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Octubre de 2007


La lluvia repiqueteaba en el techo y la furgoneta se mecía con las fuertes ráfagas de viento. Aunque se había abrigado bien, tenía frío aquí dentro y sólo se atrevía a arrancar el motor de vez en cuando porque no quería llamar la atención. Al menos tenía un colchón cómodo, libros, un Starbucks cerca y música en el iPod. Había un baño público en el paseo marítimo, convenientemente oculto a todas las cámaras de seguridad de la ciudad, donde podía asearse bien. Un servicio público muy a mano.

Una vez leyó una frase en un libro que le habían regalado: «El sexo es lo más divertido que puede hacerse sin reír».

El libro se equivocaba, pensó. A veces la venganza también podía ser divertida. Tanto como el sexo.

La furgoneta todavía lucía el cartel de Se vende escrito en rojo sobre un trozo de cartón marrón pegado en la ventanilla del copiloto, aunque en realidad la había comprado, por trescientas cincuenta libras, hacía más de dos semanas. Sabía que Abby era perspicaz y la había visto comprobar los coches todos los días. No tenía sentido quitar el cartel y alertarla del cambio. Así que si el propietario anterior se cabreaba porque lo llamaba gente interesándose por la furgoneta, mala suerte. No la había comprado porque necesitara transporte, sino por las vistas. Desde aquí podía ver todas las ventanas de su piso.

Era el aparcamiento perfecto. El vehículo tenía las pegatinas del impuesto de circulación en orden, de la ITV y del aparcamiento para residentes. Todas caducaban dentro de tres meses.

Y entonces, él ya habría desaparecido.

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