11 de septiembre de 2001
El suelo temblaba. Docenas de llaves ciegas, colgadas en filas de unos ganchos en la pared de la tienda, tintineaban. Varias latas de pintura cayeron de una estantería. La tapa de una saltó al chocar contra el suelo y la pintura de magnolia se derramó. Una caja de cartón se volcó y los tornillos de latón se retorcieron como gusanos por el linóleo.
Estaba oscuro en la ferretería estrecha y profunda situada a unos cientos de metros del World Trade Center en la que Ronnie se había refugiado siguiendo al policía alto. Unos minutos antes se había ido la corriente, sólo había encendida una luz de emergencia conectada a una batería. Un tornado de polvo rugiente pasó por delante del escaparate, más negro por unos momentos que la noche.
Una mujer descalza que llevaba un traje caro, y que no parecía haber estado en una ferretería en su vida, lloraba. Una figura delgada con un mono marrón y pelo gris atado en una coleta estaba detrás del mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda, presidiendo la penumbra en un silencio lúgubre e impotente.
Ronnie todavía sujetaba con fuerza el asa de su trolley. Milagrosamente, el maletín todavía descansaba encima.
Fuera, un coche patrulla pasó girando boca abajo, como una peonza, y se detuvo. Tenía las puertas abiertas y la luz de dentro estaba encendida. Dentro no había nadie y el micrófono de la radio pendía del cable enrollado.
Una grieta apareció de repente en la pared a su izquierda y un grupo de estanterías, cargada de cajas de pinceles de distintos tamaños, cayó al suelo. La mujer que lloraba gritó.
Ronnie retrocedió un paso pegándose al mostrador, pensando. Una vez estaba en un restaurante en Los Ángeles y hubo un terremoto pequeño. Su compañero le dijo que los marcos de las puertas eran las estructuras más resistentes. Si el edificio se desmoronaba, la mejor opción para sobrevivir era ponerse debajo de uno.
Se dirigió hacia la puerta.
– Yo no saldría ahora, amigo -dijo el policía.
Entonces una avalancha de cascotes, cristales y escombros se desplomó justo delante del escaparate y sepultó el coche patrulla. La alarma antirrobo de la tienda se disparó, un aullido penetrante y quejumbroso. El tipo de la coleta desapareció un momento y el sonido calló, igual que el tintineo de las llaves.
El suelo ya no temblaba.
Hubo un silencio muy largo. Fuera, la tormenta de polvo comenzó a despejarse bastante deprisa, como si despuntara el alba.
Ronnie abrió la puerta.
– Yo no saldría ahí fuera, ¿sabe qué quiero decir? -repitió el policía.
Ronnie lo miró, dudando. Entonces empujó la puerta y salió, arrastrando el trolley tras él.
Salió a un silencio total. El silencio de un alud al amanecer. Había nieve gris por todas partes.
Silencio gris.
Entonces empezó a oír los sonidos: alarmas de incendio, alarmas antirrobo, alarmas de coches, gritos de personas, sirenas de vehículos de emergencias, helicópteros.
Figuras grises pasaban tropezándose en silencio a su lado, una fila interminable de mujeres y hombres con rostros inexpresivos y hundidos. Algunos caminaban, otros corrían; muchos pulsaban frenéticamente las teclas de sus teléfonos. Los siguió, tambaleándose a ciegas a través de la niebla gris que hacía que le picaran los ojos y le obstruía la boca y la nariz.
Simplemente los siguió, arrastrando la maleta. Los siguió, manteniendo el ritmo. Las vigas de un puente se elevaban a ambos lados. «El puente de Brooklyn», pensó, según sus escasos conocimientos de Nueva York. Corriendo, tambaleándose, cruzando el río. Cruzando un puente interminable a través de un infierno gris interminable, revuelto, asfixiante.
Ronnie perdió la noción del tiempo y de adónde se dirigía.
Simplemente siguió a los fantasmas grises. De repente, por un instante fugaz, percibió el olor a sal, y luego otra vez los olores a quemado, a carburante, pintura, goma. En cualquier momento podía chocar otro avión.
Comenzaba a asimilar la realidad de lo que había sucedido. Esperaba que Donald Hatcook estuviera bien. Pero ¿y si no era así? El plan de negocio que había ideado era formidable. Podían ganar millones en los próximos cinco años. ¡Millones, joder! Pero si Donald había muerto, ¿qué?
Vio siluetas a lo lejos, altas e irregulares. Brooklyn. No había estado en Brooklyn en su vida, sólo lo había visto desde el otro lado del río. Se acercaba más a cada paso que daba. El aire también era mejor, bocanadas más prolongadas de aire salado del mar. La bruma se diluía.
Y de repente, se encontró bajando por una pendiente hacia el otro extremo del puente. Se detuvo y se dio la vuelta. Algo bíblico le vino a la mente, un recuerdo sobre la mujer de Lot dándose la vuelta, convirtiéndose en una estatua de sal. Es lo que le parecía la fila interminable de personas que pasaban delante de él: estatuas de sal.
