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Octubre de 2007


Temblando de terror, Abby observó la sombra sigilosa, escuchó el chirrido de una deportiva sobre el parquet brillante del recibidor, seguido por el crujido de un papel.

Entonces apareció Ricky.

Se quedó en la puerta y se apoyó con indiferencia en el marco, con una cazadora de cuero de motociclista con la cremallera desabrochada y una camiseta blanca sucia debajo. Llevaba una barba de varios días y tenía el pelo grasiento, como si el casco se lo hubiera aplastado. Estaba distinto de la última vez que lo había visto. Ya no tenía el aspecto de un surfista relajado, sino de un hombre obsesionado. Había envejecido en tan sólo un par de meses. Había perdido peso y estaba demacrado, con ojeras y bolsas en los ojos. Olía muy mal.

Dios mío, ¿cómo había podido gustarle?

Estaba sonriendo, como si le leyera el pensamiento, pero no era una sonrisa que ella conociera. No era una sonrisa típica de Ricky. Era más bien una máscara que se había puesto. Logró vislumbrar su reloj. Eran las 22.50. ¿Había estado inconsciente casi cuatro horas?

Entonces vio el sobre acolchado. Ricky lo levantó, asintió y lo puso boca abajo. El contenido, el Times y el Guardian del viernes, cayó al suelo.

– Qué bien volver a verte, Abby -dijo. No había alegría en su voz.

Ella intentó hablar, pedirle que la desatara, pero su garganta sólo logró articular un sonido apagado.

– ¡Me alegro de que sientas lo mismo! Sólo estoy un poco confuso por que quieras mandarle a alguien unos periódicos viejos en un sobre acolchado -Leyó la dirección-: Laura Jackson. Stable Cottages, 6. Rodmell ¿Es una vieja amiga tuya? Pero ¿por qué querrías enviarle unos periódicos viejos? No tiene demasiado sentido para mí. A menos, claro está, que se me haya escapado algo. ¿Se me escapa algo? ¿Tal vez la prensa no llega a Rodmell?

Abby lo miró.

Ricky rompió el sobre en dos y de dentro salió una especie de lanilla. Luego, procurando coger sólo unos trocitos cada vez, rasgó el resto del sobre. Cuando acabó, meneó la cabeza con desaprobación y dejó que el último pedazo cayera al suelo.

– He leído los dos periódicos y no he encontrado ninguna pista. Pero bueno, eso ahora ya no importa, ¿verdad?

La miró fijamente a los ojos, sin apartar la vista, todavía sonriendo. Divirtiéndose.

Abby pensaba deprisa. Sabía qué quería Ricky. Y también sabía que, para conseguirlo, tendría que dejarla hablar. Petrificada, se devanó los sesos, pensando, pensando. Pero no se le ocurría nada.

Ricky desapareció unos momentos. Regresó con la maleta azul grande de Abby y la dejó en el suelo, a plena vista desde la puerta. Se arrodilló, abrió la cremallera y levantó la tapa.

– Qué bien hecha está -dijo, mirando el contenido-. Todo muy cuidado y ordenado. -Su voz se volvió amarga-. Pero supongo que tienes mucha práctica en eso de hacer maletas y salir corriendo.

De nuevo, sus ojos grises se clavaron en los de ella. Y Abby vio algo que no había visto nunca, algo nuevo. Había oscuridad en ellos: una oscuridad verdadera, como si su alma estuviera muerta.

Ricky comenzó a deshacer la maleta, artículo por artículo. Primero sacó un jersey de punto que estaba doblado encima de sus neceseres de aseo y maquillaje. Lo desdobló sin prisas, lo revisó con cuidado, lo volvió del revés y luego, cuando quedó satisfecho, se lo puso alrededor de los hombros.

Abby tenía muchas ganas de hacer pis, pero estaba decidida a no humillarse delante de él ni a darle la satisfacción de ver su miedo. Así que se aguantó y le observó.

Estaba tomándose su tiempo, su lentitud era increíble, agónica, casi como si percibiera la necesidad que tenía Abby.

Gracias al reloj de Ricky, vio que habían pasado casi veinte minutos cuando terminó de deshacer la maleta tras sacar el último artículo, su secador de viaje, que deslizó por el suelo del pasillo y se estrelló contra el zócalo.

Abby intentaba moverse todo el rato. Nada cedía, nada. Las muñecas y los tobillos le dolían horrores. Notaba el trasero entumecido y tenía que apretar las rodillas para combatir las ganas de hacer pis.

