Octubre de 2007
Poco antes de las siete de la tarde, Cassian Pewe conducía su Opel Astra verde oscuro a través del embate del viento y la oscuridad de neón de la carretera de la costa que bordeaba los acantilados. Pasó por dos minirrotondas y entró en Peacehaven, luego continuó un kilómetro y medio más por interminables calles de tiendas, la mitad de ellas agencias inmobiliarias, al parecer, el resto locales de comida rápida con decoración estridente. Le recordó las afueras de las ciudades pequeñas de Estados Unidos que había visto en el cine.
Como no conocía esta zona situada a unos kilómetros al este de Brighton, se dejaba guiar por la voz femenina de su GPS. Ahora, después de dejar atrás Peacehaven, seguía a una autocaravana que avanzaba lentamente por la colina llena de curvas que llevaba a Newhaven. La mujer del navegador le indicó que siguiera recto durante ochocientos metros más. Entonces su móvil sonó en el dispositivo de manos libres.
Miró la pantalla, vio que era Lucy, su novia, y alargó la mano para contestar.
– Hola, cariño -la saludó con voz melosa-. ¿Cómo está mi ángel precioso?
– ¿Tienes puesto el manos libres? -preguntó ella-. Suenas como un robot.
– Lo siento, cielo. Estoy conduciendo.
– No me has llamado -dijo ella. Sonaba dolida y un poco enfadada-. Ibas a llamarme esta mañana, para lo de esta noche.
A Lucy, que vivía y trabajaba en Londres de secretaria personal del gerente de un fondo de cobertura, no le había impresionado el reciente traslado a Brighton de Cassian. Muy probablemente, pensaba éste, porque no la había invitado a mudarse con él. Siempre mantenía las distancias con las mujeres con quienes salía, rara vez las llamaba cuando decía que lo haría y a menudo cancelaba las citas en el último momento. La experiencia le había enseñado que ésa era la mejor forma de tenerlas donde él quería.
– Ángel mío, he estado muuuuy ocupado -volvió a utilizar su voz melosa-. No he tenido un momento libre. Llevo todo el día de reunión en reunión.
«Gire a la izquierda a ciento cincuenta metros», le indicó la voz de mujer del GPS.
– ¿Quién es ésa? -preguntó Lucy con desconfianza-. ¿Quién está en el coche contigo?
– Es el navegador, cielo.
– Bueno, ¿vamos a quedar esta noche o no?
– Creo que esta noche no será posible, ángel. Me han asignado un caso urgente. Podría ser el comienzo de una investigación de asesinato importante, con algunas consecuencias desagradables dentro de la policía local de aquí. Creían que yo era el hombre adecuado para ello, dada mi experiencia en la Met.
– ¿Y después?
– Bueno… Si cogieras el tren, quizá podríamos cenar aquí a última hora. ¿Qué te parece?
– ¡Ni pensarlo, Cassian! Tengo que estar en el despacho a las siete menos cuarto de la mañana.
– Sí, bueno, sólo era una idea -contestó él.
Estaba cruzando el puente de Newhaven. Delante de él apareció un aluvión de señales: una para el ferry del Canal, otra para Lewes. Luego, aliviado, vio un cartel que señalaba Seaford, su destino.
«Gire la segunda a la izquierda», dictó el navegador.
Pewe frunció el ceño. Estaba seguro de que la señal de Seaford indicaba seguir recto.
– ¿Quién era ésa? -preguntó Lucy.
– El GPS otra vez -contestó él-. ¿No vas a preguntarme cómo me ha ido el primer día en el departamento de investigación criminal de Sussex?
– ¿Qué tal te ha ido? -preguntó ella de mala gana.
– En realidad, ¡me han concedido una especie de ascenso! -contestó.
– ¿Ya? Creía que dejar la Met ya era un ascenso. Pasar de inspector jefe a comisario.
– Ahora es mejor. Me han puesto a cargo de todos los casos sin resolver, y eso incluye todos los casos no resueltos de personas desaparecidas.
Lucy no dijo nada.
Cassian giró a la izquierda.
El mapa de la carretera desapareció de la pantalla del GPS. Entonces, la voz le ordenó:
«Realice un cambio de sentido.»
– Mierda -dijo Cassian.
– ¿Qué pasa?-preguntó Lucy.
– Mi navegador no sabe dónde estoy.
– Estoy de acuerdo con ella -dijo Lucy.
– Tendré que llamarte luego, ángel mío.
– ¿Quién habla, tú o tu navegador?
– Oh, ¡muy graciosa!
