Octubre de 2007
El interior del hotel Marriott Financial Center tenía un ambiente moderno, ligeramente zen, pensó Roy Grace mientras se alejaba de la recepción y cruzaba el vestíbulo con su bolsa. Y parecía muy nuevo por las lámparas de las mesas, que eran como copas de Martini opacas invertidas, y los jarrones blancos y finos de las mesas negras, de los que salían tallos largos, tan elegantes y perfectos que parecían diseñados más que cultivados.
Le resultaba difícil creer que este lugar, situado justo al lado de la Zona Cero, hubiera quedado destrozado el 11-S. Parecía importante, sólido, indestructible, como si siempre hubiera estado aquí y siempre fuera a estar.
Pasó por delante de un grupo de hombres de negocios vestidos de traje oscuro y corbata que hablaban muy serios. Pat Lynch le esperaba, de pie sobre una alfombra roja en el centro del suelo de mármol color crema. Se había puesto ropa informal: un chaleco verde sobre una camiseta negra, vaqueros azules y zapatos negros sólidos. Roy adivinó dónde llevaba el arma por el bulto.
Pat levantó las manos.
– ¿Todo arreglado? Dennis está aparcado fuera. Estamos listos.
Grace lo siguió hacia la puerta giratoria. El mundo cambió de repente cuando salió al otro lado de aquella mañana húmeda de octubre. El tráfico, que ocupaba varios carriles, circulaba con lentitud. Una hormigonera daba vueltas delante de él. Un portero, cuya elegancia quedaba estropeada por un gorro de ducha encima de la gorra del uniforme, sujetaba la puerta de un taxi amarillo para que entraran tres hombres de negocios japoneses.
Mientras caminaban por la acera hacia el Crown Victoria, Dennis señaló una franja ancha de cielo. Estaba limitada por unos rascacielos estrechos a un lado y la masa mucho más densa del centro de Nueva York al otro. De un edificio verde y bajo en forma de respiradero salía vapor o humo. Casi justo delante de ellos se erigía lo que parecía un puente provisional que cruzaba la calle.
– ¿Ves ese espacio, colega? -dijo Pat, señalando el cielo.
Grace asintió.
– Allí es donde estaban las Torres. -Echó un vistazo a su reloj-. Media hora antes que ahora, la mañana del 11 de septiembre, habrías contemplado el World Trade Center. No verías cielo, habrías visto esos edificios tan hermosos.
Luego llevó a Roy más allá del coche hacia una esquina y señaló a su derecha la mole ennegrecida de un edificio alto del que colgaban unas tiras enormes de un material oscuro que cubría el exterior como si fueran persianas negras gigantes.
– Te hablé del edificio del Deutsche Bank, ¿verdad? Donde hace poco encontraron más restos humanos. Es ése. Perdimos a dos bomberos allí, en verano, en agosto. ¿Y sabes qué? Esos dos hombres estuvieron en la Zona Cero el 11-S. Entraron en el World Trade Center y sobrevivieron. Pero luego murieron aquí, seis años después.
– Qué triste -dijo Roy-. E irónico.
– Irónico, sí. Hace que te preguntes si este lugar estará gafado… Ya sabes, maldito.
Subieron al Crown Victoria. Un camión marrón de UPS intentaba aparcar marcha atrás en un espacio muy justo delante de ellos. Dennis, sentado al volante, saludó alegremente a Roy con la mano.
– ¡Eh! ¿Qué tal? -Entonces miró el camión de UPS, que acababa de montarse en la acera por segunda vez, peligrosamente cerca de un buzón, y que ahora volvía a avanzar lentamente hacia delante-. ¡Eh, vamos, señora, que conduce una furgoneta, no un puto elefante!
El vehículo volvió a dar marcha atrás aún más cerca del buzón.
– ¡Joder, señora! -dijo Dennis-. ¡Cuidado con el buzón! ¡Si se lo carga será un delito federal!
– Bueno, ¿más comerciantes de sellos? -dijo Pat, intentando centrarse en la tarea que les aguardaba.
– Tengo otros seis en mi lista.
– Ya sabes, si hoy no tienes suerte, podemos ampliar la búsqueda -dijo Pat-. Podemos encargarnos nosotros.
– Os lo agradezco.
– No es nada.
