Octubre de 2007
Lo único que quería Nick Nicholl en estos momentos era dormir bien por una noche. Su problema radicaba en que eran las ocho y media de la mañana e iba en la parte trasera de un Holden azul de la policía, con un sol espléndido, alejándose de las instalaciones del aeropuerto en dirección al centro de Melbourne. Circulaban por una autopista ancha de varios carriles que, en su opinión, tanto podía estar en Estados Unidos como en Australia, salvo por el hecho de que el conductor, el sargento Troy Burg, iba sentado a la derecha. Algunas de las señales parecían similares a las del Reino Unido, pero otras eran de un color distinto, muchas azules y naranjas, advirtió, y los límites de velocidad se indicaban en kilómetros. Miró una caja negra delgada que había encima del salpicadero, un ordenador de pantalla táctil instalado en la guantera y todas las teclas grandes y brillantes que tenía alrededor. Era como una versión adulta de un ordenador infantil. Aunque Liam todavía no tenía la edad, Nick ya había empezado a mirar juguetes educativos para él.
Le echaba de menos. Echaba de menos a Julie. La perspectiva de pasar el fin de semana en Australia sin ellos, sólo con la compañía del maldito Norman Potting, le llenaba de pavor.
El sargento jefe George Fletcher, un hombre paternal y amistoso sentado en el asiento del copiloto, parecía bien informado y fue directamente al grano después de intercambiar las cortesías de rigor. Su compañero taciturno, una década más joven, conducía en silencio. Los dos policías australianos vestían una camisa blanca recién planchada, corbatas azules estampadas y pantalones de traje oscuros.
Potting, que llevaba lo que parecía una especie de uniforme militar, había encendido brevemente su pipa en cuanto salieron de la terminal del aeropuerto y ahora el coche desprendía un olor repugnante a tejido mal ventilado, tabaco y humos rancios. El hombre parecía sorprendentemente fresco después de un viaje tan largo y el joven agente, que también vestía traje y corbata, le envidió por ello.
– De acuerdo -dijo Fletcher-, no hemos tenido demasiado tiempo para prepararnos, pero hemos iniciado todas las líneas de investigación. La primera información que tenemos es sobre los registros de inmigración correspondientes a las personas que han entrado en Australia con el nombre de David Nelson desde el 11 de septiembre de 2001. Tenemos uno que es particularmente interesante por el perfil de tiempo que nos habéis dado. El 6 de noviembre de 2001, un tal David Nelson llegó a Sydney en un vuelo procedente de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Su fecha de nacimiento le sitúa en la edad adecuada.
– ¿Proporcionó alguna dirección? -preguntó Norman Potting.
– Llegó con pasaporte australiano y con un visado de residencia de cinco años, así que no le exigimos esa información. Ahora estamos comprobando el Programa de Ayuda Policial. Nos dirá si tiene carné de conducir y algún vehículo registrado a su nombre. También nos dirá cualquier alias que pueda haber utilizado y su última dirección conocida.
– Podría estar en cualquier lado, ¿verdad?
– Sí, Norman -le recordó Nick Nicholl-, pero sabemos que tenía un viejo amigo en Melbourne, Chad Skeggs, así que hay muchas probabilidades de que viniera aquí y siga aquí. Si te propones desaparecer y acabar en un país nuevo, necesitas poder contar con alguien, una persona en quien depositar tu confianza.
Potting pensó en aquello.
– Tienes razón -reconoció un poco a regañadientes, como si no quisiera que su subordinado demostrara ser más astuto que él delante de estos policías experimentados.
– Y también estamos comprobando los datos de Hacienda para ver qué David Nelsons tienen NEF.
– ¿NEF? -preguntó Potting.
– Número de expediente fiscal. Es necesario para obtener un trabajo.
– ¿Un trabajo legítimo, quieres decir?
Burg esbozó una sonrisa llena de ironía.
– Tenemos algo más que podría estar relacionado -dijo George Fletcher-. La señora Lorraine Wilson se suicidó la noche del martes 19 de noviembre de 2002, ¿correcto?
– Supuestamente -dijo Potting.
