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Octubre de 2007


No había sido el mejor fin de semana de su vida, pensó para sí mismo Roy Grace a las ocho de la mañana del lunes, mientras se sentaba en la sala de espera minúscula y abarrotada del dentista, hojeando las páginas de la revista Sussex Life. De hecho, no tenía en absoluto la sensación de que la semana anterior hubiera terminado.

La autopsia del doctor Frazer Theobald se había hecho interminable y acabó por fin sobre las nueve de la noche del sábado. Y el domingo Cleo, que durante la autopsia estaba normal, parecía molesta con él, algo atípico en su carácter.

Los dos sabían que no era culpa de nadie que sus planes para el fin de semana se hubieran estropeado, pero por alguna razón Grace sentía que Cleo le responsabilizaba a él, igual que Sandy solía culparle cuando llegaba a casa tarde o tenía que cancelar algún plan en el último minuto porque surgía una emergencia. Como si fuera culpa suya que un tipo que hacía footing hubiera descubierto un cadáver en un desagüe el viernes por la tarde a última hora en lugar de en un momento más oportuno.

Cleo sabía lo que había. Conocía el mundo de la policía y sus horarios erráticos mejor que la mayoría, pues los suyos no eran muy distintos. Podía recibir una llamada de trabajo a cualquier hora del día o de la noche, y era algo que sucedía a menudo. ¿Qué le había picado, pues?

Incluso se enfadó con él cuando se marchó a casa un par de horas a cortar el césped, que estaba muy crecido.

– No habrías podido cortar el césped si hubiéramos ido a Londres -le había dicho-. ¿Por qué tienes que ir ahora?

Su casa era el verdadero problema, Grace lo sabía. Su casa -y la casa de Sandy- todavía tenía un efecto enfurecedor sobre ella. Aunque últimamente había sacado muchas de las pertenencias de Sandy Cleo iba muy pocas veces y siempre parecía incómoda cuando lo hacía. Sólo habían hecho el amor allí una vez y no había sido una buena experiencia para ninguno de los dos.

Desde entonces, siempre dormían en casa de Cleo. Cada vez pasaban más noches juntos y ahora él tenía allí sus bártulos para afeitarse y asearse, además de un traje oscuro, una camisa blanca limpia, una corbata sencilla y un par de zapatos oscuros, su uniforme de trabajo.

Era una buena pregunta y él no le contestó la verdad porque habría empeorado las cosas. La verdad era que aquel esqueleto le había afectado. Quería estar solo unas horas, para reflexionar.

Para pensar en cómo se sentiría si se trataba de Sandy.

Su relación con Cleo había ido lejos, mucho más lejos que cualquier otra que hubiera tenido desde la desaparición de su mujer, pero era consciente de que, a pesar de todos sus esfuerzos por pasar página, Sandy seguía siendo una brecha que los separaba. Hacía unas semanas, en una cena en la que los dos bebieron demasiado, Cleo dejó caer su preocupación por que su reloj biológico se quedara sin pila. Grace sabía que ella empezaba a querer un compromiso y tenía la sensación de que creía que, con Sandy por medio, nunca iba a conseguirlo de él.

No era cierto. Roy la adoraba. La amaba y había empezado a plantearse seriamente compartir su vida con ella.

Por eso le había dolido muchísimo que ayer por la tarde, cuando apareció en casa de Cleo con dos botellas de su Rioja preferido, abriera la puerta con su llave y le recibiera un cachorro negro minúsculo que corrió hacia él, le abrazó con sus patas y se meó en sus deportivas.

– ¡Humphrey, te presento a Roy! -dijo-. ¡Roy te presento a Humphrey!

– ¿Quién…? ¿De quién es? -preguntó él, perplejo.

– Mío. Lo he comprado esta tarde. Es un cachorro de salvamento de cinco meses, un cruce de labrador y border collie.

Roy notó un calor incómodo en el pie derecho al filtrarse la orina. Y un arrebato de confusión se apoderó de él mientras se arrodillaba y notaba la lengua rugosa del perro lamiéndole la mano. Estaba estupefacto.

– Nunca… ¡No me habías dicho que ibas a comprarte un perro!

