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Octubre de 2007


La anciana empezaba a ser un problema mayor de lo que había imaginado. Ricky estaba en la minúscula cocina del edificio de madera que funcionaba como vestuario del club de tenis y baños y duchas del cámping.

La mujer llevaba ya quince minutos en el retrete.

Ricky salió por la puerta a la lluvia que caía a cántaros. Comenzaba a pensar que matarla tal vez fuera la mejor opción y, ansioso, miró a través del campo hacia la autocaravana holandesa. Detrás de las cortinas corridas, las luces estaban encendidas. Sólo esperaba con todas sus fuerzas que nadie decidiera salir y utilizar estas instalaciones mientras ella se encontrara dentro, aunque tenía la seguridad de que sus amenazas la tenían lo bastante asustada como para no decir nada a nadie o cometer alguna estupidez.

Transcurrieron cinco minutos más. Volvió a mirar su reloj: eran las nueve y media. Habían pasado tres horas desde que Abby le había colgado el teléfono. Tres horas durante las que ella habría pensado en lo ocurrido. ¿Estaría entrando en razón?

Ahora sería un buen momento, decidió.

Abrió la tapa del móvil y envió a Abby la fotografía que había tomado hacía un rato, de la cabeza de su madre asomando por la alfombra enrollada.

Añadió las palabras: «Cómoda y enrolladita en la alfombrita».

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