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13 de septiembre de 2001


Nada en su vida había preparado a Ronnie para la devastación que se extendía delante de él mientras caminaba desde la estación de metro hasta los alrededores del World Trade Center. Pensaba que tenía cierta idea de lo que podía esperarle por todo lo que había visto el martes con sus propios ojos y en televisión posteriormente, pero lo que se encontró ahora le horrorizó.

Era mediodía pasado. La resaca de su sesión de alcohol de ayer con Boris no ayudaba y el olor a aire polvoriento le mareaba mucho. Era la misma peste fétida con la que se había despertado en Brooklyn los dos últimos días, pero mucho más fuerte aquí. Una hilera de vehículos militares y de emergencia avanzaba lentamente por la calle. A lo lejos gimió una sirena y había una cacofonía constante de rugidos y vibraciones de los helicópteros, que parecía que volaban sólo unos centímetros por encima de los rascacielos que lo flanqueaban.

Al menos el tiempo que había invertido en su «nuevo mejor amigo» no había sido en vano. En realidad, comenzaba a verle como su Chico Para Todo. El falsificador que Boris le había recomendado vivía sólo a diez minutos a pie de su nuevo hogar. Ronnie pensó que entraría en un local deprimente en un barrio marginal y encontraría a un viejo arrugado con un ocular y dedos manchados de tinta. Pero en su lugar, en un despacho elegante y desabrido en un edificio sin ascensor, se reunió con un ruso atractivo, de no más de treinta años, muy agradable y vestido con un traje muy caro, que bien podría haber sido un banquero o un abogado.

Por cinco mil dólares, el cincuenta por ciento por adelantado, que Ronnie le entregó, iba a proporcionarle el pasaporte y el visado que quería. Lo que le dejaba con unos tres mil dólares; suficiente para arreglárselas por un tiempo, si iba con cuidado. Era de esperar que el mercado de los sellos se recuperara pronto, aunque hoy las bolsas de todo el mundo seguían cayendo en picado, según las noticias de la mañana.

Pero todo aquello era pura bagatela comparado con las riquezas que le aguardaban si su plan tenía éxito.

Un poco más adelante un punto de control bloqueaba la calle, la barrera levantada para que pasara el convoy de vehículos. Lo operaban dos soldados jóvenes que estaban mirando en dirección a Ronnie. Llevaban casco y el uniforme de combate, lleno de polvo, y sostenían su metralleta en una postura agresiva, como si planearan encontrar pronto algo a lo que disparar en esta nueva guerra contra el terrorismo.

Una multitud de personas que parecían turistas, entre los que había un grupo de adolescentes japoneses, estaba de pie observando y tomando fotografías de casi todo: los escaparates cubiertos de polvo, los papeles y copos de ceniza amontonados hasta la altura del tobillo en algunos lugares de la calle. Parecía que todavía había más polvo gris que el martes, pero los fantasmas eran menos grises. Hoy parecían más personas. Personas en estado de shock.

Una mujer de unos treinta y muchos años de pelo castaño enmarañado y apelmazado, que llevaba un vestido ancho y chanclas y las mejillas llenas de lágrimas, entraba y salía de la muchedumbre, mostrando la fotografía de un hombre atractivo y alto con camisa y corbata, sin decir nada, sólo mirando a cada persona con quien se cruzaba, implorándoles en silencio una señal que indicara que lo habían reconocido. «Sí, recuerdo a ese tipo, lo vi, estaba bien, caminaba hacia…»

Justo antes de llegar a la posición de los soldados, vio a su izquierda una valla publicitaria con decenas de fotografías pegadas. La mayoría eran primeros planos de caras, algunas sobre un fondo de barras y estrellas. Estaban envueltas en celofán transparente para protegerlas de la lluvia y todas llevaban un nombre y mensajes escritos a mano. El más común era: ¿Has Visto A Esta Persona?

– Lo siento, señor, no puede pasar. -La voz era educada pero firme.

– He venido a trabajar en los escombros -dijo Ronnie, fingiendo acento estadounidense-. He oído que hacen falta voluntarios. -Miró a los soldados con curiosidad, echando un vistazo con cautela a las armas. Luego, con voz entrecortada, dijo-: Tenía familia… En la Torre Sur, el martes.

