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Octubre de 2007


Abby miraba atontada por el parabrisas del Ford Focus gris alquilado. No creía posible que la pesadilla pudiera ir a peor, pero así fue.

Había una franja amplia de cielo azul despejado encima de ellos mientras conducían por la carretera de circunvalación A27 de Brighton, con Patcham a su derecha y el campo abierto y ondulado de tierra caliza a su izquierda. «Libertad», pensó, todavía prisionera, aunque le había quitado las ataduras y ahora llevaba vaqueros, un jersey, un forro polar y deportivas. La hierba estaba verde y exuberante por los recientes aguaceros y si no fuera por el zumbido de la calefacción del coche que emitía un aire cálido y agradable, fuera podría ser verano con ese cielo. Pero dentro de su corazón, habitaba el invierno más oscuro.

Para conseguir esa grabación, comprendió, debía de haber pinchado el teléfono de su madre.

Sentado a su lado, Ricky conducía en silencio y enfadado, procurando no sobrepasar el límite de velocidad para no arriesgarse a que lo parara la policía. Su ira había ido fermentando durante dos largos meses. La carretera de acceso a la autopista apareció delante de ellos y Ricky puso el intermitente. Ya había estado aquí esta mañana, así que conocía el camino. Ella escuchó el tic-tic-tic constante y observó la luz que parpadeaba en el salpicadero.

Ahora que había bebido agua y comido un pedazo de pan y un plátano se sentía mucho más humana y podía pensar con más claridad, a pesar de que estaba muerta de miedo por su madre y por sí misma. ¿Cómo había encontrado Ricky a su madre? Seguramente de la misma manera que la había encontrado a ella, fuera cual fuese. Estaba devanándose los sesos, intentaba pensar si había dejado alguna pista en Melbourne. ¿Cómo diablos había podido conseguir su dirección? No era tan difícil, supuso. Sabía su apellido y seguramente había mencionado en algún momento que ahora su madre viuda vivía en Eastbourne. ¿Cuántos Dawson había en el listín telefónico de Eastbourne? Seguramente no tantos. No para un hombre decidido, sin duda.

Ricky no le respondía ninguna pregunta.

Su madre era una mujer indefensa. Casi incapacitada por una esclerosis múltiple, todavía podía moverse, pero no sería por mucho tiempo más. Y aunque defendía su independencia con uñas y dientes, carecía de fuerza física. Un niño podría con ella, lo que la hacía extremadamente vulnerable a cualquier intruso, sin embargo se negaba en rotundo a llevar un dispositivo de alarma. Abby sabía que una vecina pasaba a verla de vez en cuando y tenía una amiga con la que iba al bingo los sábados por la tarde. Aparte de eso, estaba sola.

Ricky conocía ahora su dirección y, sabiendo lo sádico que era, eso era lo que más la asustaba. Tenía la sensación de que no se contentaría recuperándolo todo; querría hacerle daño a ella y también a su madre. Por las conversaciones que habían mantenido en Australia cuando se había sincerado con él, para intentar ganarse su confianza, Ricky sabría lo mucho que quería a su madre y lo culpable que se sentía por haberla abandonado al trasladarse a la otra punta del mundo, justo cuando más necesitaba a su hija. Disfrutaría haciéndole daño a su madre para llegar a ella.

Ahora se acercaban a una pequeña rotonda. Ricky tomó la segunda salida a la derecha y comenzó a bajar la colina. A su derecha había una vista que se extendía varios kilómetros a través de campos y urbanizaciones de viviendas subvencionadas. A su izquierda, estaba el polígono industrial de Hollingbury, un grupo de hipermercados de la periferia, fábricas y almacenes de los años cincuenta reconvertidos en oficinas y áreas industriales modernas. Uno de los edificios, oculto en parte a su vista por un supermercado ASDA, era la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, pero Abby no lo sabía. Y aunque lo hubiera sabido, no podía arriesgarse a entrar. Independientemente de lo que Ricky hubiera hecho para recuperar su dinero, ella era una ladrona. Le había robado mucho dinero y que él fuera un delincuente no significaba que su conducta quedara impune.

Además, si se delataban el uno al otro, lo perderían todo. En estos momentos se encontraban en una especie de punto muerto. Pero, asimismo, Abby sabía que si le devolvía lo que quería, Ricky no tendría ninguna buena razón para mantenerla con vida. Y muchas para eliminarla.

Vio un edificio enorme con un cartel que decía British Book-Shoops, luego las instalaciones del Argus, un cartel de Matalan y luego pasaron por un concesionario Renault. Ricky soltó un taco al ver que casi se pasaba la salida, frenó bruscamente y giró el volante. Las ruedas chirriaron. Conducía demasiado deprisa por una pendiente pronunciada, así que tuvo que detener el coche de golpe a unos centímetros de un Volvo enorme conducido por una mujer diminuta que se había detenido justo a la salida de un aparcamiento delante de una hilera de tiendas.

– Imbécil de mierda -la insultó, y la mujer le respondió dándose unos golpecitos en la sien. Por un momento, Abby pensó, esperó, que bajaría del coche y se iniciaría una bronca.

Pero el Volvo se alejó con un rugido y ellos siguieron bajando por la pendiente y dejaron atrás el aparcamiento y la parte trasera de un almacén. Luego cruzaron la verja con enormes puertas de acero y grandes carteles de aviso de cámaras de seguridad en cada columna y accedieron a un patio donde había estacionados diversos camiones y furgones blindados. Todos estaban pintados de negro con letras doradas que mostraban un emblema entrelazado con una cadena y el nombre Southern Deposit Security.

