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Octubre de 2007


Ricky se quedó sin aire. Mientras se doblaba en dos, sus ojos se hincharon de dolor y sorpresa. Entonces Abby le dio un bofetón tan fuerte que el hombre cayó de lado. Le dio otra patada en la entrepierna, pero él le agarró el pie y se lo retorció bruscamente. Le dolió mucho y provocó que se estrellara contra la hierba mojada.

– Zorra de…

Se quedó callado al oír el rugido de un motor.

Los dos lo oyeron.

Casi sin poder creérselo, Ricky se quedó mirando la camioneta de los helados que subía hacia ellos dando botes por el sendero. Y a poca distancia, seis agentes de policía con chalecos antipuñaladas se acercaban corriendo desde un lado del hotel.

Ricky se puso de pie con dificultad.

– ¡Puta! ¡Has hecho un trato! -chilló.

– ¿Como el que hiciste tú con Dave? -le gritó ella.

Ricky recogió los sellos y se dirigió hacia el Honda. Abby corrió hacia el bosquecillo tan deprisa como pudo, olvidando el dolor en el pie. Detrás de ella, oyó el rugido de un motor. Giró la cabeza. Era la camioneta de los helados y vio que dentro había dos hombres. Luego, delante, a través de los troncos y las ramas y las hojas, vio partes de una furgoneta blanca.

Cegado por el dolor y la ira, Ricky se subió al Honda, metió la marcha y quitó el freno de mano antes incluso de cerrar la puerta. «Esa zorra se va a enterar.»

Aceleró a fondo, para ganar velocidad, y condujo directo hacia el bosquecillo. En estos momentos, no le importaba caer él también por el acantilado con tal que la madre de aquella zorra se despeñara. Con tal que Abby se pasara el resto de su puta vida lamentándolo.

Entonces una mancha de color apareció de repente delante de él.

Ricky pisó el freno, bloqueó las ruedas y soltó un taco. Giró el volante con brusquedad hacia la derecha, para intentar esquivar la camioneta de los helados, que había cruzado por delante del bosquecillo, eliminando la oportunidad de chocar contra el vehículo que se escondía dentro. El Honda dio la vuelta describiendo un arco ancho y la parte trasera chocó con el parachoques trasero de la camioneta de los helados y lo arrancó.

Luego, horrorizado, vio que dos coches pequeños, que había supuesto que pertenecían al personal del hotel, cruzaban a toda velocidad la hierba y se dirigían hacia él. Las luces azules giraban detrás de los parabrisas, las sirenas gemían.

Volvió a pisar el acelerador, desorientado por un momento, girando y girando. Uno de los vehículos se interpuso en su camino. Ricky dio media vuelta, bajó por un terraplén pronunciado, atravesó un dique, subió por el otro lado y llegó al asfalto firme de la carretera.

Luego, consternado, vio unas luces azules que bajaban a toda velocidad por la derecha.

– Joder. Mierda. Mierda, joder.

Presa de un pánico terrible, giró el volante a la izquierda y pisó el acelerador.

La única puerta de la furgoneta vieja y oxidada que no estaba obstruida por ramas y arbustos era la del conductor. Preocupada, Abby la abrió con cuidado, consciente de la advertencia sobre lo cerca que se encontraba del borde del acantilado.

Arrugando la nariz por el olor apestoso a heces, a tabaco y humanidad que había dentro, gritó:

– ¿Mamá? ¿Mamá?

No obtuvo respuesta. Con una punzada de terror, puso el pie en el escalón y subió al asiento delantero. Durante un momento terrible, escudriñando la oscuridad de la parte trasera, pensó que su madre no estaba allí. Lo único que veía era una especie de aparato electrónico, ropa de cama y una rueda de repuesto. La furgoneta se balanceó por el viento y un golpeteo resonó dentro.

Luego, a pesar del ruido, escuchó un débil y tímido:

– ¿Abby? ¿Eres tú?

Fueron, sin ningún género de dudas, las palabras más dulces que había oído en toda su vida.

– ¡Mamá! -gritó-. ¿Dónde estás?

– Aquí. -La voz de su madre era débil y sonaba sorprendida, como si dijera: «¿Dónde debería estar?».