– Ya, bueno, tú tampoco me cuentas muchas cosas, Roy -dijo Cleo con total tranquilidad.

Una mujer mayor entró en la sala de espera y lo miró con recelo, como diciendo: «Yo tengo la primera hora, hijo». Luego se sentó.

Roy tenía una agenda apretada. A las nueve de la mañana iba a ver a Alison Vosper y hablar seriamente con ella sobre Cassian Pewe. A las 9.45, más tarde de lo normal, se celebraría la primera reunión informativa de la Operación Dingo, el nombre que el ordenador de Sussex House había otorgado al azar a la investigación sobre la muerte de la «Mujer desconocida», como llamaban ahora al esqueleto del desagüe. Luego, a las diez y media, debía acudir a las «oraciones matinales», el nombre jocoso que habían puesto a las reuniones semanales del equipo de dirección reinstauradas recientemente.

Al mediodía estaba programada la primera rueda de prensa sobre el hallazgo del esqueleto. No había mucho de lo que informar a estas alturas, pero esperaba que revelar la edad de la mujer muerta, sus características físicas y la época aproximada en la que había muerto pudiera refrescar la memoria a alguien sobre una persona desaparecida por aquellos tiempos. Suponiendo, naturalmente, que no se tratara de Sandy.

– ¡Roy! ¡Me alegro de verte!

Steve Cowling apareció en la puerta con su bata blanca, luciendo sus dientes blancos perfectos. Era un hombre alto de unos cuarenta y cinco años, con un porte recto y militar, cuyo pelo inmaculado estaba más encanecido cada vez que Roy lo veía. Irradiaba encanto y confianza a partes iguales, combinados siempre con cierto entusiasmo juvenil, como si los dientes fueran realmente la cosa más emocionante del mundo.

– ¡Pasa, viejo amigo!

Grace hizo un gesto de disculpa hacia la mujer mayor, que parecía claramente ofendida, y siguió al dentista hasta su cámara de tortura iluminada y espaciosa.

Si bien, igual que él, Steve Cowling era un poco mayor en cada visita, el odontólogo tenía una sucesión infinita de ayudantes cada vez más jóvenes y atractivas. La última, una morena de piernas largas de veintipocos años que sostenía un sobre acolchado en la mano, le sonrió, luego sacó un fajo de negativos y se los entregó a Cowling con una sonrisa coqueta.

El dentista cogió el molde de alginato que Roy le había dado veinte minutos antes.

– Bien, Roy. Esto es muy interesante. Lo primero que tengo que decirte es que no se trata de Sandy.

– ¿No? -preguntó, un poco cansinamente.

– No tengo ninguna duda. -Cowling señaló los negativos-. Éstos son los de Sandy, no hay comparación. Pero el molde nos proporciona mucha información que puede resultar útil. -Le ofreció una gran sonrisa.

– Bien.

– Esta mujer llevaba implantes, que serían bastante caros cuando se los pusieron. De titanio, fabricados por una empresa suiza, Straumann. Se trata básicamente de un cilindro hueco que se coloca sobre la raíz, que luego crece dentro y se convierte en una fijación permanente.

Grace sintió un cúmulo de emociones contradictorias mientras escuchaba. Intentaba concentrarse, pero de repente le costaba mucho.

– Lo que resulta interesante, viejo amigo, es que podemos establecer una fecha aproximada para los implantes, lo que sirve para calcular cuánto tiempo hace que murió la mujer. Empezaron a quedarse anticuados hará unos quince años. Llevaba otros arreglos dentales caros, algunas reconstrucciones y puentes. Si era de por aquí, diría que sólo hay cinco o seis dentistas que pudieron hacer este trabajo. Un buen lugar para comenzar sería Chris Gebbie, que tiene consultas en Lewes y Eastbourne. Escribiré también a los demás. También significa que debía de tener una posición bastante acomodada.

Grace escuchaba, pero tenía la cabeza en otra parte. Si este esqueleto hubiera sido el de Sandy, por muy nefasta que fuera la noticia, habría obtenido cierta sensación de final. Pero ahora la agonía de la incertidumbre continuaba.

No sabía si sentía decepción o alivio.

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