Sin decir palabra, Ricky empujó la maleta a un lado y se marchó por el pasillo. Abby se moría de sed, pero ése era el menor de sus problemas. Tenía que soltarse. Pero ¿cómo?

Hizo pis. Al menos aún era capaz de hacer eso, no se lo había tapado con cinta. Entonces se sintió mejor. Estaba exhausta, la cabeza le estallaba, pero ahora podía pensar con un poco más de claridad.

Si pudiera conseguir que le quitara la cinta, al menos podría hablar con él, intentar razonar con él.

Quizás incluso llegar a un trato.

Ricky era un hombre de negocios.

Pero eso dependería de lo duro que se mostrara.

Ahora estaba volviendo. Traía un vaso de whisky con hielo en la mano y fumaba un cigarrillo. El olor dulce e intenso la tentaba. Lo habría dado prácticamente todo por una calada. Y una copa, de lo que fuera.

Hizo repiquetear los cubitos de hielo y movió las ventanas de la nariz. Avanzó y alargó la mano detrás de ella. Abby oyó un ruido metálico, luego comprendió que había tirado de la cadena y notó las gotitas de agua fría salpicándole el trasero.

– Cerda -dijo-. Tienes que tirar de la cadena cuando vas al baño. A ti te gusta tirar a los otros por el retrete. -Tiró la ceniza al suelo-. Qué pisito más bonito tienes. Desde la calle no lo parece. -Hizo una pausa y reflexionó-. Pero, por otro lado, supongo que mi furgoneta no parece gran cosa desde aquí arriba.

La palabra la golpeó como un puñetazo. Furgoneta. ¿Esa furgoneta blanca y vieja? ¿La que no se había movido? ¿Tan estúpida había sido que no había pensado en esa posibilidad?

Intentó suplicarle con los ojos, pero lo único que hizo Ricky fue girar la cabeza burlonamente, bebió más whisky, se fumó el cigarrillo hasta el filtro, lo tiró al suelo y lo pisó.

– Muy bien, Abby, tú y yo vamos a tener una pequeña charla. Muy sencillo todo. Yo te hago preguntas, tú mueves los ojos a la derecha para contestar «sí» y a la izquierda para responder que «no». ¿Hay alguna parte que no hayas entendido?

Abby intentó decir que no con la cabeza, pero no pudo. Sólo podía moverla un poquito a derecha e izquierda.

– No, Abby, no me has escuchado bien. He dicho que movieras los ojos, no la cabeza. ¿Quieres enseñarme que lo has captado?

Tras unos momentos de duda, Abby movió los ojos a la derecha.

– ¡Buena chica! -dijo Ricky, como si felicitara a un cachorro-. ¡Muy buena chica!

Dejó el vaso, sacó otro cigarrillo y lo sujetó entre los labios. Luego volvió a coger el vaso, agitando los cubitos de hielo.

– Buen whisky -dijo-. De malta. Caro. Pero supongo que para ti el dinero no es ningún problema, ¿verdad?

Se arrodilló, para quedar a la altura de sus ojos, y se inclinó hacia delante, hasta que sólo les separaron unos centímetros.

– ¿Eh? ¿El dinero? ¿No supone ningún problema para ti?

Abby miró fijamente al frente, temblando de frío.

Luego, Ricky dio una calada a su cigarrillo y le echó el humo a la cara. Le picaron los ojos.

– ¿El dinero? -repitió-. No supone ningún problema para ti, ¿verdad?

Entonces se levantó.

– La cuestión, Abby, es que no hay mucha gente que sepa que estás aquí. No hay mucha, no, lo que significa que nadie va a echarte de menos. Nadie va a venir a buscarte. -Bebió un poco de whisky-. Bonita ducha. No has escatimado en gastos. Imagino que te gustaría disfrutarla. En fin, soy un hombre justo.

Hizo tintinear los cubitos de hielo con fuerza, mirando el vaso, y por un momento Abby creyó que realmente iba a ofrecerle un trato.

– Ésta es mi oferta: o te hago daño hasta que me lo devuelvas todo o simplemente me lo devuelves todo. -Volvió a sonreír-. Me parece que la decisión es obvia.

Dio una calada lenta, relajada, a su cigarrillo, como si disfrutara viéndola observándolo, sabiendo que seguramente Abby se moría por fumarse uno. Ricky ladeó la cabeza y permitió que un remolino de humo azul escapara de su boca y subiera flotando hacia arriba.

– Tengo una idea -dijo-. Dejaré que lo consultes con la almohada.

Entonces cerró la puerta.

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