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Octubre de 2007


Abby, tumbada en el suelo duro enmoquetado, miró el cartel pequeño junto al panel de botones en la pared gris. En letras rojas mayúsculas sobre fondo blanco decía:


En caso de averia

yamar al 013 228 7828

o marcar el 112

La mala ortografía no le transmitió demasiada confianza precisamente. Debajo del panel de botones había una puertecita de cristal estrecha con una grieta. Despacio, centímetro a centímetro, se arrastró por el suelo. Sólo estaba a un paso, pero como el ascensor se balanceaba con violencia con cada movimiento, era como si se encontrara en la otra punta del mundo.

Por fin la alcanzó, la abrió y descolgó el auricular, que pendía de un cable enrollado.

No había línea.

Dio unos golpecitos en la horquilla y el ascensor volvió a agitarse con fuerza, pero no hubo ningún sonido. Marcó los números, por si acaso. Nada tampoco.

«Genial -pensó-. Estupendo.» Entonces sacó con cuidado el móvil de su bolso y marcó el 112.

El teléfono le respondió con un pitido agudo. En la pantalla apareció el mensaje: Sin cobertura de red.

– Dios mío, no, no me hagas esto.

Respirando deprisa, apagó el teléfono. Luego, unos segundos después, volvió a encenderlo, observó, esperando a que apareciera sólo una rayita. Pero no pasó nada.

Volvió a marcar el 112 y escuchó el mismo pitido agudo y recibió el mismo mensaje. Volvió a intentarlo, luego otra vez, pulsando las teclas cada vez más fuerte.

– Vamos, vamos. Por favor, por favor.

Volvió a mirar la pantalla. A veces la cobertura iba y venía. Quizá si esperaba…

Entonces gritó, primero tímidamente.

– ¿Hola? ¡Socorro!

Su voz sonó débil, encapsulada.

Se llenó los pulmones de aire y gritó a voz en cuello:

– ¿Hola? ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me he quedado encerrada EN EL ASCENSOR!

Esperó. Silencio.

Un silencio tan alto que podía oírlo. El zumbido de una de las luces del panel de arriba. Los latidos de su corazón. El sonido de la sangre fluyendo por sus venas. El silbido acelerado de su propia respiración.

Veía las paredes cerrándose sobre ella.

Cogió aire, luego lo soltó. Volvió a mirar la pantalla del móvil. Le temblaba tanto la mano que le resultaba casi imposible leerla.

Los números estaban borrosos. Respiró hondo una vez y luego otra. Marcó de nuevo el 112. Nada. Colgó el teléfono y golpeó con fuerza la pared.

Hubo un estruendo y el ascensor se balanceó de forma alarmante, pegó en una pared del hueco y descendió unos centímetros más.

– ¡Socorro! -chilló Abby.

Incluso ese grito provocó que el ascensor se meciera y chocara otra vez contra uno de los lados. Se quedó quieta. El ascensor dejó de moverse.

Entonces, además de terror, sintió un fogonazo de ira histérica por encontrarse en aquel aprieto. Avanzó unos pasos y empezó a golpear las puertas metálicas y a chillar al mismo tiempo; gritó hasta que le dolieron los oídos por el estrépito y se le secó tanto la garganta que no pudo continuar y comenzó a toser, como si hubiera tragado polvo.

– ¡Quiero salir!

Entonces, de repente, notó que el ascensor se movía, como

si alguien hubiera empujado el techo hacia abajo. Miró deprisa arriba y aguantó la respiración, a la escucha. Pero lo único que oyó fue silencio.

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