Dennis condujo por delante de la Zona Cero. Grace miró las vallas de acero, los muros de hormigón, las casetas móviles que servían de almacén y oficinas, las grúas que se elevaban como cuellos de jirafa, las hileras de focos en postes altos. El área era vastísima, casi incomprensiblemente. No dejaba de pensar en la descripción de los dos hombres, que la habían llamado «la panza de la bestia». Pero ahora era una bestia extrañamente tranquila. No se oía el barullo habitual en la mayoría de las obras. A pesar de todo el trabajo que estaba realizándose, reinaba un silencio casi reverencial.
– ¿Sabes? He estado pensando en esa mujer de Australia, ¿sí? La del río -dijo Pat, volviéndose otra vez para mirar a Roy.
– ¿Tienes una teoría?
– Claro. Tenía calor, ¿vale?, así que se metió en el río y no se dio cuenta de que había un coche hundido con el maletero abierto. Se zambulló directamente en el interior del maletero y se dio un golpe en el cuello. El impacto provocó que el coche se levantara y se hundiera un poco más. La presión del agua y la corriente cerraron la puerta. ¡Pam!
– ¡Está claro!-sonrió Dennis.
– Sí, eso es-dijo Pat-.Clarísimo.
– Si quieres que resolvamos algunos de tus casos, mándanos los expedientes -dijo Dennis.
Grace intentó no hacer caso a sus bromas y concentrarse en la última información que había recibido de Glenn Branson. Habían hablado unos minutos antes de salir del hotel. Glenn le dijo que en Hawkes habían pagado dos mil trescientas cincuenta libras a Katherine Jennings por unos cuantos sellos después de que Hegarty se negara a colaborar con ella. Luego, cuando se marchó de la tienda, el equipo de vigilancia la perdió.
¿Los había descubierto?, se preguntó Grace. Era improbable, porque eran bastante buenos. Aunque siempre existía esa posibilidad. Entonces otro pensamiento cruzó su mente: el coche alquilado por Chad Skeggs y que estaba aparcado delante del piso de Katherine Jennings. La mujer no había vuelto a su casa en todo el tiempo que el coche llevaba allí. ¿Acaso era Chad Skeggs de quien huía?
El comerciante de sellos le había dicho a Glenn que Katherine Jennings parecía asustada y muy nerviosa. Mañana por la mañana, cuando fuera de día en Melbourne, averiguarían si alguien que respondía al nombre de Anne Jennings había muerto recientemente y, en caso que así fuera, si era lo bastante rica como para poseer tres millones y pico de libras en sellos y haberlo olvidado.
Empezaba a dar la impresión de que el instinto de Kevin Spinella sobre aquella mujer era cierto.
De repente, Dennis frenó con brusquedad. Roy miró por la ventanilla, preguntándose dónde estaban. Un hombre de facciones orientales pasó vestido con un uniforme blanco de chef y una gorra de béisbol puesta del revés en la cabeza. Se encontraban en una calle estrecha con casas de piedra rojiza a ambos lados y una hilera de toldos de colores chillones sobre las fachadas de las tiendas. Justo delante de ellos había otro toldo, éste con letras blancas y negras elegantes. Decía: Abe Miller Asociados. Filatelia y numismática.
Dennis detuvo el coche delante de una señal de prohibido aparcar que había justo enfrente y pegó por dentro del parabrisas un cartón grande con la palabra Policía escrita rudimentariamente. Luego los tres entraron en el local.
El interior tenía un aire lujoso y a Grace le recordó a un club de caballeros antiguo. Estaba revestido con paneles de madera oscuros y relucientes, había dos sillones negros de piel y una alfombra gruesa y desprendía un fuerte olor a cera para muebles. Sólo las vitrinas de cristal, que contenían una pequeña colección de sellos que parecían muy antiguos, y el mostrador con la superficie de cristal, que exponía una hilera de monedas sobre terciopelo violeta, indicaban que se trataba de un negocio.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, un hombre alto y muy obeso, de unos cincuenta años, con una sonrisa amplia y acogedora en los labios, se materializó a través de una puerta oculta en los paneles. Vestido acorde con el local, llevaba un traje de buena factura, de raya diplomática y con chaleco, y lucía una corbata de rayas. Era prácticamente calvo, excepto por un flequillo estrecho parecido a la tonsura de un monje que le llegaba hasta la mitad de la frente y que tenía un aspecto un poco cómico. Además, era imposible saber dónde terminaba la papada y dónde comenzaba el cuello.
– Buenos días, caballeros -les dijo afablemente, con una voz aguda que no sorprendió a Grace-. Soy Abe Miller. ¿En qué puedo ayudarles?