– Tú y casi todo Nueva York, amigo -dijo el mayor de los soldados. Sonrió a Ronnie, una especie de sonrisa de impotencia que decía: «Estamos todos juntos en esta mierda».

Una pala excavadora, seguida de un bulldozer, cruzó la barrera con gran estruendo.

El otro soldado señaló calle abajo con el dedo.

– Gira a la izquierda, la primera a la izquierda, y verás un grupo de tiendas de campaña. Allí te equiparán y te dirán lo que debes hacer. Suerte.

– Sí -dijo Ronnie-. Lo mismo digo.

Se agachó para pasar por debajo de la barrera y, al cabo de unos pasos más, toda la panorámica de la zona devastada comenzó a abrirse ante él. Le recordó a las fotografías que había visto de Hiroshima tras la bomba atómica.

Giró a la izquierda, no sabía muy bien dónde se encontraba, y siguió caminando por la calle. Luego, delante de él, el Hudson apareció de repente y justo al lado del río vio todo un campamento provisional de puestos y tiendas de campaña junto a una zona enorme de escombros.

Pasó por delante de un coche deportivo volcado boca abajo. Una chaqueta de bombero hecha trizas descansaba en el suelo cerca de él, las franjas amarillas sobre el uniforme gris, vacío, cubierto de polvo. Una manga estaba arrancada y yacía a cierta distancia. Un bombero con una camiseta azul polvorienta, sentado sobre un pequeño montículo de escombros, se sujetaba la cabeza con una mano, una botella de agua en la otra. Parecía que ya no podía soportarlo más.

En un respiro momentáneo de los helicópteros, Ronnie escuchó sonidos nuevos: el rugido de la maquinaria de elevación, los quejidos de las fresas cónicas de ángulo, las perforadoras, los bulldozers, y el trino, aullido y chillido interminables de los teléfonos móviles. Vio una hilera de personas, muchas con uniforme y casco, que entraba en un grupo de tiendas de campaña. Otras hacían cola en los puestos hechos con mesas de caballetes. Aquí también había olores nuevos, a pollo asado y hamburguesas.

Aturdido, se encontró de repente haciendo cola, después de pasar por un puesto donde alguien le había dado un botellín de agua. En el siguiente puesto recibió una mascarilla. Luego entró en una tienda de campaña, donde un tipo sonriente de pelo largo con aspecto de hippy trasnochado le entregó un casco azul, una linterna y unas pilas de recambio.

Tras guardarse la gorra de béisbol en el bolsillo, Ronnie se puso la mascarilla y luego el casco. Pasó por otro puesto, donde rechazó los calcetines, la ropa interior y las botas de trabajo que le ofrecieron y salió por la entrada trasera. Luego, siguió a la fila de gente por delante de la estructura ennegrecida de un edificio. Un agente del departamento de policía de Nueva York que llevaba un casco y un chaleco antipuñaladas azul mugriento pasó montado en un tractor verde, arrastrando lo que parecían bolsas de plástico para cadáveres.

Más allá de un árbol frondoso quemado, Ronnie vio un pájaro sobrevolando una estructura. Era la pared enorme de un edificio que se elevaba torcida en un ángulo inestable, como la torre inclinada de Pisa. No quedaba ni un cristal en las ventanas, que por lo demás estaban intactas, y los cuarenta o cincuenta pisos de oficinas que debían verse a su lado habían desaparecido, se habían derrumbado.

Ronnie caminó tambaleándose sobre los techos de los coches patrulla aplastados y luego por el vientre de un coche de bomberos medio enterrado. De vez en cuando sonaba un teléfono móvil en algún lugar debajo de los cascotes. Equipos pequeños de personas cavaban frenéticamente y gritaban. Había adiestradores de perros repartidos aquí y allí, con pastores alemanes, labradores, rottweilers y otras razas que no reconoció tirando de sus correas, olisqueando.

Siguió avanzando, dejando atrás una silla giratoria cubierta de polvo, con una chaqueta de mujer igual de polvorienta colgada del respaldo. Del asiento pendía el cable del auricular de un teléfono.

