11 de septiembre de 2001
Después de darse una ducha que se llevó el polvo gris de su pelo y le ayudó a atenuar un poco la borrachera, Ronnie se tumbó como nuevo sobre la colcha de chenilla rosa con las dos quemaduras de cigarrillos. Su habitación de treinta dólares la noche no alcanzaba para una cabecera, así que se apoyó en la pared desnuda y se puso a ver las noticias en la pantalla borrosa del viejo televisor mientras se fumaba un pitillo.
Vio los dos aviones chocando contra las Torres Gemelas una y otra vez. El Pentágono en llamas. El rostro solemne del alcalde Giuliani alabando a la policía de Nueva York y a los bomberos. El rostro solemne del presidente Bush declarando su guerra contra el terrorismo. Los rostros solemnes de todos los fantasmas grises.
Las bombillas débiles de bajo voltaje añadían melancolía a la habitación. Había corrido las deslucidas cortinas sobre la vista del callejón que daba a la pared de la siguiente casa. En estos momentos, el mundo que había más allá de su pequeño cuarto parecía solemne y triste.
Sin embargo, a pesar del dolor de cabeza atroz que tenía por culpa del vodka, no estaba triste. Estaba impactado por todo lo que había visto hoy, sí, por todo lo que había ocurrido con sus planes. Pero aquí, en esta habitación, se sentía seguro. Sumergido en sus pensamientos, comprendía que se le había brindado la oportunidad de su vida.
También se percató de que había olvidado más cosas en la habitación del W. Los billetes de avión, además del pasaporte, y algunos calzoncillos. Pero no estaba preocupado, sino contento.
Miró su teléfono móvil para comprobar por milésima vez que estuviera apagado. Le suscitaba paranoia pensar que, por alguna razón, se hubiera vuelto a encender por voluntad propia y que la voz de Lorraine apareciera de repente al otro lado, gritando de alegría o, lo que era más probable, insultándole por no haberla llamado.
Vio que algo cruzaba deprisa la moqueta: era una cucaracha marrón oscuro, de un centímetro y medio de largo. Sabía que las cucarachas eran de las pocas criaturas que podían sobrevivir a una guerra nuclear. Habían evolucionado hasta alcanzar la perfección; la supervivencia del mejor preparado.
Sí, bueno, él también estaba bastante preparado. Y ahora que su plan comenzaba a tomar forma, sabía exactamente cuál iba a ser su primer paso.
Fue hasta la papelera y sacó la bolsa de plástico que la protegía. Luego cogió la carpeta roja de su maletín y la metió dentro, ya que imaginaba que era improbable que lo atracaran por el contenido de una bolsa de plástico. Era muy consciente del riesgo que había corrido arrastrando el trolley y el maletín hasta aquí. Se quedó quieto y escuchó. La noticia que más le interesaba aparecía ahora en la televisión. Otra vez la información de que todos los vuelos civiles con origen y destino Estados Unidos habían sido cancelados indefinidamente.
Perfecto.
Se puso la chaqueta y salió de la habitación.
Eran las 18.45. Comenzaba a anochecer, pero todavía había mucha luz mientras caminaba balanceando la bolsa de plástico, volviendo sobre sus pasos hacia la concurrida calle principal donde estaba el paso elevado del metro.
Todavía no había comido nada desde el desayuno, pero no tenía hambre. Antes debía encargarse de algo.
Aliviado, vio que La ciudad del buzón aún estaba abierta. Cruzó la calle y entró. A su derecha, estaban las cajas de seguridad metálicas que ocupaban toda la pared. Al fondo, el mismo hombre de pelo largo que había visto antes estaba ocupado navegando por Internet. Detrás había dos cabinas telefónicas vacías. A la izquierda de Ronnie, tres personas hacían cola en el mostrador. El primero, un hombre que llevaba un sombrero blanco y un peto, mostró una libreta de ahorros de aspecto extraño y recibió un fajo de billetes. Detrás de él, había una anciana de rostro adusto que llevaba una falda vaquera y, en tercer lugar, esperaba una chica nerviosa, de melena pelirroja, que no dejaba de mirar a su alrededor con ojos perplejos y vidriosos, retorciéndose las manos cada pocos momentos.
Ronnie se unió a la cola tras ella. Cinco minutos después, e] hombre de pelo entrecano que atendía el mostrador le dio una llave fina como una cuchilla de afeitar y un papel a cambio de cincuenta dólares.
– La 31 -dijo en un inglés gutural, y sacudió un dedo-. Una semana. Usted volver. Si no, abro caja y me lo quedo. ¿Entendido?
Ronnie asintió con la cabeza y miró el papel. La fecha y la hora exacta figuraban impresos en él, además de la fecha de vencimiento.
– Drogas no.
– Entendido.
El hombre le lanzó una mirada larga y triste y suavizó el tono de repente.
– ¿Está bien?
– Sí, estoy bien.
El hombre asintió.
– Una locura. Una locura de día. ¿Por qué hacen esto? Es una locura, ¿verdad?
– Una locura.
Ronnie se alejó, encontró su caja de seguridad y la abrió. Era más profunda de lo que había imaginado. Introdujo el paquete, luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, cerró la puertecita y giró la llave. De repente pensó en algo y volvió al mostrador. Después de pagar treinta minutos de conexión a Internet, se sentó en un ordenador y entró en Hotmail.
Cinco minutos después, ya estaba todo organizado. Tenía un nombre nuevo y una dirección de correo electrónico nueva. Era el principio de su nueva vida.
Y entonces se percató de que estaba hambriento. Salió de la tienda y empezó a buscar un sitio donde comer una hamburguesa, patatas fritas y pepinillo. Por algún motivo, de repente sintió que mataría por un pepinillo. Y por cebolla frita. Y ketchup. Todo. Y una Coca-Cola.
El champán ya vendría después.