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Octubre de 2007


Abby Dawson había elegido este piso porque le parecía seguro. Al menos, tan seguro como le parecería cualquier otro lugar en estos momentos.

Aparte de la escalera de incendios de atrás, que sólo podía abrirse desde dentro, y una salida de incendios en el sótano, el edificio sólo tenía una entrada. Estaba ocho pisos más abajo y las ventanas le ofrecían una panorámica despejada de toda la calle.

Dentro, había convertido el piso en una fortaleza: bisagras reforzadas, blindajes de acero, tres cerraduras en la puerta y en la escalera de incendios situada al fondo del minúsculo lavadero y una cadena de seguridad doble. Cualquier ladrón que intentara introducirse aquí se iría a casa con las manos vacías. Salvo que condujera un tanque, nadie iba a entrar a menos que ella le invitara.

Pero como refuerzo, por si acaso, tenía un spray de pimienta Mace muy a mano, una navaja y un bate de béisbol.

Era irónico, pensó, que la primera vez en su vida que podía permitirse una casa lo bastante grande y lujosa como para recibir a invitados, tuviera que vivir sola, en secreto.

¡Y había tantas cosas de las que disfrutar allí dentro! El entarimado de roble, los enormes sofás color crema con sus cojines blancos y marrón chocolate, los cuadros modernos y perspicaces en las paredes, el sistema home cinema, la cocina de alta tecnología, las camas inmensas y deliciosamente cómodas, la calefacción debajo del suelo en el baño y el elegante servicio de invitados que todavía no había utilizado -al menos no para lo que estaba pensado.

Era como vivir en una de esas casas de diseño que solía codiciar cuando hojeaba las páginas de las revistas de moda. Cuando hacía buen tiempo, el sol entraba a raudales por la tarde y los días ventosos, como hoy, abría una ventana y podía saborear la sal en el aire y escuchar los chillidos de las gaviotas. A tan sólo unos doscientos metros del final de la calle, y del cruce con la concurrida Marine Parade de Kemp Town, estaba la playa. Podía caminar por ella kilómetros y kilómetros hacia el este o el oeste.

También le gustaba el barrio. Había tiendecitas cerca, que eran mucho más seguras que un supermercado grande porque siempre podía mirar primero quién había dentro. Bastaba con que sólo una persona la reconociera.

Sólo una.

El único punto negativo era el ascensor. Extremadamente claustrofóbica en el mejor de los casos, y más propensa que nunca últimamente a los ataques de pánico, a Abby nunca le había gustado montarse sola en un ascensor a menos que no tuviera más remedio. Y la cápsula inestable del tamaño de un ataúd vertical para dos personas que subía hasta su piso, y que se había quedado parado un par de veces en el último mes -por suerte con otra persona dentro-, era una de las peores que había utilizado en su vida.

Así que normalmente subía y bajaba a pie, hasta hacía dos semanas, cuando los obreros que reformaban el piso de abajo habían convertido la escalera en una carrera de obstáculos. Era un buen ejercicio, y si llevaba bolsas de la compra pesadas era fácil: las metía en el ascensor solas y ella subía por las escaleras. En las raras ocasiones en que se encontraba con alguno de sus vecinos, cogía el ascensor hombro con hombro con él. Pero la mayoría eran tan mayores que no salían demasiado. Algunos parecían tan viejos como la propia finca.

Los pocos inquilinos jóvenes, como Hassan, el sonriente banquero iraní que vivía dos pisos más abajo y que a veces organizaba fiestas que duraban toda la noche -y cuyas invitaciones siempre rechazaba educadamente- parecían estar fuera casi siempre, en algún otro lugar. Y los fines de semana, a menos que Hassan se hubiera quedado en casa, el ala oeste del edificio estaba tan silenciosa que parecía habitada sólo por fantasmas.

