Octubre de 2007
Abby se sentó con una taza de té entre las manos temblorosas, mirando la calle de abajo a través de una rendija entre las persianas. Le dolían los ojos después de tres noches seguidas de insomnio. El miedo se arremolinaba en su interior.
«Sé dónde estás.»
Su maleta estaba junto a la puerta, llena y con la cremallera cerrada. Miró la hora: las 8.55. Dentro de cinco minutos realizaría la llamada que llevaba planeando hacer todo el día de ayer, en cuanto abrieran las tiendas. Era irónico, pensó, que durante la mayor parte de su vida hubiera detestado los lunes por la mañana. Pero se había pasado todo el día de ayer deseando que llegara.
Nunca en su vida había tenido tanto miedo.
A menos que estuviera totalmente equivocada, y presa de un pánico innecesario, él estaba ahí fuera en algún lugar, esperando y observando. La carta de Abby estaba marcada. El la esperaba, la observaba, y estaba muy enfadado.
¿Le había hecho algo al ascensor? ¿Y a la alarma? ¿Habría sabido cómo hacerlo? Se repetía las preguntas a sí misma una y otra vez.
Había trabajado de mecánico, sí. Sabía arreglar aparatos mecánicos y eléctricos. Pero ¿por qué querría estropear el ascensor?
Intentó comprenderlo. Si realmente sabía dónde estaba Abby, ¿por qué no la había acechado? ¿Qué ganaba con dejarla atrapada en el ascensor? Si quería tiempo para intentar colarse en su piso, ¿por qué no había esperado a que saliera de casa simplemente?
¿Acaso, debido a su estado de pánico, estaba sumando dos más dos y le daba cinco?
Quizá sí o quizá no, no lo sabía. Así que la mayor parte del día de ayer, en lugar de salir, comprar los periódicos del domingo y holgazanear delante del televisor, como habría hecho normalmente, se quedó sentada, en el mismo lugar donde estaba ahora, observando la calle de abajo, pasando el tiempo escuchando una lección de español tras otra, con los auriculares puestos, pronunciando y repitiendo palabras y frases en voz alta.
Había hecho un domingo de perros, con un viento del suroeste procedente del Canal de la Mancha que mandaba ráfagas de lluvia hacia la acera, los charcos, los coches aparcados, los peatones.
Y eran los coches y los peatones lo que estaba observando, como un halcón, a través de la lluvia que seguía cayendo a cántaros. A primera hora, cuando se levantó, estudió todos los coches y furgonetas aparcados. Sólo habían cambiado un par desde la noche anterior. En este barrio no había mucho sitio para aparcar, así que cuando la gente encontraba un lugar, solía dejar el coche allí hasta que realmente necesitara ir a otra parte. De lo contrario, en cuanto salían, otro vehículo ocupaba su lugar y cuando volvían quizá tuvieran que aparcar a varias calles de distancia.
Ayer había recibido dos visitas: un fotógrafo del Argus, a quien le dijo por el interfono que se marchara, y el conserje, Tomasz, que fue a disculparse, preocupado tal vez por conservar su empleo y con la esperanza de que no se quejara de él si se mostraba amable. Le explicó que los obreros debían de haber sobrecargado el ascensor y dañado el sistema de poleas. Pero no fue capaz de explicarle, de manera convincente, por qué había fallado la alarma, que tendría que haber sonado en su piso. Le aseguró que la empresa de ascensores estaba trabajando en ello, pero que tardarían varios días en arreglar los daños que los bomberos habían causado.
Abby se deshizo de él tan deprisa como pudo para velar la calle otra vez.
Llamó a su madre, pero ella no le comentó que hubiera recibido una llamada de nadie. Abby continuó con la mentira de que seguía en Australia y lo estaba pasando genial.
A veces los mensajes de texto se extraviaban y acababan en el número equivocado por error. ¿Era posible que ésa fuera la: explicación?
«Sé dónde estás.»
Era posible.
Que hubiera saltado encima del ascensor parado. ¿Estaba sacando conclusiones precipitadas debido a su estado paranoico? Era reconfortante pensar eso, pero la autocomplacencia era un lujo que no podía permitirse. Se había embarcado en todo esto sabiendo los riesgos que entrañaba, sabiendo que sólo lograría salirse con la suya si recurría a su ingenio, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, durante el tiempo que hiciera falta.
Lo único que le arrancó una sonrisa ayer fue otro de sus mensajes encantadores. Éste decía: «No quieres a una mujer porque sea hermosa. Es hermosa porque la quieres».
Ella respondió: «La belleza llama la atención; la personalidad te conquista el corazón».
No vio nada extraño en la calle en todo el domingo. Ningún desconocido que la vigilara. Ni a Ricky. Sólo la lluvia. Sólo gente. La vida que seguía adelante.
La vida normal.
Algo de lo que estaba excluida -por un poco más de tiempo solamente, se prometió a sí misma-. Pero aquella situación pronto cambiaría.