– Cuatro días después, el 23 de noviembre, una tal señora Margaret Nelson llegó a Sydney. Podría no ser nada significativo -apuntó-. Pero la edad que figuraba en su pasaporte coincide.
– No es un nombre muy común -dijo Nicholl.
– No -dijo el sargento jefe Fletcher-. No es raro, pero no es común, diría yo.
– Creo que deberíamos revisar la agenda que hemos elaborado, a ver si os parece bien -dijo Troy Burg.
– Mientras incluya cerveza y chavalas, me parecerá bien – dijo Potting, y se rio-. «Minas», ¿no las llamáis así vosotros?
– ¿A la cerveza o a las chicas? -Fletcher le sonrió, los ojos le brillaban con alegría
A lo lejos, Nick Nicholl vio un grupo de edificios altos e irregulares.
– Chicos, mañana estáis invitados a un festín. George va a cocinar para vosotros. Es un genio. Tendría que haber sido chef, no policía -dijo Burg, animándose por primera vez.
– Yo no sé ni freír un huevo -dijo Potting-. Nunca he sabido.
– Creo que querréis guardaros la mejor parte de la semana para hacerlo todo-dijo George Fletcher.
Nick Nicholl gruñó por dentro al pensar en ello.
– Nos han dado una lista de lo que tenéis que ver -dijo Fletcher-. Decidnos si queréis saltaros algo. Vamos a llevaros al río Barwon, donde se halló el cadáver de la señora Wilson. Luego quizá queráis ver el coche. Está en el depósito.
– ¿A nombre de quién estaba registrado el vehículo en el que la encontraron? -preguntó Nick Nicholl.
– La matrícula del coche era falsa y los números de serie habían sido borrados. Creo que no vamos a sacar mucho por ahí. -Siguió adelante y dijo-: Imaginamos que querríais ver los restos de la señora Wilson, así que hemos preparado una reunión con el patólogo.
– Suena bien -dijo Potting-. Pero quiero empezar por Chad Skeggs.
– Ahora hablaremos de eso -dijo Burg.
– ¿Os gusta el vino tinto, chicos? -dijo George Fletcher-. ¿El syrah australiano? Es viernes, así que Troy y yo hemos pensado llevaros a almorzar a un sitio que nos gusta.
En estos momentos, Nick Nicholl se moría por un café solo, no por beber alcohol.
– Ya lo creo -dijo Potting.
– George conoce bien el syrah australiano -dijo Troy Burg.
– ¿También vamos a verte el fin de semana, Troy? -preguntó Potting.
– El domingo -dijo George-. Mañana Troy está ocupado.
– El domingo os llevaré al río -dijo Troy-. Os enseñaré dónde encontramos el coche.
– ¿No podríamos hacer todo eso mañana? -preguntó Nicholl, preocupado por no perder ni un segundo de su preciado tiempo.
– La mayoría de los sábados está ocupado -dijo George Fletcher-. Cuéntales qué haces los sábados, Troy.
Al cabo de unos momentos, un poco sonrojado, el sargento australiano contestó.
– Toco el banjo en bodas.
– ¿Es broma? -dijo Norman Potting.
– Está muy demandado -dijo George Fletcher.
– Es mi forma de desconectar.
– ¿Qué tocas? -dijo Norman Potting-. ¿Duelo de banjos? ¿Has visto esa peli, Defensa?
– Ajá, la he visto, sí.
– ¿Cuando esos paletos atan al chico al árbol y le dan por el culo? ¿Con la música de banjo de fondo?
Burg asintió.
– Eso es lo que deberían tocar en las bodas, no la marcha nupcial -dijo Potting-. Cuando un hombre se casa eso es lo que le pasa al pobre capullo. Su mujer lo ata a un árbol y le da por el culo.
George Fletcher se rio cordialmente.
– ¿Sabes en qué se parecen las mujeres a la dentadura? -preguntó Potting, que estaba en racha.
Fletcher dijo que no con la cabeza.
– Creo que me lo sé -murmuró Burg.
– En que si les das pasta y las cepillas todos los días, te duran toda la vida.