Entonces Abby estiró el cuello por encima del asiento y vio a su madre, enrollada en la alfombra, asomando sólo la cabeza, tumbada en el suelo justo detrás de ella.

Pasó al otro lado, la furgoneta resonó cuando sus pies pisaron el suelo de metal desnudo. Se arrodilló y besó la mejilla húmeda de su madre.

– ¿Estás bien? ¿Estás bien, mamá? Tengo tu medicación. Voy a llevarte al hospital. -Tocó la frente de su madre. Estaba caliente y sudada-. Ahora estás a salvo. Se ha ido. Estás bien. Hay policía por todas partes. Te llevaré al hospital.

– Creo que tu padre ha estado aquí hace un minuto -susurró su madre-. Acaba de marcharse.

Abby comprendió que estaba delirando. Por la fiebre o la falta de medicamentos o ambas cosas. Y sonrió a pesar de las lágrimas.

– Te quiero muchísimo, mamá -dijo-. Muchísimo.

– Estoy bien -dijo su madre-. Estoy cómoda y enrolla-dita en la alfombrita.

Cassian Pewe bajó un momento su teléfono y se volvió hacia Grace.

– El Objetivo Dos está en el coche del Objetivo Uno, solo. Viene hacia aquí. Hay que interceptarlo si podemos, sin riesgos, pero llegan refuerzos detrás de nosotros.

Grace arrancó el motor. Ninguno de los dos hombres llevaba el cinturón de seguridad, una práctica común en las tareas de vigilancia para bajarse deprisa del coche si hacía falta. Tras escuchar el informe de lo que estaba ocurriendo, Grace pensó que debían ponérselo. Pero justo cuando iba a coger el suyo, Pewe dijo:

– Ahí está.

Entonces Grace también vio el Honda negro a quinientos metros de distancia, bajando la colina sinuosa a toda velocidad. Oyó el chirrido de los neumáticos.

– Objetivo Dos a la vista -dijo Pewe por radio.

– La prioridad es la seguridad de todo el mundo -dijo el comisario-. Si hace falta, Roy, tal vez tengas que utilizar tu vehículo en la operación.

Consternado, Pewe vio que Grace atravesaba el Alfa Romeo en la carretera estrecha, ocupando los dos carriles. Y se percató de que él estaba en el lado del todoterreno negro que iba hacia ellos. El lado que recibiría el impacto si el coche no frenaba.

Ricky agarró con fuerza el volante y los neumáticos volvieron a chirriar al tomar una curva larga de bajada a la izquierda. Si se salía de la carretera no había a donde ir en ninguno de los dos lados, sólo un terraplén pronunciado. Entonces cogió bruscamente una curva a la derecha.

Al salir de ella, vio un Alfa Romeo granate atravesado en la carretera delante de él. Un hombre rubio le miraba con ojos saltones por la ventanilla.

Pisó el freno y el coche se detuvo patinando a tan sólo unos metros de la puerta. Puso la marcha atrás y, mientras lo hacía, oyó el quejido de las sirenas. A lo lejos, vio dos Range Rovers de la policía que bajaban a toda velocidad por la colina, las luces brillantes.

Hizo un cambio de sentido en tres movimientos, aceleró a fondo y regresó por donde había venido. Por el retrovisor, vio que el Alfa Romeo salía tras él y los dos Range Rovers les seguían de cerca. Pero le interesaba más lo que tenía delante. O, más concretamente, lo que había delante del bosquecillo. Porque aunque la camioneta de los helados siguiera allí, un toque brusco por un lado serviría.

Luego cogería la carretera abandonada, que ahora sólo era un camino de carros cubierto de hierba pero que seguía utilizándose. La había encontrado y comprobado y estaba seguro de que la policía no habría pensado en ella.

Saldría de ésta. Aquella zorra nunca tendría que haberse metido con él, jamás.

Roy Grace pronto atrapó al pesado Honda y se quedó unos metros detrás de él. Pewe anunció por radio que estaban aproximándose al hotel Beachy Head.

De repente, el Honda giró bruscamente a la derecha, dejó la carretera y subió por el prado que la separaba del borde del acantilado.