Se agarró a una barandilla metálica con una mano y volvió a mirar. Abajo, la luz del sol moteaba el agua. Un millón de puntitos brillantes blancos bailaban sobre las ondas. Luego, más allá, todo Manhattan parecía estar en llamas. Una cortina de columnas de humo gris, marrón, blanco y negro se elevaba hacia el cielo azul intenso y envolvía los rascacielos.
Ronnie temblaba sin control y necesitaba desesperadamente ordenar sus pensamientos. Hurgó en los bolsillos, sacó el paquete de Marlboro y encendió uno. Dio cuatro caladas profundas y rápidas, pero no le supieron bien por todo lo que tenía en la garganta, así que tiró el cigarrillo al agua. Estaba mareado, todavía notaba el cuello más reseco.
Se reincorporó a la procesión de fantasmas, siguiéndoles hasta una calle donde parecieron dispersarse en distintas direcciones. Volvió a detenerse cuando le vino un pensamiento a la cabeza y, mientras lo asimilaba, de repente quiso paz y tranquilidad. Se desvió y caminó por una calle lateral que estaba desierta. Pasó por delante de una hilera de edificios de oficinas, las ruedas del trolley seguían trotando detrás de él.
Totalmente absorto, anduvo mucho rato por calles prácticamente desiertas antes de encontrarse frente a la rampa de entrada a una autopista. A poca distancia delante de él, había una valla publicitaria alta que se elevaba hasta el cielo, con la palabra Kentile estampada en rojo. Entonces oyó el rugido de un motor y al momento siguiente, una camioneta roja de cuatro puertas se detuvo a su lado.
Se bajó la ventanilla y un hombre con una camisa a cuadros y una gorra de los Yankees de Nueva York le miró.
– ¿Quieres subir, amigo?
Ronnie se paró, sobresaltado y confuso por la pregunta, y sudando como un cerdo. ¿Subir? ¿Quería subir? ¿Para ir adónde?
No estaba seguro. ¿Quería?
Vio figuras dentro. Fantasmas apiñados.
– Hay sitio para uno más.
– ¿Adónde vas? -preguntó sin convicción, como si tuviera todo tipo de opciones.
El hombre tenía la voz nasal, como si los graves de sus cuerdas vocales estuvieran al máximo.
– Hay más aviones. Habrá más aviones en cualquier momento. Tenemos que salir de aquí. Diez aviones más, quizá más. Mierda, tío, esto no ha hecho más que empezar, joder.
– Yo… Eh… Tengo que reunirme… -Ronnie se calló. Miró la puerta abierta, los asientos azules, el mono del hombre. Era un tipo mayor con una nuez prominente y cuello de tortuga. Tenía la cara arrugada y amable.
– Entra. Te llevaré.
Ronnie dio la vuelta y subió delante, junto al hombre. Tenía puestas las noticias a todo volumen. Una mujer decía que la zona de Wall Street de Manhattan y Battery Park estaba intransitable.
Mientras Ronnie buscaba a tientas el cinturón, el conductor le pasó una botella de agua. De repente se percató de la sed que tenía y la apuró agradecido.
– Yo limpio ventanas, ¿sabes? En el Center, ¿sabes?
– Ya -dijo Ronnie distraído.
– Todas mis putas herramientas de limpieza están en la Torre Sur, ¿me entiendes?
Ronnie no lo sabía, no exactamente, porque sólo le escuchaba a medias.
– Ya -contestó.
– Supongo que tendré que volver después.
– Después -repitió Ronnie, con indiferencia.
– ¿Estás bien?
– ¿Yo?
La camioneta avanzó. El interior olía a perro y café.
– Tenemos que salir de aquí. Han alcanzado el Pentágono. Hay unos diez aviones ahí arriba, joder, viniendo hacia nosotros. Esto es tremendo. ¡Tremeeendo!
Ronnie giró la cabeza. Miró a las tres figuras apiñadas detrás de él. Ninguna lo miró.
– Los á-ra-bes -dijo el conductor-. Los á-ra-bes han hecho esto.
En el portavasos, Ronnie vio un vaso de plástico de Starbucks con una servilleta de papel manchada de café alrededor. Al lado había una botella de agua.
– Esto, esto sólo es el principio -continuó el conductor-. Suerte que tenemos un presidente fuerte. Suerte que tenemos a George Bush.
Ronnie no dijo nada.
– ¿Estás bien? ¿No estás herido ni nada?
Se dirigían a la autopista. Sólo un puñado de vehículos iba en dirección contraria, por un tramo elevado. Delante de ellos había una señal verde dividida en dos. En la parte de la izquierda decía Salida 24 Prospect Expwy Este. En la parte de la derecha decía Verrazano Br 278 Oeste, Staten Is.
Ronnie no contestó porque no le oyó. Volvía a estar sumido en sus pensamientos.
Puliendo la idea. Era una locura, un mero producto de su estado convulso, pero no podía quitársela de la cabeza. Y cuanto más pensaba en ello, más empezaba a preguntarse si podría sostenerse. Era un plan alternativo a Donald Hatcook.
Un plan todavía mejor quizá.
Apagó el móvil.