Octubre de 2007
Ahora el ascensor parecía vivo, como una criatura sobrenatural. Cuando Abby respiraba, el aparato suspiraba, crujía, gemía. Cuando ella se movía, se balanceaba, retorcía, mecía. Tenía la boca y la garganta secas; notaba la lengua y el interior de la boca como si fuera un papel secante que absorbía al instante cada gota minúscula de saliva que producía.
Una corriente fría y persistente le soplaba en la cara. Hurgó en la oscuridad buscando el cursor de su teléfono móvil, luego lo pulsó para activar la luz de la pantalla. Lo hacía cada pocos minutos, para comprobar si había señal y para aportar un rayo pequeño pero desesperadamente bienvenido a su celda inestable y bamboleante.
No había señal.
La hora en la pantalla marcaba las 13.32.
Intentó llamar al 112 una vez más, pero la señal débil había desaparecido.
Con un escalofrío, volvió a leer el mensaje que había recibido: Sé dónde estás.
A pesar de que el remitente había ocultado su número, sabía quién era; sólo había podido enviarlo una persona. ¿Pero cómo había conseguido su teléfono? Aquello era lo que la preocupaba de verdad. «¿Cómo diablos sabes mi número?»
Era un móvil de tarjeta que había pagado en efectivo. Había visto suficientes series policiacas en televisión como para saber qué era lo que hacían los criminales para impedir que rastrearan sus llamadas; eran los teléfonos que utilizaban los traficantes de droga. Lo había comprado para estar en contacto con su madre, que ahora vivía en el cercano Eastbourne, para saber si se encontraba bien mientras fingía ante ella que seguía en el extranjero y estaba perfectamente. Casi igual de importante era que el teléfono le permitía estar en contacto con Dave y, de vez en cuando, mandarle fotos. Resultaba difícil estar separada tanto tiempo de alguien a quien amabas.
De repente le asaltó un pensamiento: ¿habría ido a visitar a su madre? Pero aunque lo hubiera hecho no habría conseguido su número. Siempre tenía cuidado y lo ocultaba. Además, cuando la llamó ayer, su madre no comentó nada y parecía estar bien.
¿La habría seguido, habría visto dónde había comprado el móvil y habría conseguido así el número? No. Imposible. Lo adquirió en una tienda pequeña en un callejón junto a Preston Circus, donde pudo asegurarse doblemente de que nadie la observaba. Al menos lo mejor que pudo.
¿Estaba ahora en el edificio? ¿Y si era el responsable de que estuviera atrapada aquí dentro y estaba utilizando el tiempo para entrar en su piso…? ¿Y si estaba ahora en el piso, registrándolo?
¿Y si encontraba…?
Era improbable.
Volvió a mirar la pantalla.
Las palabras la asustaron más y más. El miedo se arremolinaba en su interior. Se levantó presa del pánico, volvió a pulsar el cursor cuando la luz se apagó e introdujo los dedos en la ranura entre las puertas por millonésima vez, intentando abrirlas con todas sus fuerzas, llorando de frustración.
No se movieron.
«Por favor, por favor, abríos. Dios mío, abríos, por favor.»
El ascensor volvió a balancearse enérgicamente. Le vino a la mente la imagen fugaz de unos submarinistas en una jaula contra tiburones con un gran tiburón blanco golpeando los barrotes. Así era él: un gran tiburón blanco, un depredador frío e insensible. Debía de estar loca cuando aceptó hacer esto, decidió.
Si en algún momento de su vida le había faltado la determinación para triunfar y habría regalado de buena gana todo lo que tenía para dar marcha atrás en el tiempo, era ahora.