Octubre de 2007
El comisario Roy Grace, sentado a la mesa de su despacho, colgó el teléfono y se recostó en la silla con los brazos cruzados, inclinándola hasta que tocó la pared. Mierda. Las cinco menos cuarto de la tarde de un viernes y su fin de semana acababa de echarse a perder literalmente. De irse por el desagüe, en todo caso.
Además, anoche había tenido una racha pésima en su partida de póquer semanal con los chicos y había perdido casi trescientas libras. «Nada como un viajecito al campo hasta un desagüe un viernes por la tarde lluvioso e inhóspito para ponerte de un humor de perros», pensó. Le llegó la ráfaga helada de viento que se colaba por las ventanas mal instaladas de su pequeño despacho y se quedó escuchando el repiqueteo de la lluvia. No era día para salir.
Maldijo al operador de la sala de control que acababa de llamar para comunicarle la noticia. Sabía que era cargarse al mensajero, pero lo había planeado todo para pasar la noche de mañana en Londres con Cleo, para tener un detalle con ella. Ahora tendría que cancelarlo por un caso que sabía instintivamente que no iba a gustarle, y todo porque era el investigador jefe de guardia en sustitución de un compañero que se había puesto enfermo.
Los asesinatos eran lo que hacía interesante este trabajo. En Sussex se producían entre quince y veinte al año, muchos de ellos en el municipio de Brighton y Hove y alrededores; eran más que suficientes para que cada investigador jefe se encargara de uno y tuviera ocasión de demostrar sus habilidades. Sabía que era un poco cruel pensar de esa manera, pero era un hecho que dirigir con éxito una investigación de asesinato brutal y destacada era una buena oportunidad para hacer carrera. Recibías la atención de la prensa y los ciudadanos, de tus compañeros y, lo más importante, de tus jefes. Conseguir una detención y una condena proporcionaba una satisfacción inmensa. Era algo más que un trabajo hecho, porque permitía a la familia de la víctima cerrar un capítulo, pasar página. Para Grace, éste era el factor más importante.
Le gustaba trabajar en asesinatos en los que había un rastro caliente, vivo, donde podía meterse en la acción con un subidón de adrenalina, pensar con rapidez, impulsar a su equipo a trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana y tener muchas probabilidades de atrapar al culpable.
Pero por el informe del operador, el hallazgo en el desagüe indicaba cualquier cosa menos un asesinato reciente: eran restos óseos. Tal vez ni siquiera fuera un asesinato, podría tratarse de un suicidio, quizás aun de una muerte natural. Incluso existía la remota posibilidad de que fuera un maniquí de escaparate, algo que ya había sucedido antes. Estos restos podían llevar décadas allí, conque un par de días más no habrían supuesto una gran diferencia, maldita sea.
Sintiéndose culpable por aquel destello repentino de rabia, miró las veintitantas cajas azules que, en pilas de dos y tres, abarrotaban casi todas las zonas del suelo enmoquetado de su despacho que no estaban ocupadas ya por la pequeña mesa de reuniones y las cuatro sillas.
Cada caja contenía expedientes clave de un asesinato sin resolver: eran casos abiertos. El resto de archivos atestaban los armarios situados en otras partes de la central del Departamento de Investigación Criminal, o estaban cerrados bajo llave, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en el área donde tuvo lugar el asesinato, o archivados en un sótano olvidado, junto con todas las pruebas, etiquetadas y guardadas en bolsas.
Y tenía la sensación, nacida de casi veinte años de experiencia investigando asesinatos, de que lo que le esperaba ahora en el desagüe tenía muchas probabilidades de acabar siendo otra caja azul en el suelo.
Estaba tan saturado de papeleo en estos momentos que apenas había un centímetro cuadrado de su mesa que no estuviera enterrado bajo montones de documentos. Tenía que repasar las cronologías, pruebas, declaraciones y todo lo que necesitaba la fiscalía para dos juicios por asesinato que iban a celebrarse el año próximo. Uno estaba relacionado con un delincuente asqueroso de Internet llamado Carl Venner, el otro con un psicópata llamado Norman Jecks.
Mientras revisaba un documento preparado por Emily Gaylor, una joven de la Unidad de Juicios de Brighton, descolgó el teléfono y marcó una extensión. Estar a punto de arruinarle el fin de semana a otra persona sólo le proporcionó un mínimo de satisfacción.
Contestaron casi de inmediato.
– Sargento Branson.
– ¿Qué estás haciendo?
– Iba a irme a casa, viejo, gracias por preguntar -dijo Glenn Branson.
– Respuesta equivocada.
– No, respuesta correcta -insistió el sargento-. Ari tiene clase de doma y me toca cuidar de los niños.
– ¿Doma? ¿Y eso qué es?
– Algo que hace con su caballo y que cuesta treinta libras la hora.
– Pues tendrá que llevarse a los niños con ella. Te veo en el aparcamiento dentro de cinco minutos. Tenemos que echar un vistazo a un cadáver.
– Preferiría irme a casa, en serio.
– Y yo. E imagino que el cadáver también preferiría estar en casa -contestó Grace-. En casa viendo la tele con una buena taza de té en lugar de descomponiéndose en un desagüe.