Nick Nicholl miró por la ventana abatido. Ya había oído el chiste en el avión, dos veces. Más adelante vio una hilera de bloques de pisos bajos. Estaban recorriendo una calle de tiendas de una planta. Un tranvía blanco cruzó delante de ellos. Un rato después, atravesaron el río Yarra y pasaron por delante de un edificio geométrico en una plaza ancha que parecía un centro de arte. Ahora se adentraban en una zona del centro muy concurrida.
Troy Burg giró a la izquierda y entró en una calle estrecha y sombreada y aparcó delante de una tienda que se anunciaba como licorería. Mientras Nick Nicholl se bajaba del coche, vio que el comercio tenía una ventana en saliente y una fachada de estilo Regencia que parecía una imitación de las tiendas de antigüedades de los Lanes de Brighton. El escaparate estaba lleno de expositores de sellos y monedas raros. Encima, en letras doradas antiguas decía: Chad Skeggs, comerciantes internacionales y subastadores de monedas y sellos.
Entraron y pitó un timbre. Detrás de un mostrador de cristal, donde había expuestos más sellos y monedas, había un joven delgaducho y moreno de unos treinta y pocos años con el pelo de punta rubio decolorado y un pendiente de oro grande. Vestía una camiseta con una tabla de surf y vaqueros descoloridos y los saludó como si fueran viejos amigos a los que hacía tiempo que no veía.
George Fletcher le mostró su placa.
– ¿Está el señor Skeggs?
– No, colega, está en viaje de negocios.
Norman Potting le enseñó una fotografía de Ronnie Wilson y observó los ojos del hombre. Nunca le había cogido el tranquillo a la técnica de Roy Grace para detectar a un mentiroso, pero de todos modos creía que se le daba bastante bien intuirlo por sí mismo.
– ¿Ha visto alguna vez a este hombre? -preguntó.
– No, colega. -Entonces el australiano se tocó la nariz, un gesto que lo delató al instante.
– Eche otro vistazo. -Potting le mostró dos fotografías más.
El chico aún pareció más incómodo.
– No. -Se tocó la nariz otra vez.
– Creo que sí -dijo Potting, insistiendo.
George Fletcher intervino y le dijo al dependiente:
– ¿Cómo se llama?
– Skelter -contestó-. Barry Skelter. -Lo pronunció como si fuera una pregunta.
– De acuerdo, Barry -dijo George Fletcher. Señaló a Potting y a Nicholl-. Estos caballeros son inspectores de Inglaterra que han venido a ayudar a la policía de Victoria en una investigación de asesinato. ¿Lo entiendes?
– ¿Una investigación de asesinato? Bien, de acuerdo.
– Ocultar información en una investigación de asesinato es un delito, Barry. Si quieres conocer el término legal técnico, se llama «obstaculización de la justicia». En una investigación de asesinato, eso supone una condena mínima de cinco años de cárcel. Pero si el juez no estuviera satisfecho, podrían caerte de diez a catorce años. Sólo quiero asegurarme de que te queda claro. ¿Te queda claro?
La cara de Skelter cambió de color de repente. -¿Puedo ver esas fotos otra vez? -solicitó.
Potting volvió a mostrárselas.
– En realidad, ¿saben?, no puedo jurarlo, pero ahora que lo pienso, se parece a uno de los clientes del señor Skeggs.
– ¿El nombre de David Nelson le ayudaría a pensar con mayor claridad? -preguntó Potting.
– ¿David Nelson? Oh, sí. ¡David Nelson! Por supuesto. Quiero decir, está un poco cambiado desde que se tomaron estas fotos, verán, por eso no le he reconocido de inmediato. ¿Me entienden?
– Le entendemos perfectamente -dijo Potting-. Ahora pasemos a ver la agenda de direcciones de sus clientes, ¿quiere?
Después, cuando salieron, Norman Potting se volvió hacia George Fletcher.
– Ha sido genial, George -dijo-. De diez a catorce años. ¿Es cierto?
– Yo qué sé, joder -dijo-. Me lo he inventado. Pero ha funcionado, ¿no?
Por primera vez desde que había puesto los pies en Australia, Nick Nicholl sonrió.