Octubre de 2007
Al cabo de tan sólo unos segundos, el ascensor se detuvo con una sacudida y se balanceó de un lado a otro, golpeando las paredes con un ruido que resonó como si dos bidones de aceite chocaran entre sí. Luego, se meció hacia delante y tiró a Abby contra la puerta.
Casi al instante, volvió a bajar bruscamente en caída libre. Abby soltó un quejido. Por una milésima de segundo, el suelo enmoquetado se alejó de ella, como si fuera ingrávida. Entonces hubo un estrépito, el suelo pareció subir y le golpeó en los pies con tanta fuerza que se quedó sin respiración y notó como si las piernas le subieran hasta el cuello.
El ascensor se torció, la lanzó como un títere roto contra el espejo de la pared de atrás y volvió a sacudirse antes de quedarse casi parado, columpiándose ligeramente, el suelo inclinado en un ángulo extraño.
– Dios mío -susurró Abby.
Las luces del techo parpadearon, se apagaron, volvieron a encenderse. Percibió un hedor acre a instalación eléctrica quemada y vio pasar una columna fina de humo, despacio, delante de ella.
Aguantó la respiración, atrapando otro grito en su garganta. Era como si aquella maldita cosa estuviera suspendida de un hilo muy fino y desgastado.
De repente, oyó como si algo se desgarrara encima de ella. Metal rasgándose. Sus ojos miraron hacia arriba absolutamente aterrorizados. No entendía mucho de ascensores, pero parecía como si algo estuviera rompiéndose. Poniéndose en lo peor, se imaginó que la argolla que sujetaba el cable al tejado se partía.
El ascensor cayó unos centímetros.
Abby chilló.
Luego descendió unos centímetros más, el suelo estaba cada vez más inclinado.
Dio un bandazo hacia la izquierda con un estrépito metálico, después se hundió un poco más. Oyó un crujido brusco sobre su cabeza, como si algo se soltara.
El ascensor cayó unos centímetros más.
Cuando Abby se movió para intentar recuperar el equilibrio, se cayó y se golpeó el hombro contra una pared, luego la cabeza contra las puertas. Se quedó quieta un momento, con el polvo de la moqueta entrándole en la nariz, sin atreverse a moverse, mirando al techo. Había un cristal opaco en el centro con franjas iluminadas a cada lado. Tenía que salir de esta cosa, lo sabía, tenía que salir deprisa. En las películas, los ascensores tenían una trampilla en el techo. ¿Por qué éste no?
No llegaba al panel de botones. Intentó ponerse de rodillas y alcanzarlo, pero el ascensor comenzó a balancearse con tanta fuerza, golpeando otra vez los lados del hueco como si realmente pendiera de un hilo, que se detuvo, temerosa de que un movimiento más pudiera soltarlo.
Se quedó quieta unos momentos, hiperventilando, presa del terror más absoluto, escuchando cualquier sonido que indicara que alguien acudía en su ayuda. No oyó nada. Si Hassan, su vecino de dos pisos más abajo, estaba fuera, y si el resto de residentes también lo estaban, o en sus pisos con los televisores a todo volumen, nadie sabría lo que estaba ocurriendo.
«La alarma. Debo tocar la alarma.»
Respiró hondo varias veces. Tenía la cabeza tensa, como si el cuero cabelludo le estuviera pequeño. Las paredes se cerraban sobre ella de repente y luego se expandían, alejándose antes de volver a contraerse, como si fueran pulmones. Se acercaban, luego se alejaban otra vez, pulmones que respiraban, que latían. Tenía un ataque de pánico.
– Hola -dijo en voz baja, en un susurro ronco, repitiendo las palabras que le había enseñado su terapeuta para cuando sintiera que iba a tener un ataque de pánico-. Me llamo Abby Dawson. Estoy bien. Sólo es una reacción química chunga. Estoy bien, estoy en mi cuerpo, no estoy muerta, se me pasará.
Se arrastró unos centímetros hacia el botón de alarma. El suelo se meció, giró, como si estuviera sobre una tabla que se mantenía en equilibrio sobre la punta de un palo puntiagudo y fuera a caer en cualquier momento. Esperó a que se estabilizara y volvió a avanzar un poco. Luego un poco más. Otra voluta de humo azul, acre, pasó a su lado, en silencio, como un genio. Alargó el brazo, estirándose tanto como pudo, y clavó con fuerza el dedo tembloroso en el botón metálico gris donde había impresa en rojo la palabra Alarma.
No sucedió nada.