Grace hizo lo mismo, con una mueca de dolor cuando la suspensión de su querido Alfa Romeo tocó el suelo. Oyó y sintió el chirrido del tubo de escape al raspar la tierra y algo que caía, pero estaba tan concentrado en el Honda que apenas lo asimiló.

Delante de ellos había un grupo de vehículos y personas. Vio el camión de British Telecom obstruyendo la carretera, con una multitud de agentes de policía cerca. Dos motos. Pewe subió el volumen de la radio.

– Es posible que el Objetivo Dos vaya hacia la furgoneta -dijo una voz-.Está en el bosquecillo detrás de la camioneta de los helados. Interceptadle. El Objetivo Uno está dentro con su madre.

Pewe señaló a través del parabrisas.

– Ahí está, Roy. Se dirige hacia allí.

Grace vio el bosque oval, con la camioneta de los helados de colores brillantes aparcada a poca distancia.

El Objetivo Dos estaba acelerando.

Grace redujo una marcha y pisó el acelerador. El Alfa salió disparado hacia delante, la suspensión volvió a tocar el suelo y los dos hombres, que no llevaban puesto el cinturón, botaron en sus asientos y se golpearon la cabeza con el techo.

– Lo siento -dijo Grace en tono grave mientras se ponía junto al Honda.

Fuera, en su lado, a pocos centímetros de la puerta, había una guardarraíl de aspecto endeble que daba al acantilado. Vislumbró fugazmente al Objetivo Dos, un hombre de barba poblada que llevaba una gorra de béisbol. A su derecha, el guardarraíl terminaba de repente y los arbustos marcaban una pendiente totalmente desprotegida.

Grace atravesó la maleza, con la esperanza sombría de que los arbustos no ocultaran un accidente en el acantilado y se despeñaran de repente con el coche.

Levantó el pie del acelerador y siguió conduciendo al lado del Honda, pensando en cómo obligarle a alejarse del borde. El bosque y la camioneta de los helados se acercaban a toda velocidad.

Como adelantándose a sus pensamientos, el Objetivo Dos giró el volante del Honda hacia la derecha y chocó con fuerza contra el lado del copiloto del Alfa Romeo. Pewe chilló y el Alfa Romeo se desplazó peligrosamente hacia el borde.

El bosque estaba aún más cerca.

El Honda les dio otro golpe. Como era un coche más pesado, los empujó todavía más hacia el borde. Dieron botes por algunas piedras y por el suelo irregular. Luego les golpeó otra vez, todavía más hacia el borde.

– ¡Roy! -chilló Pewe, agarrándose al cinturón desabrochado, aterrorizado.

Tenían el paso cerrado. Grace pisó el acelerador y el Alfa Romeo avanzó a toda prisa. Ahora el bosque no estaba a más de doscientos metros. Se puso delante del Honda bruscamente y, luego, con la intención de ocultar su próximo movimiento, tiró del freno de mano hasta arriba en lugar de pisar el pedal.

El efecto fue instantáneo y espectacular y no fue el que esperaba. La parte trasera del Alfa Romeo perdió agarre y el coche comenzó a deslizarse hacia un lado. Casi al instante, el Honda chocó contra la parte de atrás y provocó que el Alfa Romeo diera una vuelta de campana.

La fuerza del impacto hizo que el Honda girara a la izquierda, fuera de control, y chocara contra la parte trasera de la camioneta de los helados.

Grace sintió que atravesaba el aire, ingrávido. Un aire que era una cacofonía de ruidos metálicos que resonaban y tronaban.

Aterrizó con un golpazo que lo dejó sin aliento y le sacudió todos los huesos del cuerpo, y con una fuerza que le hizo rodar varias veces, con impotencia, como si hubiera salido disparado de una atracción de feria. Luego, por fin, aterrizó con la cara en la hierba mojada, con la boca aplastada en el barro.

Por un instante, no tuvo la seguridad de si estaba vivo o muerto. Le estallaron los oídos. Hubo un momento de silencio. El viento aullaba. Entonces oyó un grito horrible, pero no tenía ni idea de dónde provenía.

