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Octubre de 2007


«¡Gilipollas!»

Cassian Pewe llevaba un par de días en Sussex House, pero Tony Case, el jefe de la unidad de apoyo, había tardado unos tres minutos en calarle.

Case, que también había sido policía, era el responsable de la administración de este edificio y los otros tres que albergaban todas las salas de operaciones de Sussex -en Littlehampton, Horsham y Eastbourne-. Entre sus tareas figuraba evaluar los riesgos de las redadas, presupuestar las actividades forenses y el material nuevo y los requisitos generales, así como garantizar que las personas que trabajaban aquí tuvieran todo lo que necesitaban.

Como los ganchos para cuadros.

– Mira -dijo Pewe, como si se dirigiera a un lacayo-, quiero ese gancho siete centímetros a la derecha y quince centímetros más arriba, ¿de acuerdo? Y quiero éste otro exactamente veinte centímetros más arriba, ¿entendido? Me parece que no lo estás escribiendo.

– ¿Tal vez quiere que le dé una caja de ganchos, un martillo y una regla, y así podrá clavarlos usted mismo? -sugirió Case. Era lo que hacían todos los agentes, incluido el comisario jefe.

Pewe, que se había quitado la chaqueta del traje y la había colgado en la silla, llevaba unos tirantes rojos encima de la camisa blanca. Ahora se paseaba por la habitación tirando de ellos.

– Yo no hago bricolaje -dijo-. No tengo tiempo. Tendrás alguien aquí que se encargue de estas cosas.

– Sí -dijo Tony Case-. Yo.

Pewe miraba por la ventana al deprimente bloque de detención. Empezaba a parar de llover.

– No es una gran vista -se quejó.

– Al comisario Grace le gustaba bastante.

Pewe se puso de un color raro, como si se hubiera tragado algo que le daba alergia.

– ¿Este era su despacho?

– Sí.

– La vista es horrorosa.

– Si llama a la subdirectora Vosper quizás ordene que derriben el bloque de detención.

– No tiene gracia -dijo Pewe.

– Gracia -dijo Tony Case-. No pretendo ser gracioso. Estoy trabajando. Aquí no hacemos bromas, sólo trabajo policial serio. Iré a buscarle un martillo… Si no lo ha birlado nadie.

– ¿Y qué hay de mis ayudantes? He solicitado dos agentes. ¿Dónde se sentarán?

– Nadie me ha dicho nada de dos ayudantes.

– Necesito un lugar para ellos. Tendrán que sentarse en algún sitio cerca de mí.

– Podría traerle una mesa más pequeña -dijo Tony Case-. Y ponerlos a los dos aquí dentro. -Se marchó del despacho.

Pewe no sabía si el hombre se burlaba de él o hablaba en serio, pero el teléfono interrumpió sus pensamientos.

– Comisario Pewe -contestó dándose importancia.

Era un operador.

– Señor, tengo a un agente de la Interpol al teléfono. Llama en nombre de la policía de Victoria, Australia. Ha preguntado específicamente por alguien que trabaje en casos sin resolver.

– De acuerdo, pásamelo. -Se sentó, tomándose su tiempo, y puso las piernas sobre la mesa, en un espacio entre fajos de documentos. Luego se acercó el auricular a la oreja.

– Comisario Cassian Pewe al habla -dijo.

– Ah, buenos días, Cashon, soy el sargento James Franks de la oficina de la Interpol en Londres.

Franks tenía el acento cortado típico de alumno de colegio privado. A Pewe no le gustaba que los miembros administrativos de la Interpol tendieran a creerse superiores y carecieran de la menor consideración con los demás policías.

– Déjeme su número y ya le llamaré -dijo Pewe.

– Tranquilo, no hace falta.

– Es por seguridad. Es la política que seguimos aquí en Sussex -dijo Pewe dándose importancia y obteniendo una gran satisfacción al ejercer su pequeña cuota de poder.

Franks le devolvió el cumplido haciéndole escuchar un bucle infinito del «Nessun dorma» durante cuatro minutos largos antes de volverse a poner al teléfono. Habría estado aún más contento si hubiera sabido que era un aria que Pewe, un purista de la música clásica y la ópera, detestaba particularmente.

– De acuerdo, Cashon, la policía a las afueras de Melbourne, en Australia, se ha puesto en contacto con nuestra oficina. Tengo entendido que han recuperado el cadáver de una mujer embarazada sin identificar del maletero de un coche… Llevaba en un río unos dos años y medio. Han obtenido muestras de ADN de ella y del feto, pero no han podido encontrar ningún resultado positivo en las bases de datos de Australia. Pero la cuestión es ésta… -Franks hizo una pausa y Pewe oyó un sorbo, como si bebiera café, antes de proseguir-. La mujer tenía implantes de silicona en los pechos. Tengo entendido que todos ellos llevan impresa la identificación del fabricante y que cada uno tiene un número de serie que se guarda en el registro del hospital junto al nombre de la receptora. Este par de implantes en particular fue suministrado a un hospital llamado Nuffield en Woodingdean, en el municipio de Brighton y Hove, en 1997.

Pewe bajó los pies de la mesa y buscó desesperadamente una libreta, antes de utilizar el dorso de un sobre para garabatear los detalles. Luego le pidió a Franks que le enviara por fax la información sobre los implantes y los análisis de ADN tanto de la madre como del feto y le prometió que iniciaría las pesquisas de inmediato. Luego señaló con bastante determinación que su nombre era «Cassian», no «Cashon», y colgó.

Necesitaba imperiosamente un agente que lo ayudara. Tenía cosas mucho más importantes entre manos que un cadáver flotando en un río de Australia. Una de ellas, en concreto, era muchísimo más importante.

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