Luego, se dirigieron a un edificio moderno de una sola planta con ventanas minúsculas rectangulares que le conferían aspecto de fortaleza. Y eso es lo que era.

Ricky aparcó en una plaza señalizada con la palabra Visitantes y apagó el motor. Entonces se volvió hacia Abby.

– Intenta pasarte de lista y tu madre está muerta. ¿Entendido?

– Sí -dijo ella atenazada por el miedo.

Durante todo aquel tiempo no dejó de pensar ni un segundo intentando planear cómo jugar, visualizar los próximos minutos. Esforzándose al máximo por pensar con claridad, por recordarse sus puntos fuertes.

Mientras Abby tuviera lo que él quería, Ricky iba a tener que negociar. Por muy gallito que se pusiera, ésa era la verdad del asunto. Era lo que la había mantenido viva e intacta hasta este momento, no cabía la menor duda. Con suerte, sería lo que mantendría con vida a su madre. Eso esperaba.

Tenía un plan, pero no lo había pensado con detenimiento y mientras bajaba del coche todo comenzaba a perder coherencia. De repente empezó a temblar como un flan, se convirtió en un manojo de nervios histérico y tuvo que agarrarse al techo del coche un instante, casi con la certeza de que iba a vomitar.

Al cabo de unos minutos, cuando se sintió un poco mejor, Ricky la cogió del brazo y caminaron hacia la entrada, como una pareja que iba a realizar un depósito, o a retirar dinero, o simplemente a revisar la plata de la familia. Pero mientras le lanzaba una mirada glacial de reojo, sintió repulsión y se preguntó cómo se había rebajado a hacer todo lo que había hecho con él.

Abby pulsó el timbre del portero electrónico bajo la mirada imperiosa de dos cámaras de circuito cerrado y dio su nombre. Unos momentos después, la puerta se abrió con un clic y atravesaron dos puertas de seguridad para acceder a un vestíbulo austero que daba la impresión de estar tallado en granito.

Dos guardias de seguridad uniformados y serios estaban justo al otro lado y dos más atendían el mostrador detrás de un cristal protector. Se acercó a uno de ellos y habló a través de los agujeros, preguntándose, de repente, si debía intentar mostrarle angustia, pero luego se lo pensó mejor.

– Katherine Jennings -dijo con voz temblorosa-. Quiero acceder a mi caja de seguridad.

El hombre le pasó un registro por debajo del cristal.

– Rellene esto, por favor. ¿Van a entrar los dos?

– Sí.

– Necesito que lo rellenen los dos, por favor.

Abby escribió su nombre, la fecha y la hora, luego le dio el registro a Ricky, que hizo lo propio. Cuando acabó, lo devolvió empujándolo por debajo del cristal y el guardia tecleó la información en un ordenador. Al cabo de unos momentos deslizó por el mostrador unas identificaciones plastificadas con sus nombres y con ganchos para colgárselas en la solapa.

– ¿Saben qué deben hacer? -le preguntó a Abby.

Ella asintió y se dirigió a la puerta de seguridad que había a la derecha del mostrador. Entonces acercó el ojo derecho al escáner de retina biométrico y pulsó el botón verde.

Al cabo de unos momentos la cerradura hizo clic. Empujó la puerta pesada, la sujetó para Ricky y ambos entraron. Delante de ellos había una escalera de cemento. Bajó, oyendo los pasos de Ricky pegado a ella. Al final había una puerta de acero enorme con un segundo escáner biométrico. Acercó el ojo derecho y volvió a pulsar el botón verde. Se oyó un clic agudo y empujó la puerta para abrirla.

Entraron en una cámara larga, estrecha y helada. Mediría unos treinta metros de largo y unos seis de ancho y había hileras de cajas de seguridad de acero a cada lado y en la pared del fondo, cada una con un número.

Las de la derecha tenían quince centímetros de profundidad; las de la izquierda, sesenta, y las del fondo medían un metro ochenta de altura. Volvió a preguntarse, igual que la última vez que estuvo aquí, qué habría exactamente en esas últimas y, de hecho, qué tesoros, obtenidos por métodos legales o no, habría detrás de cualquiera de aquellas puertas cerradas.

Con la llave en la mano, Ricky escudriñó con avaricia los números de las cajas.

– ¿Cuatro dos seis? -preguntó.

Ella señaló al fondo a la izquierda y le observó mientras prácticamente corría los últimos metros.

Entonces Ricky introdujo la llave plana y fina en la ranura vertical y la giró con indecisión. Notó que la leva de la cerradura bien engrasada se movía con suavidad. Dio una vuelta completa a la llave, escuchando cómo giraba a su vez cada uno de los dientes. Le gustaban las cerraduras, siempre le habían gustado, pero la puerta no se abrió. Contenía un mecanismo más complejo de lo que había imaginado, comprendió mientras daba otra vuelta completa a la llave y notaba cómo se movían más dientes. Volvió a tirar.

Ahora la pesada puerta metálica se abrió y Ricky miró dentro. Absolutamente estupefacto, vio que estaba vacía.

Se dio la vuelta, insultando a Abby a voz en grito. Y descubrió que insultaba a una sala vacía.

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