Se puso en pie con dificultad y se cayó de inmediato. Era como si alguien hubiera cogido el suelo y le hubiera dado la vuelta. Volvió a levantarse, balanceándose atolondrado, examinando la escena. El capó del Honda, inclinado de un modo extraño, estaba incrustado en la parte trasera destrozada de la camioneta de los helados. El conductor del Honda parecía aturdido y empujaba la puerta mientras dos policías con chalecos antipuñaladas tiraban de ella. De debajo de la furgoneta, salía humo. Varios agentes más corrían hacia el lugar.

Entonces volvió a oír el chillido.

¿Dónde estaba su coche?

Y, de repente, le invadió un terror terrible y escalofriante.

«¡No! ¡Oh, Dios mío, no!»

Volvió a oír el chillido.

Y otra vez más.

Venía de debajo de la cima del acantilado.

Se tambaleó hacia el borde y, luego, deprisa, retrocedió un paso. Había sufrido vértigo toda la vida y el mero desnivel hasta el mar era más de lo que podía soportar mirar.

– ¡Socooooooooorrooo!

Se puso a cuatro patas y comenzó a avanzar lentamente, consciente del dolor que sentía en el cuerpo. Hizo caso omiso y llegó al borde, donde se encontró mirando a la parte de abajo de su coche, que estaba atrapado en varios árboles pequeños, el morro en el acantilado y la parte de atrás hacia fuera, balanceándose como un trampolín. Dos ruedas estaban girando.

La primera parte del desnivel era una pendiente corta y pronunciada llena de árboles. Acababa en un borde cubierto de hierba, unos seis metros más abajo, y luego caía unos cien metros, hacia las rocas y el agua. A Grace le dio mucha impresión y retrocedió hasta donde se sentía más seguro. Entonces volvió a oír el grito.

– ¡Socorro! ¡Dios mío, socorro! ¡Ayudadme, por favor!

Era Cassian Pewe, comprendió. Pero no le veía.

Enfrentándose a su miedo, caminó despacio otra vez hacia el borde, miró abajo y gritó:

– ¿Cassian? ¿Dónde estás?

– Ayúdame. Por favor, ayúdame. Ayúdame, Roy, por favor.

Grace miró hacia atrás desesperado, pero todos los demás parecían ocupados con la furgoneta y el Honda, que parecía a punto de arder.

Volvió a mirar abajo.

– ¡Ya voy! Por el amor de Dios, ya voy.

El terror que teñía la voz del hombre le impulsó a actuar. Respirando hondo, se inclinó, agarró una rama y la evaluó, esperando que resistiera. Luego se balanceó por encima del borde. Al instante, sus zapatos de piel resbalaron en la hierba mojada, el brazo con el que se agarraba a la rama se le desencajó y sintió un dolor atroz. Y en ese momento se dio cuenta de que lo único que impedía que se deslizara por aquel desnivel pronunciado hasta el borde del acantilado, y cayera en el olvido, era esta única rama a la que se aferraba con la mano derecha.

Y ahora comenzaba a ceder. Notaba cómo se desprendía.

Estaba verdaderamente aterrado.

– ¡Ayúdame, por favor! ¡Me estoy cayendo! -volvió a gritar Pewe.

Presa del pánico, Roy encontró deprisa otra rama y, luego, agarrándose a ella mientras el viento lo zarandeaba, como si intentara tirarle por el acantilado, bajó un poco más.

«No mires abajo», se dijo.

Se golpeó el dedo del pie con la ladera y encontró un pequeño lugar resbaladizo donde apoyarse. Luego encontró otra rama. Ahora estaba junto al chasis sucio y parcialmente hundido de su coche. Las ruedas habían dejado de girar y el vehículo se columpiaba como un balancín.

– Cassian, ¿dónde demonios estás? -gritó, intentando no mirar más allá del coche.

El viento se llevó al instante sus palabras.

La voz de Pewe quedaba amortiguada por el terror.

– Debajo. Te veo. ¡Date prisa, por favor!