En cierto modo, ella también era un fantasma, lo sabía. Únicamente abandonaba la seguridad de su guarida de noche, con el pelo que en su día fue rubio y largo ahora muy corto y teñido de negro, gafas de sol y el cuello de la chaqueta subido. Era una extraña en esta ciudad donde había nacido y crecido, donde había trabajado en bares, ejercido de secretaria temporal, tenido novios y, antes de que le entrara el gusanillo de viajar, incluso fantaseado con formar una familia.

Ahora había regresado. A escondidas. Una desconocida en su propia vida. Desesperada por que nadie la reconociera. Volviendo la cara las pocas veces que se cruzaba con algún conocido o veía a un viejo amigo en un bar y tenía que marcharse de inmediato. Maldita sea, ¡qué sola se sentía!

Y tenía miedo.

Ni siquiera su propia madre sabía que había vuelto a Inglaterra.

Había cumplido 27 años hacía tres días y la fiesta de cumpleaños había sido fantástica, pensó con ironía. Tirada allí sola con una botella de Moét & Chandon, una película erótica en Sky y un vibrador con las pilas agotadas.

Solía estar orgullosa de su belleza natural. Rebosante de confianza, podía ir a cualquier bar, discoteca o fiesta y escoger a quien quisiera. Era buena conversadora, buena seductora, buena haciéndose la vulnerable, algo que había aprendido hacía tiempo que era lo que les gustaba a los hombres. Pero ahora era vulnerable de verdad, y no era nada divertido.

No era divertido ser una fugitiva.

Aunque no fuera para siempre.

En las estanterías, las mesas y el suelo del piso se amontonaban libros, CD y DVD comprados en Amazon y Play.com. Durante los dos últimos meses que llevaba huyendo había leído más libros y visto más películas y televisión que nunca. Ocupaba gran parte del resto del tiempo en un curso de español por Internet.

Había vuelto porque creía que aquí estaría a salvo. Dave estuvo de acuerdo en que éste era el único lugar donde él no se atrevería a asomar la cara. El único lugar del mundo. Pero no podía estar segura al cien por cien.

Tenía otra razón para regresar a Brighton, una parte importante de sus planes. La salud de su madre empeoraba poco a poco y tenía que encontrarle una residencia privada bien dirigida donde pudiera disfrutar de cierta calidad de vida los años que le quedaban. Abby no quería que acabara en una de esas horribles salas geriátricas de la Seguridad Social. Ya había localizado una casa preciosa en el campo, cerca de allí. Era cara, pero ahora podía permitirse mantener allí a su madre durante años. Lo único que tenía que hacer era pasar inadvertida un poquito más.

De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla y sonrió cuando vio de quién era. Lo único que la ayudaba a aguantar eran estos mensajes que recibía cada pocos días.

La ausencia debilita los amores pequeños y fortalece los grandes, igual que el viento apaga la vela y aviva la hoguera.

Se quedó pensando unos momentos. Uno de los beneficios de disponer de tanto tiempo libre era que podía navegar por Internet durante horas sin sentirse culpable. Le encantaba recopilar citas y envió una de las que había guardado.

El amor no es mirarse a los ojos. El amor es mirar juntos en la misma dirección.

Por primera vez en su vida había conocido a un hombre que miraba en la misma dirección que ella. Ahora mismo sólo era un nombre en un mapa, imágenes descargadas de la red, un lugar que visitaba en sueños. Pero pronto los dos irían allí de verdad. Sólo debía tener un poco más de paciencia. Los dos debían tenerla.

Cerró la revista The Latest, donde había estado mirando casas de ensueño, apagó el cigarrillo, apuró la copa de Sauvignon e inició sus comprobaciones antes de salir de casa.

Primero se acercó a la ventana y miró a través de las persianas a la amplia hilera de casas estilo Regencia. El resplandor sódico de las farolas inundaba de naranja todas las sombras. Estaba lo bastante oscuro y el viento huracanado otoñal mandaba ráfagas de lluvia contra las ventanas con la fuerza de un perdigón. De niña, le asustaba la oscuridad. Ahora, irónicamente, hacía que se sintiera segura.

