– ¿Tiene idea de dónde comerciaba el señor Wilson con sus sellos?

– Hay algunos comerciantes locales con los me dijo que trabajaba para cosas pequeñas. Sé que a veces iba a un lugar llamado Hawkes en Queen's Road. Y a uno o dos sitios en Londres, y también en Nueva York. Ah, sí, y solía hablar de un comerciante importante que trabaja desde casa… No recuerdo su nombre, sólo que estaba en la esquina de Dyke Road. Alguien de Hawkes podrá decirle cómo se llama.

Glenn apuntó la información.

– Lo que sí me comentó es que se trataba de un mundo muy pequeño en las altas esferas del negocio. Si un comerciante conseguía una gran venta, el resto se enteraban. Así que si Lorraine se gastó todo ese dinero en sellos, alguien se acordará.

– Y si los vendió, supongo que también habrá alguien que se acuerde -dijo Bella.

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