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Octubre de 2007


La azafata de vuelo estaba repasando las instrucciones de seguridad. Norman Potting se inclinó hacia Nick Nicholl, sentado junto a él en la parte trasera del 747, y dijo:

– Es todo una chorrada, este rollo de la seguridad.

El joven agente, a quien le aterraba volar pero no había querido reconocérselo a su jefe, se aferraba a cada palabra que salía de los altavoces. Alejando la cara para evitar la bocanada de mal aliento de Potting, miró hacia arriba para localizar exactamente de dónde caería la máscara de oxígeno.

– De la posición de impacto… ¿Sabes qué es lo que no te cuentan? -prosiguió Potting, sin inmutarse por la ausencia de reacción de Nicholl.

El agente negó con la cabeza mientras observaba y memorizaba el modo correcto de atar las cintas del chaleco salvavidas.

– Podría salvarte en algunas situaciones, lo reconozco. Pero lo que no te cuentan -dijo Potting- es que la posición de impacto contribuye a mantener intacta la mandíbula. Facilita mucho la identificación de todas las víctimas gracias a los historiales dentales.

– Muchas gracias -murmuró Nicholl, observando a la azafata, que ahora señalaba dónde se encontraba el silbato.

– En cuanto al chaleco salvavidas, tiene gracia, sí -siguió Potting-. ¿Sabes cuántas compañías aéreas civiles en toda la historia de la aviación han logrado realizar un amerizaje de emergencia con éxito?

Nick Nicholl estaba pensando en su mujer, Julie, y en su niño pequeño, Liam. Quizá no volviera a verlos nunca más.

– ¿Cuántas? -preguntó tragando saliva.

Potting juntó la punta del pulgar con la del dedo índice, formando un círculo.

– Cero. Ninguna. Niente. Ni una sola.

«Siempre hay una primera vez», pensó Nicholl, aferrándose con todas sus fuerzas a aquel pensamiento; aferrándose a él como si fuera una balsa salvavidas.

Potting se puso a leer una revista masculina que había comprado en el aeropuerto. Nicholl estudió la ficha plastificada con las instrucciones de seguridad, para comprobar la ubicación de las salidas más cercanas, y se alegró de ver que sólo estaban dos filas detrás de ellos. También se alegró de ver que estaba cerca de la parte trasera del avión; recordaba haber leído una noticia en el periódico sobre un desastre aéreo en el que la sección de cola se partió y todos los pasajeros de esa zona sobrevivieron.

– ¡Guaaaaau! -dijo Potting.

Nicholl miró abajo. Su compañero tenía la revista abierta por un desnudo desplegable. Una rubia de pechos enormes estaba tumbada con los brazos y las piernas abiertas sobre una cama con dosel, las muñecas y tobillos atados con tiras de terciopelo negro a los postes. Se había hecho la depilación brasileña en el vello púbico y los labios rosas de su vulva estaban bien expuestos, como si fueran los capullos de una flor colocados entre sus piernas.

Una azafata pasó a su lado, comprobando que los pasajeros se hubieran abrochado los cinturones. Se detuvo para mirar a Nicholl y Norman Potting y tuvo la inteligencia de seguir caminando.

Nick notó que le ardía la cara de vergüenza.

– Norman -susurró-, creo que deberías guardar eso.

– ¡Espero que veamos a algunas como ésta en Melbourne! -dijo Potting-. Podríamos hacer algo de deporte, tú y yo. Me gusta esa Bondi Beach.

– Bondi Beach está en Sydney, no en Melbourne. Y creo que has incomodado a la azafata con eso.

Potting pasó los dedos por las curvas de la chica.

– ¡Qué buena está, la tía!

La azafata estaba volviendo. Les lanzó a ambos una mirada rápida, bastante gélida, y siguió avanzando deprisa.

– Creía que eras un hombre felizmente casado, Norman -dijo Nicholl.

– El día que deje de mirar, chaval, ese día quiero que me lleven a un campo y me peguen un tiro -dijo. Sonrió y, para alivio de Nicholl, pasó la página. Pero sólo fue un alivio fugaz.

La página siguiente era mucho peor.

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