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Octubre de 2007

Abby conducía por el cabo. A su derecha, se abrían los pastos, con arbustos y un bosquecillo denso de árboles bajos que acababa en un acantilado de piedra caliza y un descenso vertical al Canal de la Mancha. Una de las caídas más escarpadas, altas y seguras de todas las Islas Británicas. A su izquierda, se extendía una vista casi ininterrumpida de kilómetros de tierras de labranza. A lo lejos, veía la carretera cruzándola. El asfalto era negro intenso, con líneas blancas discontinuas nuevas en el centro. Parecía como si las hubieran pintado hoy para ella.

El sargento Branson le había dicho antes que Ricky había cometido un error al escoger este lugar, pero en estos momentos no entendía por qué. A ella le parecía una elección inteligente. Estuviera donde estuviera, Ricky podría ver cualquier cosa que se moviera en cualquier dirección.

Tal vez el inspector sólo lo hubiera dicho para tranquilizarla. Y en estos momentos era lo que más necesitaba en el mundo.

Vio un edificio a unos ochocientos metros a su izquierda, casi en el punto más alto del cabo, con lo que parecía el cartel de un pub o un hotel en un poste. A medida que se acercaba distinguió el tejado rojo y las paredes de sílex. Entonces pudo leer el cartel.

Hotel Beachy Head.

«Entra en el aparcamiento del Hotel Beachy Head y espera a que me ponga en contacto contigo», eran sus instrucciones. «A las 10.30.»

El lugar parecía desierto. Había una marquesina de autobús con un cartel azul y blanco delante en el que había escrito con letras grandes Los samaritanos siempre a tu lado con dos números de teléfono debajo. Justo después había un furgoneta de helados naranja y amarilla y a poca distancia de allí, un camión de British Telecom, con dos hombres con casco y chaquetas fosforescentes trabajando en una torre de radio. Junto a la entrada trasera del hotel, había aparcados dos coches pequeños.

Giró a la izquierda y se detuvo al fondo del aparcamiento, luego apagó el motor. Al cabo de unos momentos, su móvil sonó.

– Bien -dijo Ricky-. ¡Bien hecho! Un camino precioso, ¿verdad?

El viento sacudía el coche.

– ¿Dónde estás? -dijo Abby, mirando a su alrededor-. ¿Dónde está mi madre?

– ¿Dónde están mis sellos?

– Los tengo aquí.

– Yo tengo a tu madre aquí. Está disfrutando de las vistas.

– Quiero verla.

– Y yo quiero ver los sellos.

– No hasta que sepa que mi madre está bien.

– La pondré al teléfono.

Hubo un silencio. Oyó el viento. Luego la voz de su madre, tan débil y temblorosa como la de un fantasma.

– ¿Abby?

– ¡Mamá!

– ¿Eres tú, Abby?

Su madre se echó a llorar.

– Por favor, por favor, Abby. Por favor.

– Ahora voy a buscarte, mamá. Te quiero.

– Por favor, dame las pastillas. Debo tomar mis pastillas. Por favor, Abby, ¿por qué no me das las pastillas?

Escucharla le provocó un dolor casi insoportable. Entonces Ricky volvió a hablar.

– Pon el motor en marcha. Voy a seguir al teléfono.

Abby arrancó el coche.

– Acelera, quiero oír el motor.

Ella le obedeció. El diésel ronroneó con fuerza.

– Ahora sal del aparcamiento y gira a la derecha. Dentro de cincuenta metros verás un sendero a la izquierda que sube hasta el cabo. Tómalo.

Tomó la entrada pronunciada a la izquierda y el coche dio unos bandazos sobre la superficie llena de baches. Las ruedas giraron un instante al perder tracción sobre la gravilla y el barro, luego se subieron a la hierba. Ahora comprendía por qué Ricky había sido tan específico al ordenarle que alquilara un todoterreno. Aunque no entendía por qué le preocupaba tanto que fuera diésel. No podía ser que en estos momentos tuviera en mente ahorrar combustible. A su derecha, vio una señal de advertencia que decía Acantilado.

– ¿Ves un grupo de árboles y arbustos delante de ti?

Había un bosquecillo denso a unos cien metros delante de ella, justo en una pendiente al borde del acantilado. El viento había torcido los arbustos y los árboles.

– Sí.

– Para el coche. -Paró-. Pon el freno de mano. Deja el motor en marcha. Sigue mirando. Estamos aquí dentro. Tengo las ruedas traseras justo en el borde del acantilado. Si haces algo que no me guste, la meto en la furgoneta y quito el freno de mano. ¿Lo entiendes?

Abby tenía un nudo tan tenso en la garganta que le costó hablar.

– Sí.

– No te he oído.

– He dicho que sí.

Oyó un rugido, como si el viento soplara en un teléfono. Un ruido sordo. Luego vio un movimiento en el bosquecillo. Primero apareció Ricky, con su gorra de béisbol y barba, abrigado con una chaqueta de lana gruesa. Entonces, con el corazón en la boca, Abby vio el cuerpecillo frágil y apabullado de su madre, todavía con la bata rosa que llevaba la última vez que la había visto.

