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Octubre de 2007


Mientras Glenn Branson volvía a su mesa después de la reunión de las 18.30 sobre la Operación Dingo, su móvil sonó. La identificación de llamadas mostraba un número de Brighton que no conocía.

– Sargento Branson -contestó. Reconoció de inmediato la voz elegante al otro lado.

– Oh, sargento, disculpe que le telefonee un poco tarde.

– No se preocupe, señor Hegarty. ¿En qué puedo ayudarle? -Glenn siguió caminando.

– ¿Le llamo en mal momento?

– En absoluto.

– Bueno, acaba de pasarme algo increíble -dijo Hugo Hegarty-. ¿Recuerda que cuando usted y su encantadora compañera volvieron esta tarde les di una lista? ¿Una lista con una descripción de todos los sellos que compré para Lorraine Wilson en 2002?

– Sí.

– Bueno, mire… Tal vez se trate sólo de una coincidencia extraña, pero llevo demasiado tiempo en éste negocio para creer que lo sea.

Glenn llegó a la puerta de la MIR Uno y entró.

– Siga.

– Acabo de recibir una llamada de una mujer, parecía joven y bastante nerviosa. Me ha preguntado si podría vender para ella una colección de sellos de alta calidad que tiene. Le he pedido que me diera los detalles y lo que me ha descrito es exacto, y quiero decir exacto exacto, a lo que compré para Lorraine Wilson. Menos algunos, que tal vez se vendieran por el camino.

Con el teléfono aún pegado a la oreja, Branson se acercó a su área de trabajo y se sentó, asimilando la importancia que tenía aquella información.

– ¿Está absolutamente convencido de que no se trata de una simple coincidencia, señor? -le preguntó.

– Bueno, la mayoría son planchas raras de sellos nuevos, deseables para todas las colecciones, además de algunos sellos individuales. Dudo que fuera capaz de recordar si los matasellos eran los mismos que hace cinco años. Pero para darle algún dato más, existen dos planchas 77 de Penny Reds. Creo que el último precio de venta alcanzó las ciento sesenta mil libras. Había varias planchas 11 de Penny Blacks, valen entre doce y trece mil libras cada una, es muy fácil negociar con ellos. Luego había una buena cantidad de Tuppenny Blues, además de un montón de otros sellos raros más. Podría ser una coincidencia si sólo tuviera uno o dos, pero ¿los mismos ejemplares y las mismas cantidades?

– Sí que suena un poco raro, señor.

– Para serle sincero -dijo Hegarty-, si hoy no hubiera revisado los archivos para recopilar esa lista para ustedes, dudo que hubiera recordado que coincidían con tanta exactitud.

– Parece que hemos tenido un golpe de suerte. Agradezco que nos lo haya contado. ¿Le preguntó dónde los había obtenido?

Hegarty bajó la voz, como si le pusiera nervioso que lo escucharan.

– Me ha dicho que los había heredado de una tía en Australia y que alguien que había conocido en una fiesta en Melbourne le había dicho que yo era uno de los comerciantes con quienes debía hablar.

– ¿Con usted en lugar de con alguien de Australia, señor?

– Ha dicho que le dijeron que conseguiría un precio mejor en Reino Unido o en Estados Unidos. Como iba a volver aquí para cuidar a su madre anciana, pensó que lo intentaría primero conmigo. Va a venir mañana por la mañana a las diez para enseñármelos. He pensado que podría hacerle algunas preguntas discretas.

Branson consultó sus notas.

– ¿Está interesado en comprarlos?

Mientras Hegarty contestaba, casi notó la contracción en los ojos del hombre.

– Bueno, ha dicho que le urgía vender, y normalmente es el mejor momento para comprar. No hay muchos comerciantes que dispongan del dinero suficiente para comprar esta partida de una tacada, sería más habitual dividirla en lotes para subastarlos. Pero querría asegurarme de que están todos certificados. No soportaría desembolsar esa cantidad de dinero y recibir una visita de ustedes unas horas después. Por eso les he llamado.

Naturalmente. Hugo Hegarty no era un ciudadano consciente de sus deberes, sino que intentaba cubrirse las espaldas, pensó Glenn Branson. De todos modos, así era la naturaleza humana, no podía culparle.

– Aproximadamente, ¿qué valor diría que tienen, señor?

– ¿Como comprador o como vendedor? -Ahora todavía parecía más astuto.

– Como ambos.

– Bueno, el valor total según catálogo a los precios actuales… estaríamos hablando de unos cuatro o cuatro millones y medio. Así que, como vendedor, es lo que querría conseguir.

– ¿De libras?

– Oh, sí, de libras.

Branson estaba estupefacto. Los tres millones y cuarto de libras originales que Lorraine Wilson había recibido se habían incrementado en un treinta por ciento, y eso después de que, seguramente, varios de los sellos hubieran sido vendidos.

– ¿Y como comprador, señor?

De repente, Hegarty pareció reticente.

– El precio que estaría dispuesto a pagar dependería de su procedencia. Necesitaría más información.

El cerebro de Branson iba a mil por hora.

– ¿Va a ir a verle mañana a las diez? ¿Seguro?

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Katherine Jennings.

– ¿Le ha dejado una dirección o un teléfono?

– No.

El sargento anotó el nombre, le dio las gracias y colgó.

Luego se acercó el teclado, pulsó las teclas para abrir el registro de incidentes e introdujo el nombre de Katherine Jennings. Al cabo de unos segundos, apareció un resultado.

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