– Te sugiero que la invites a una bonita cena romántica. -Lucy colgó.
Diez minutos después, el navegador se había orientado otra vez y lo llevó a la dirección que estaba buscando en Seaford, una ciudad costera tranquila y residencial a unos kilómetros de Newhaven. Escudriñando la oscuridad para ver los números de las puertas, se detuvo delante de una casa pareada pequeña, de paredes rugosas sin nada destacable. En la entrada había aparcado un Nissan Micra.
Encendió la luz interior, comprobó el nudo de la corbata, se arregló el pelo, bajó del coche y lo cerró. Una ráfaga de viento le alborotó el pelo al instante mientras corría por el sendero del jardín bien cuidado que llevaba a la puerta. Encontró el timbre y lo pulsó, maldiciendo que no hubiera porche. Se oyó una sola campanada bastante fúnebre.
Al cabo de unos momentos la puerta se abrió unos centímetros y una mujer -de unos sesenta y pocos años, calculó- lo miró con recelo desde detrás de unas gafas bastante austeras. Veinte años atrás, con un peinado mejor y sin las arrugas gruesas producto de la preocupación que surcaban su rostro, pudo ser bastante atractiva, pensó. Ahora, con el pelo entrecano, un jersey ancho naranja que la envolvía toda, pantalones marrones de poliéster y playeras, miró a Pewe como una de esas señoras aguerridas, británicas hasta la médula, que atienden los puestos de los mercados benéficos de la parroquia.
– ¿La señora Margot Balkwill? -preguntó Pewe.
– ¿Sí? -dijo la mujer sin convicción y algo recelosa.
Él le enseñó su placa.
– Soy el comisario Pewe del Departamento de Investigación Criminal. Siento molestarla, pero me preguntaba si podría hablar un momento con usted y su marido sobre su hija Sandy.
La mujer abrió la boca pequeña y redonda y reveló unos buenos dientes amarillentos por la edad.
– ¿Sandy? -repitió, asombrada.
– ¿Está su marido?
Margot Balkwill pensó en la pregunta unos momentos, como una maestra a quien un alumno ha cogido por sorpresa.
– Bueno, sí, sí está. -Dudó un instante, luego le indicó que pasara.
Pewe pisó un felpudo que decía BIENVENIDOS y accedió a un recibidor pequeño y sin muebles que olía ligeramente a asado y más intensamente a gato. Oyó las voces de un culebrón televisivo.
La mujer cerró la puerta y luego gritó, con cierta timidez:
– ¡Derek! Tenemos visita. Un policía. Un inspector.
Arreglándose el pelo otra vez, Pewe la siguió a un salón pequeño y limpísimo. Había un sofá y dos sillones de velvetón marrón con una mesita de café de cristal delante, alrededor de un televisor antiguo de pantalla cuadrada en el que dos actores que le resultaban vagamente familiares discutían en un pub. Encima del aparato había una fotografía enmarcada de una chica rubia y atractiva de unos diecisiete años, que sin lugar a dudas era Sandy, por las fotos que Pewe había examinado esta tarde en los expedientes.
Al fondo de la pequeña sala, junto a una vitrina victoriana horrible llena de platos azules y blancos con motivos chinos, un hombre estaba sentado a una mesa pequeña cubierta de páginas de periódico cuidadosamente dobladas, montando la maqueta de un avión. Tablas de madera de balsa, ruedas y trozos del tren de aterrizaje, una torreta y otros objetos pequeños que Pewe no pudo identificar de inmediato descansaban a cada lado del avión, que estaba inclinado hacia arriba sobre una pequeña base, como si ascendiera después de despegar. La habitación olía a pegamento y pintura.
Los ojos de lince de Pewe exploraron rápidamente el resto de la sala: una chimenea eléctrica encendida, un equipo de música que parecía funcionar con vinilos en lugar de CD y fotografías por todas partes de Sandy a distintas edades, desde sus primeros años hasta los veinte. Una, ocupando un lugar de honor sobre la repisa de la chimenea, era una fotografía de la boda de Roy Grace y Sandy. Ella llevaba un vestido blanco largo y un ramo en la mano. Grace, más joven y con el pelo más largo que ahora, vestía un traje gris oscuro y una corbata plateada.