Conocía todos los coches que aparcaban regularmente en ambas aceras, con sus pegatinas de estacionamiento para residentes. Examinó cada uno con la mirada. Antes era incapaz de distinguir una marca de otra, pero ahora las conocía todas. El Golf GTI negro, mugriento y lleno de cagadas de pájaro; el monovolumen Ford Galaxy de la pareja que vivía con sus gemelos llorones en un piso al otro lado de la calle y que parecía pasarse la vida cargando bolsas de la compra y cochecitos plegables escaleras arriba y abajo; el Toyota Yaris pequeño y extraño; un Porsche Boxter antiguo que pertenecía a un joven que había decidido que era médico -seguramente trabajaba en el Royal Sussex County Hospital, que estaba cerca-; la furgoneta Renault blanca oxidada con los neumáticos desinflados y un cartel de SE vende escrito con tinta roja en un trozo de cartón marrón pegado a la ventanilla del copiloto. Había unos doce coches más a cuyos propietarios conocía de vista. Nada nuevo allí abajo, nada de qué preocuparse. Y no vio a nadie merodeando entre las sombras.

Apareció una pareja corriendo, los brazos en torno a un paraguas que amenazaba con doblarse hacia fuera en cualquier momento.

«Cerrar el pestillo de las ventanas del dormitorio, del cuarto de invitados, del baño, del salón comedor. Activar temporizadores en luces, televisión y radio de cada habitación. Pegar con Blu-Tack el hilo de coser, a la altura de la rodilla, de punta a punta del recibidor, justo delante de la puerta de entrada.

«¿Paranoica? Moi? ¡Como lo oyes!»

Descolgó el impermeable largo y el paraguas del perchero del vestíbulo estrecho, se acercó al umbral y observó por la mirilla. La recibió el resplandor amarillo pálido y frío del vestíbulo vacío.

Descorrió las cadenas de seguridad, abrió la puerta con cautela, salió y percibió al instante el olor a madera cortada. Cerró la puerta y giró las llaves en cada una de las tres cerraduras.

Luego, se quedó escuchando. Abajo, en algún lugar, en alguno de los otros pisos, sonaba un teléfono que nadie contestó.

Abby se estremeció mientras se ponía el impermeable ribeteado de borreguillo; todavía no se había acostumbrado a la humedad y el frío después de vivir años en un clima cálido. Todavía no se había acostumbrado a pasar un viernes por la noche sola.

El plan de hoy era ver una película, Expiación, en los multicines de la Marina, luego comer algo -quizá pasta- y, si reunía el valor suficiente, ir a un bar a tomar un par de copas de vino. Al menos así podía sentir el consuelo de mezclarse con otros seres humanos.

Iba vestida discreta, con unos vaqueros de diseño, botines y un jersey de cuello alto negro debajo del impermeable. Quería estar guapa, pero sin llamar la atención si acababa yendo a un bar. Abrió la puerta cortafuegos que daba a la escalera y vio para su desgracia que los obreros la habían dejado bloqueada para todo el fin de semana con placas de yeso y un montón de tablas de madera.

Los maldijo, sopesó si intentar pasar por en medio o no y luego, tras pensarlo mejor, pulsó el botón del ascensor y se quedó mirando la puerta metálica llena de rayones. Unos segundos después, oyó el ruido, las sacudidas y botes mientras el aparato subía obedientemente y llegaba a su piso con un sonido discordante. Entonces la puerta exterior se abrió con un golpe parecido a una pala allanando gravilla.

Entró y la puerta se cerró de nuevo con el mismo sonido, junto con las puertas dobles del ascensor, y quedó aprisionada. Olió el perfume de otra persona y el líquido limpiador de limón. El ascensor subió unos centímetros con una sacudida, tan violenta que Abby casi se cayó.

Y ahora, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de idea y salir, y mientras las paredes metálicas se cerraban sobre ella y un espejo pequeño, casi opaco, reflejaba un atisbo de pánico en su rostro prácticamente invisible, el ascensor descendió con brusquedad.

Abby estaba a punto de descubrir que acababa de cometer un grave error.

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