El viento mecía la bata, le agitaba el pelo ralo gris y blanco hacia arriba como si fueran volutas de humo de tabaco. Se tambaleaba y Ricky la agarraba del brazo para que no se cayera.

Abby miraba a través del parabrisas, a través de un manto de lágrimas. En estos momentos haría lo que fuera, lo que fuera, cualquier cosa, para volver a tener a su madre entre sus brazos.

Y para matar a Ricky.

Quiso pisar el acelerador y pasarle por encima ahora mismo, hacerle papilla.

Volvieron a desaparecer entre los árboles. Ricky tiraba de su madre con brusquedad, mientras ella medio caminaba, medio tropezaba hacia el bosquecillo. Los arbustos se cerraron en torno a ellos como la niebla.

Abby asió el tirador de la puerta, casi incapaz de evitar bajarse del coche y salir corriendo tras ellos. Pero esperó, asustada por su amenaza y ahora mucho más convencida de que mataría a su madre y disfrutaría haciéndolo.

Tal vez, en su mente retorcida, valorara mucho más eso que recuperar sus sellos.

¿Dónde estaban el sargento Branson y su equipo? Debían de estar cerca. Le había asegurado que estarían cerca. Estaban bien escondidos, pensó, seguro. No veía un alma.

Lo que significaba, esperaba, que Ricky tampoco.

Pero estaban escuchando. Le habrían oído. Habrían oído su amenaza. No entrarían corriendo en el bosquecillo e intentarían agarrarle, ¿no? No podían arriesgarse a que dejara caer la furgoneta por el precipicio.

No por unos putos sellos, ¿verdad?

La voz de Ricky volvió al teléfono.

– ¿Satisfecha?

– ¿Puedo llevármela ya, por favor, Ricky? Tengo los sellos.

– Haremos lo siguiente, Abby. Escúchame bien, sólo voy a decirlo una vez. ¿De acuerdo?

– Sí.

– Deja el motor en marcha y también el móvil encendido, en el coche, para que pueda oír el motor. Bájate y deja la puerta bien abierta. Trae los sellos y camina veinte pasos hacia mí y luego párate. Yo iré hacia ti. Cogeré los sellos y luego subiré a tu coche. Tú entrarás en la furgoneta. Tu madre está dentro y está bien. Ahí es donde tienes que ir con sumo cuidado. ¿Te das cuenta?

– Sí.

– Cuando llegues a la furgoneta, yo ya habré mirado los sellos. Si no me gusta lo que veo, conduciré directamente hacia la furgoneta y la tiraré por el acantilado. ¿Te queda claro?

– Sí. Te gustará lo que verás.

– Bien -dijo Ricky-. Entonces no tendremos problemas.

Sin querer mover demasiado la cabeza, por si la observaba con unos prismáticos, Abby miró a su alrededor tanto como pudo. Pero lo único que vio fueron pastos pelados azotados por el viento, una estructura pequeña y curvada de ladrillo con algunos bancos vacíos, que sería algún tipo de punto de observación, y unos arbustos solitarios, ninguno lo bastante grande como para ocultar a una persona. ¿Dónde estaban los hombres del sargento Branson?

Al cabo de un par de minutos, volvió a oír a Ricky.

– Sal del coche ahora y haz lo que te he dicho.

Abby abrió la puerta, pero era una batalla perdida contra el viento.

– ¡La puerta se cerrará! -le gritó al altavoz, presa del pánico.

– Sujétala con algo.

– ¿Con qué?

– Dios mío, mujer estúpida, algo habrá en el coche. Un manual, el contrato de alquiler. Quiero ver que dejas la puerta abierta. Te estoy observando.

Abby sacó el sobre con los documentos del alquiler del coche del bolsillo interior, empujó la puerta para abrirla y lo sacudió en el aire, para que Ricky pudiera verlo. Entonces se bajó. El viento soplaba tan fuerte que una ráfaga casi la tumbó y le arrancó la puerta de la mano, que se cerró de golpe. La abrió de nuevo, dobló el sobre en dos, para hacer una cuña más gruesa, cogió el sobre acolchado y acompañó la puerta hasta que encontró el tope de la cuña.

Luego, con el viento tirando tan fuerte de las raíces de su pelo que le hacía daño, los oídos doloridos y la ropa sacudiéndose con fuerza, dio veinte pasos inestables hacia el bosquecillo con los ojos disparados en todas las direcciones, la boca seca, muerta de miedo, pero ardiendo de rabia. Seguía sin ver a nadie. Excepto a Ricky, que ahora caminaba hacia ella.

El extendió la mano para coger el sobre con una sonrisa adusta de satisfacción.

– Ya era hora, joder -le dijo, y se lo arrebató con avaricia.

Entonces, con todas sus energías y todo el veneno acumulado que sentía por él, Abby levantó el pie derecho y le asestó un golpe tan fuerte como pudo entre las piernas. Tan fuerte que le dolió un horror.

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