El señor Balkwill era un hombre corpulento de hombros anchos que parecía haber tenido un físico poderoso en su día, antes de ajarse. Tenía el pelo ralo y gris peinado hacia atrás a cada lado de la calva y una papada fofa que desaparecía en los pliegues de un jersey de cuello alto multicolor parecido al de su mujer, como si los hubiera tejido ella. El hombre se levantó con los hombros redondos y caídos, como vencido por la vida, y se acercó sin prisa hacia el principio de la mesa. Debajo del suéter, que le llegaba casi hasta las rodillas, llevaba unos pantalones grises anchos y sandalias negras.
Un gato atigrado gordo, que parecía tan viejo como ellos, salió de debajo de la mesa, miró a Pewe, arqueó la espalda y se marchó de la sala.
– Derek Balkwill -dijo en voz baja, casi con timidez. Tenía una voz que parecía mucho más débil que su cuerpo. Extendió su mano grande y le dio un apretón fuerte a Pewe que le sorprendió y dolió.
– Soy el comisario Pewe -contestó con una mueca-. Me preguntaba si podría hablar un momento con usted y su mujer sobre Sandy.
El hombre se quedó paralizado. El poco color que tenía desapareció de su rostro ya pálido de por sí y Pewe vio que las manos le temblaban ligeramente. Durante un instante horrible, se preguntó si el hombre estaba sufriendo un ataque al corazón.
– Voy a apagar el horno -dijo Margot Balkwill-. ¿Le apetece una taza de té?
– Sería perfecto -dijo Pewe-. Con limón, si tiene.
– ¿Trabaja usted con Roy? -le preguntó la mujer.
– Sí, así es. -Pewe siguió mirando a su marido, preocupado.
– ¿Cómo está?
– Bien. Ocupado en una investigación de asesinato.
– Siempre está ocupado -dijo Derek Balkwill, que parecía un poco más tranquilo-. Trabaja mucho.
Margot Balkwill salió de la sala.
Derek señaló el avión.
– Es un Lancaster.
– ¿De la Segunda Guerra Mundial? -respondió Pewe, intentando parecer informado.
– Tengo más arriba.
– ¿Sí?
Esbozó una sonrisa tímida.
– Tengo un Mustang P45, un Spit, un Hurricane, un Mosquito y un Wellington.
Se hizo un silencio incómodo. En la pantalla del televisor dos mujeres hablaban ahora de un traje de boda. Entonces Derek señaló el Lancaster.
– Mi padre los pilotaba. Realizó setenta y cinco misiones. ¿Conoce el escuadrón Dambusters? ¿Ha visto la película?
Pewe asintió.
– Fue uno de ellos. Uno de los que volvió. Uno de los pocos.
– Era piloto.
– Artillero de cola. Ametralladora Charlie, le llamaban.
– Un tipo valiente -dijo Pewe educadamente.
– En realidad no. Sólo cumplía con su deber. Después de la guerra se volvió un hombre amargado. -Luego, tras unos instantes, añadió-: La guerra jode a la gente, ¿lo sabía?
– Me lo imagino.
Derek Balkwill negó con la cabeza.
– Nadie puede imaginárselo. ¿Hace mucho que es policía?
– En enero hará diecinueve años.
– Igual que Roy.
Cuando su mujer regresó con una bandeja con té y galletas, Derek Balkwill jugó con el mando a distancia y silenció el televisor sin apagar la imagen. Los tres se acomodaron, Pewe en un sillón y los Balkwill en el sofá.
El comisario cogió su taza, sujetando el asa minúscula con sus dedos de uñas perfectas, sopló el té, bebió un sorbo y volvió a dejarlo sobre la mesa.
– Me acaban de trasladar de la Met, en Londres, al Departamento de Investigación Criminal de Sussex -explicó-. Me han asignado la revisión de los casos sin resolver. No sé cómo decirlo con delicadeza, pero he estado repasando los expedientes de las personas desaparecidas y creo que la desaparición de su hija no ha sido investigada adecuadamente.
Se reclinó y abrió los brazos.
– Con eso quiero decir, sin poner a Roy en entredicho, por supuesto… -vaciló, hasta que recobró la seguridad para continuar al ver que ambos asentían con la cabeza-. Como observador totalmente imparcial que soy, me parece que Roy Grace está demasiado involucrado emocionalmente para llevar a cabo una revisión imparcial de la investigación original sobre la desaparición de su esposa. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo de té-. Me preguntaba si ustedes tenían algún punto de vista al respecto.
– ¿Sabe Roy que está aquí? -preguntó Derek Balkwill.
– Llevo a cabo una investigación independiente -dijo Pewe para evitar contestar.
La madre de Sandy frunció el ceño, pero no dijo nada.
– No veo qué tendría de malo -respondió al final su marido.