9

Octubre de 2007


Abby no podía creerlo: necesitaba orinar. Miró su reloj. Habían pasado una hora y diez minutos desde que había entrado en este maldito ascensor. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué había sido tan rematadamente estúpida?»

Por los putos obreros del piso de abajo, por eso.

«Dios santo.» Se tardaban treinta segundos en bajar por las escaleras y era un buen ejercicio. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?»

Y ahora esta urgencia aguda y punzante en la vejiga. Había ido al baño minutos antes de salir del piso, pero era como si desde entonces se hubiera bebido cinco litros de café y cinco más de agua.

«Ni de coña, no me voy a mear, no voy a permitir que los bomberos me encuentren en un charco de orina. No voy a tolerar esa indignidad, gracias.»

Se apretó la tripa, juntando las piernas, temblando, esperando a que pasara el momento, luego volvió a mirar al techo del ascensor, al panel de luces opaco. Escuchando. Esperando oír de nuevo ese paso que estaba segura de haber oído.

O había sido su imaginación…

En las películas, la gente separaba las puertas de los ascensores o subía por las trampillas del techo. Pero en las películas los ascensores no se movían como éste.

Se le pasaron las ganas de orinar; volverían, pero de momento estaba bien. Intentó ponerse de pie, pero el ascensor volvió a balancearse con fuerza, chocó contra una de las paredes del hueco y luego una vez más, con ese estrépito profundo que resonaba por todas partes. Aguantó la respiración, esperando a que dejara de moverse, rezando para que el cable resistiera. Entonces se arrodilló, cogió el teléfono móvil del suelo y marcó otra vez. El mismo pitido agudo, el mismo mensaje de «Sin cobertura de red».

Puso las manos en las puertas, intentó meter los dedos en la ranura del centro, pero no se movieron. Abrió el bolso y hurgó en su interior para buscar algo que pudiera introducir en la minúscula rendija. No tenía nada salvo una lima de uñas metálica. La deslizó entre las puertas, pero después de introducirla unos cuatro centímetros, chocó con algo sólido y no penetró más. Intentó moverla hacia la derecha, luego con fuerza hacia la izquierda. La lima se dobló.

Pulsó todos los botones del panel sucesivamente, luego, frustrada, golpeó la pared del ascensor con la palma de la mano.

Genial.

¿Cuánto tiempo le quedaba?

Escuchó otro crujido que no auguraba nada bueno. Imaginó el cable de alambres retorcidos desenrollándose, cada vez más fino. Y los tornillos fijados al techo cediendo, uno a uno. Recordó una conversación en una fiesta algunos años atrás sobre qué hacer si el cable de un ascensor se rompía y éste se precipitaba al vacío. Varias personas dijeron que había que saltar justo antes de que llegara abajo. ¿Pero cómo se sabía cuándo llegabas abajo? Y si el ascensor se desplomaba a unos 160 kilómetros por hora, la persona caería a la misma velocidad. Otra gente sugirió tumbarse, luego algún genio dijo que, para empezar, la mejor opción de sobrevivir era no estar en el ascensor.

Ahora estaba de acuerdo con ese genio.

Oh, Dios mío, qué irónico era. Recordó todo lo que había pasado antes de llegar a Brighton. Los riesgos que había asumido, las precauciones que había tomado para no dejar ningún rastro.

Y ahora tenía que ocurrirle esto.

De repente, pensó en cómo darían la noticia. Mujer sin IDENTIFICAR MUERE EN EXTRAÑO ACCIDENTE DE ASCENSOR.

No. Ni de coña.

Miró el panel de cristal del techo, se estiró y lo tocó con el dedo. No se movió. Presionó más.

Nada.

Tenía que moverse. Se estiró tanto como pudo, consiguió alcanzarlo con las yemas de los dedos de ambas manos y presionó con todas sus fuerzas. Pero sus esfuerzos no consiguieron más que provocar que el ascensor volviera a balancearse. La caja chocó una vez más contra el hueco y con el mismo estrépito apagado.

Y entonces oyó un chirrido encima de ella. Un chirrido largo, muy claro, como si alguien estuviera allí arriba y hubiera acudido a rescatarla.

Escuchó de nuevo, intentando no hacer caso al rugido sibilante de su respiración y al latido martilleante de su corazón. Escuchó durante lo que debieron ser dos minutos enteros, los oídos taponados como cuando a veces iba en avión, aunque en esas ocasiones era por la altura y ahora era por el miedo.

Lo único que oyó fue el chirrido continuo del cable y, de vez en cuando, el chasquido desgarrador del metal partiéndose.

Загрузка...