Dennis y Pad mostraron sus placas y presentaron a Roy Grace. Abe Miller siguió igual de afable, sin mostrar ningún tipo de decepción porque no fueran clientes.
Grace, que pensaba que el hombre era demasiado grande y torpe para manejar artículos tan delicados como los sellos y las monedas raros, le enseñó las tres fotografías distintas que había traído de Ronnie Wilson. Emocionado, vio un atisbo de reconocimiento en el rostro de Abe Miller. El comerciante volvió a mirarlas, luego una tercera vez.
– Creemos que estaba en Nueva York por la época del 11-S -apuntó Grace.
– Le he visto. -Abe Miller asintió pensativamente-. Déjeme pensar. -Entonces levantó un dedo-. Estoy bastante seguro de recordar a este tipo, ¿saben por qué? -Miró a los tres policías, uno por uno.
Grace negó con la cabeza.
– No.
– Porque creo que fue la primera persona que entró aquí después del 11-S.
– Se llama Ronald Wilson -dijo Grace-. Ronald o Ronnie.
– El nombre no me suena. Pero dejen que vaya a comprobar algo a la trastienda. Denme dos minutos.
Desapareció por la puerta oculta y regresó un minuto después con una tarjeta antigua con notas escritas a tinta.
– Aquí está -dijo. Dejó la tarjeta sobre el mostrador y la leyó un momento-. Miércoles, 12 de septiembre de 2001. -Entonces volvió a mirar a los tres hombres-. Le compré cuatro sellos. Los cuatro eran Eduardos, de una libra, sin montar y nuevos. La goma estaba perfecta, sin charnela. -Entonces sonrió con picardía-. Le pagué dos mil pavos por cada uno. ¡Menuda ganga! -Volvió a mirar la tarjeta-. Los vendí unas semanas después, saqué un buen beneficio. La cuestión es que no tendría que haberlos vendido, ese día no. Demonios, todos creíamos que tal vez el mundo se acabaría. -Entonces volvió a mirar la tarjeta y frunció el ceño-. ¿Ronald Wilson, han dicho?
– Sí -contestó Grace.
– No. No, señor. No se llamaba así. No es el nombre que me dio. Aquí anoté David Nelson. Sí, así se llamaba. Señor David Nelson.
– ¿Le dio una dirección o un número de teléfono? -preguntó Grace.
– No, señor.
En cuanto salieron a la calle, Grace llamó a Glenn Branson. Le dijo que informara a Norman Potting y Nick Nicholl que ahora su prioridad máxima era averiguar si se conservaban los registros de inmigración de 2001 y, en caso afirmativo, que comprobaran si aparecía en ellos un tal David Nelson.
La reunión que acababa de mantener le había dejado buenas sensaciones. Pero la única sombra, como apuntó Glenn, y como Grace ya había pensado, era si Ronnie Wilson todavía utilizaba ese nombre cuando se marchó a Australia, si es que había ido allí. Tal vez entonces ya se hubiera convertido en otra persona.
Pero una hora después, mientras estaban a punto de entrar en el despacho azul pizarra y gris del forense, Glenn Branson le llamó. Parecía emocionado.
– ¡Tenemos novedades!
– Cuéntame.
– Antes te he dicho que habíamos perdido a Katherine Jennings, ¿verdad? Que había burlado al equipo de vigilancia. Bueno, pues agárrate. Ha entrado en la comisaría de policía de John Street hace una hora.
Las palabras fueron como una descarga eléctrica.
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Dice que han secuestrado a su madre, una ancianita enferma. Un tipo amenaza con matarla.
– ¿Has hablado con ella?
– Un agente del Departamento de Investigación Criminal ha hablado con ella allí… Y ha descubierto que el hombre a quien acusa del secuestro es nada más y nada menos que Chad Skeggs.
– ¡Joder!
– Ya pensé que te gustaría.
– Y ahora ¿qué?
– He mandado a Bella con una agente de relaciones familiares, Linda Buckley, para que la traigan aquí. Bella y yo vamos a interrogarla cuando llegue.
– Llámame en cuanto hayas hablado con ella.
– ¿A qué hora tienes el vuelo?
– Salgo a las seis de la tarde… Las once de la noche para ti.
La voz de Branson cambió de repente.
– Viejo, tal vez tenga que dormir en tu casa esta noche. Ari está que se sube por las paredes. Anoche no llegué a casa hasta las doce.
– ¡Dile que eres policía, no una puta canguro!
– Díselo tú. ¿Quieres que la llame y te la paso?
– La llave está donde siempre -se apresuró a decir Grace.