De repente, horrorizado, Roy vio que la rama a la que se agarraba cedía. Por un momento terrible, pensó que iba a caer. Buscó otra a toda prisa y la cogió, pero se partió. Estaba cayendo, deslizándose al lado del coche. Deslizándose hacia el borde de hierba y el vacío. Asió otra rama, llena de hojas afiladas, que le resbaló por la palma de la mano y se la quemó, pero era joven, mullida y fuerte. Aguantó, pero casi se le soltó el brazo. Entonces encontró otra rama con la mano izquierda y se aferró a ella desesperadamente. Aliviado, comprobó que era más robusta.

Oyó gritar a Pewe otra vez.

Vio una sombra enorme encima de él. Era su coche. Colgado a seis metros sobre su cabeza, como una plataforma, meciéndose peligrosamente. Pewe estaba suspendido boca abajo de la puerta del copiloto, los pies enrollados en el cinturón de seguridad, que era lo único que impedía que se despeñara.

Grace miró abajo y al instante deseó no haberlo hecho. Estaba justo en el borde del acantilado. Miró un momento el agua que se estrellaba contra las rocas. Notó la gran fuerza de la gravedad en los brazos y el viento feroz e incesante que lo azotaba. Un resbalón. Sólo un resbalón.

Jadeando, aterrado, comenzó a dar puntapiés en el terreno para tener donde apoyarse. De repente, la rama que sujetaba con la mano derecha se movió un poco. Dio otra patada más fuerte a la tierra de caliza mojada y al cabo de unos momentos había hecho un espacio lo bastante grande como para meter el pie y auparse.

Pewe volvió a gritar.

Intentaría ayudarle enseguida, pero primero debía intentar salvarse él. Muerto no iba a servir de ayuda a ninguno de los dos.

– ¡Roooooy!

Dio patadas con el pie izquierdo, para cavar otro agujero. Al cabo de un rato, con los dos pies bien asentados, se sintió un poco mejor, aunque no del todo seguro.

– ¡Me estoy cayendo, Rooooy! Dios mío, sácame de aquí. Por favor, no me dejes caer. No me dejes morir.

Roy estiró el cuello, tomándose su tiempo para cada movimiento, hasta que vio la cara de Pewe a unos tres metros encima de él.

– ¡Mantén la calma! -gritó-. Intenta no moverte.

Oyó un crujido fuerte cuando una rama cedió. Miró deprisa arriba y vio que el coche se balanceaba. Descendió varios centímetros, meciéndose más peligrosamente aún. Mierda. El puto coche iba a aplastarle.

Con cuidado, centímetro a centímetro, sacó su radio, aterrado por si se le caía, y llamó para pedir ayuda. Le aseguraron que ya estaba en camino, que ya estaba organizándose un helicóptero de rescate.

«Dios mío. Tardará una eternidad en llegar.»

– ¡Por favor, no me dejes morir! -sollozó Pewe.

Miró hacia arriba, examinando el cinturón con cuidado y tan bien como pudo. Parecía bien enrollado en el pie de su compañero. El viento mantenía abierta la puerta abollada. Luego miró cómo se mecía el coche. Demasiado. Las ramas comenzaban a ceder, crujían, se rompían. Era un sonido terrible. ¿Cuánto tiempo iban a aguantar? Cuando cedieran, el coche se deslizaría boca abajo por la pendiente, tan pronunciada como una rampa de saltos de esquí, y caería al vacío por el acantilado.

Pewe empeoraba las cosas al doblar el cuerpo cada rato, intentando levantarse, pero era imposible que pudiera conseguirlo.

– Cassian, deja de retorcerte -gritó Grace, con la voz casi ronca-. Trata de quedarte quieto. Necesito ayuda para auparte. No me atrevo a hacerlo solo. No quiero arriesgarme a que el coche se desplace.

– ¡Por favor, no me dejes morir, Roy! -dijo Pewe llorando, retorciéndose como un pez en un anzuelo.

Hubo otra ráfaga feroz. Grace se agarró a las ramas con fuerza, el viento llenaba su chaqueta, tirando de ella como de una vela, dificultándole todavía más las cosas. Durante varios momentos, hasta que el viento amainó, no se atrevió a mover ni un músculo.

– No vas a dejarme morir, ¿verdad, Roy? -le suplicó Pewe.

– ¿Sabes qué, Cassian? -le respondió Grace gritando-. En realidad me preocupa más mi maldito coche.

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