Octubre de 2007
Abby, que esperaba en el sofá de piel del despacho de Hugo Hegarty, sopló su té y bebió un sorbo. Luego cogió una galleta. No había desayunado nada y notaba la necesidad de tomar azúcar. Cuando Hegarty por fin regresó, parecía haberse ausentado mucho rato.
– Disculpe la espera -dijo con educación, y se sentó detrás de su mesa. Luego volvió a mirar los sellos unos momentos-. Son todos de una calidad excelente -dijo-. Están nuevos. Es una colección muy importante.
Abby sonrió.
– Gracias.
– ¿Y quiere venderlos todos?
– Sí.
– ¿En qué precio está pensando?
– El valor de catálogo es algo superior a los cuatro millones de libras -contestó ella.
– Sí, correcto, más o menos. Pero me temo que nadie va a pagarle precios de catálogo. Cualquiera que los compre querrá sacar un margen. Cuanto mejor sea su procedencia, más bajo será ese margen, por supuesto.
– ¿Usted está dispuesto a comprarlos? -le preguntó Abby-. ¿A un precio reducido?
– ¿Puede explicarme más detalladamente cómo llegaron a sus manos? Anoche dijo que estaba vaciando y ordenando la casa de su tía.
– Sí.
– En Sydney, Australia.
Ella asintió.
¿Cómo se llamaba su tía?
– Anne Jennings.
– ¿Y tiene algo para demostrarme la cadena de título?
– ¿Qué necesita?
– Una copia de su testamento. Tal vez pudiera pedirle a su abogado que se lo mandara por fax. No sé qué hora será ahora allí. -Miró su reloj-. De noche, creo. Podría hacerlo mañana.
– ¿Y cuánto me pagaría por la colección?
– ¿Con una cadena de título? Estaría dispuesto a pagarle dos y medio. Millones.
– ¿Y sin ella? ¿A tocateja, ahora?
Hegarty dijo que no con la cabeza sonriendo irónicamente.
– Me temo que conmigo no funciona así.
– Me habían dicho que usted era el hombre al que tenía que acudir.
– No, ya no. Mire, señorita, le daré un consejo: divida la colección. Es demasiado grande, la gente le hará preguntas. Divídala ya. Hay algunos comerciantes aquí en el Reino Unido. Lleve una plancha a uno, otra a otro. Tal vez pueda verse con algunos comerciantes del extranjero, regatee con ellos. No tiene que aceptar sus precios si no le gustan. Véndalos sin hacer ruido, durante un par de años, y así no llamará la atención de nadie.
Hegarty recogió los sellos con cuidado, de un modo casi reverencial, y volvió a guardarlos todos en sus hojas protectoras.
Destrozada, Abby dijo con voz débil:
– ¿Puede recomendarme algún comerciante aquí en el Reino Unido?
– Sí, a ver, déjeme pensar. -Recitó de un tirón varios nombres mientras metía los sellos en el sobre acolchado. Abby los apuntó. Luego añadió, como si se le ocurriera de pronto-: Naturalmente, se me ocurre alguien más.
– ¿Quién?
– He oído que Chad Skeggs está en la ciudad -dijo, mirándola fijamente.
Y ella no pudo evitarlo. Se puso roja como un tomate. Luego, le pidió si podía llamarle un taxi.
Hugo Hegarty acompañó a Abby a la puerta. Hubo un silencio gélido entre ellos y a ella no se le ocurrió nada que decir para romperlo más que un triste:
– No es lo que usted piensa.
– Ése es el problema con Chad Skeggs -replicó el hombre-. Que nunca lo es.
Cuando Abby se marchó, Hegarty fue directamente a su despacho y llamó al sargento Branson. No tenía mucho más que añadir a su conversación anterior, salvo darle el nombre de la tía de la joven, Anne Jennings.
En su opinión, todo lo que pudiera hacer, cualquier cosa, para devolvérsela a Chad Skeggs no sería suficiente.