Vio algo que brillaba. Miró con más detenimiento y vio que era una alianza. Cerca había un reloj de muñeca aplastado. Cadenas de personas iban sacando escombros, pasándolos a quien tenían detrás. Se hizo a un lado, observando, asimilando todo aquello, intentando comprender la pauta de lo que estaba ocurriendo. Al final, se dio cuenta de que no había ninguna: sólo había personas con uniforme por los lados, sosteniendo bolsas de basura negras enormes a los que la gente llevaba las cosas que encontraba.

Delante de él vio lo que al principio le pareció una figura de cera rota. Luego se dio cuenta, con repugnancia, que se trataba de una mano humana seccionada. Notó que el desayuno le subía por la garganta. Se dio la vuelta, bebió un trago de agua y notó que el polvo seco se disolvía en su boca.

Se fijó en un cartel pintado en letras rojas sobre una valla publicitaria al borde de la zona devastada. Decía: Dios bendiga A Los Bomberos Y Policías De Nueva York.

Volvió a ver todo tipo de personas con cara de agotamiento tropezándose por el perímetro del lugar y mostrando fotografías. Hombres, mujeres, niños, algunos muy pequeños, se mezclaban con todos los miembros uniformados de los distintos servicios de rescate, que llevaban cascos, mascarillas, máscaras de oxígeno.

Pasó por delante de una cruz quemada mientras se concentraba en mantener el equilibrio sobre una masa que se movía bajo sus pies. Vio una grúa doblada que parecía un Tiranosaurus Rex muerto. Y dos hombres con batas verdes de cirujano. Pasó por delante de un policía que llevaba un casco azul con una lámpara de minero y lo que parecían herramientas de escalada colgadas del cinturón. Vio que penetraba en los escombros con una esmeriladora angular motorizada.

Una bandera estadounidense sobresalía inclinada de los cascotes, como si alguien acabara de conquistar el lugar.

Reinaba un caos total y absoluto.

Era perfecto, pensó Ronnie.

Giró la cabeza. La larga fila de personas se extendía, infinita, detrás de él. Salió de ella, dejó que continuara su camino y siguió alejándose. Luego, disimuladamente, y un poco arrepentido, dejó caer el móvil entre los escombros y lo hundió. Lo pisoteó y avanzó unos pasos. Sacó la cartera de la chaqueta y la revisó, retiró los billetes y se los guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Dejó dentro sus cinco tarjetas de crédito, su tarjeta de socio del RAC, su tarjeta de socio del Club del motor de Brighton y Hove y, después de pensarlo unos momentos, también su carné de conducir.

Sin estar seguro de si aquí podía fumar o no, se puso discretamente un cigarrillo entre los labios, sacó el encendedor y protegió la llama con las manos. Pero en lugar de prender el pitillo, comenzó a quemar las esquinas de la cartera. Luego también la dejó caer entre los escombros y la pisoteó, con fuerza.

Entonces se encendió el cigarrillo y fumó agradecido. Cuando se lo acabó, se agachó y cogió la cartera. Luego volvió sobre sus pasos y recogió el móvil. Los llevó hasta uno de los depósitos provisionales para los objetos recuperados.

– He encontrado esto -dijo.

– Échalo en la bolsa. Se revisará todo -le dijo una mujer policía.

– Puede que ayuden a identificar a alguien -explicó, para asegurarse.

– Para eso estamos aquí -le tranquilizó ella-. Tenemos muchos desaparecidos desde el martes. Muchos.

Ronnie asintió.

– Sí. -Luego, para asegurarse otra vez, señaló la bolsa-. ¿Alguien va a registrarlo todo?

– Por supuesto. Va a registrarse todo, cielo. Cada artículo, cada zapato, cada hebilla de cinturón. Cualquier cosa que encuentres nos la traes. Todos tenemos familiares ahí… En alguna parte -contestó la policía, señalando ampliamente la devastación que se extendía ante ellos-. Todas las personas de esta ciudad tienen a un ser querido aquí.

Ronnie asintió con la cabeza y se alejó. Había sido mucho más fácil de lo que pensaba.

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