11 de septiembre de 2001
Ronnie corrió por West Broadway, cruzó Murray Street, Park Place y luego Barclay Street. Las Torres Gemelas estaban justo delante de él, en el otro extremo de Vesey Street, los dos monolitos plateados alzándose hacia el cielo. Los olores del incendio eran mucho más intensos aquí, y tiras de papel quemado flotaban en el aire mientras caían escombros que se estrellaban contra el suelo.
A través del denso humo negro vio algo carmesí, como si la torre sangrara. Luego fogonazos de color naranja brillante. Llamas. «Dios santo -pensó, sintiendo un miedo oscuro y terrible en la tripa-. Esto no puede estar pasando.»
La gente salía por la entrada a trompicones, mirando hacia arriba aturdida, hombres con trajes y corbatas elegantes sin chaqueta, algunos pegados a sus móviles. Durante un segundo observó a una joven morena y atractiva con un traje chaqueta que se tambaleaba porque había perdido un zapato. De repente, la chica se llevó las manos a la cabeza, con cara de dolor, como si le hubiera caído un objeto encima, y Ronnie vio una gota de sangre deslizándose por su mejilla.
Dudó. No parecía seguro seguir adelante. Pero necesitaba esa reunión, la necesitaba desesperadamente. «Tendré que arriesgarme -pensó-. Correr como un poseso.» Tosió, le picaba la garganta por el humo, y se bajó de la acera. Era más alta de lo que había imaginado y cuando las ruedas de la maleta aterrizaron con un golpe, el mango se retorció en su mano y el trolley cayó.
«¡Mierda! No me hagas esto.»
Luego, justo mientras se agachaba y cogía el mango de la maleta, oyó el silbido de un avión.
Volvió a mirar arriba. Y no pudo creer lo que veían sus ojos. Una milésima de segundo después, antes de que tuviera tiempo de asimilar de forma inteligible lo que estaba viendo, se produjo una explosión. Un estallido metálico fortísimo, como si chocaran dos cubos de basura cósmicos. Un ruido que pareció resonar en su cerebro y siguió resonando, retumbando descontrolado dentro de su cráneo hasta que quiso meterse los dedos en los oídos para acallarlo, ahogarlo. Entonces llegó la onda expansiva, que sacudió todos los átomos de su cuerpo.
Una bola enorme de llamas naranjas, que lanzaron chispas plateadas y humo negro, envolvió la parte superior de la Torre Sur. Por un momento fugaz se quedó sin habla, contemplando la belleza de la imagen: el contraste de colores -el naranja, el negro- resaltaba marcadamente en el azul intenso del cielo.
Era como si un millón, un billón de plumas, flotara en el aire alrededor de las llamas, descendiendo sin prisa hacia el suelo. Todo en cámara lenta.
Entonces le golpeó la realidad.
Pedazos de madera, cristal, sillas, mesas, teléfonos, archivadores rebotaban en la calle delante de él y quedaban hechos añicos. Un coche patrulla frenó, justo un poco más adelante de donde estaba él, y las puertas se abrieron antes de detenerse siquiera. A sólo unos cien metros más o menos a su derecha, en Vesey Street, lo que al principio parecía un ovni de fuego se precipitó al suelo con un gran estruendo, formó un cráter profundo y luego rebotó y despidió trozos de la carcasa y las entrañas, expulsando llamas. Cuando por fin se quedó quieto, siguió ardiendo con fiereza.
Absolutamente horrorizado y petrificado, Ronnie se percató de que era el motor del avión.
De que era la Torre Sur.
El despacho de Donald Hatcook estaba allí. En la planta 87. Intentó contar los pisos.
Dos aviones.
El despacho de Donald. Por sus cálculos rápidos, el despacho de Donald se encontraba justo donde se había producido el impacto.
«¿Qué diablos está pasando? Dios mío, ¿qué diablos ocurre?»
Contempló el motor en llamas. Notaba el calor. Vio a los policías alejándose de su coche.
El cerebro de Ronnie le decía que no iba a celebrarse ninguna reunión, pero intentó no hacerle caso. Su cerebro se equivocaba, sus ojos se equivocaban; conseguiría sacar adelante esa reunión, como fuera. Tenía que seguir avanzando. Avanzando. «Puedes celebrar la reunión. Todavía puedes celebrar la reunión. ¡¡Necesitas esa puta reunión!!»
Y otra parte de su cerebro le decía que si bien un avión chocando contra las Torres Gemelas era un accidente, dos era algo distinto. Dos no auguraban nada bueno.
Propulsado por una desesperación absoluta, agarró el asa de la maleta y caminó con determinación.
Segundos después oyó un ruido apagado, como si cayera un saco de patatas. Notó una bofetada húmeda en la cara. Entonces vio algo blanco y destrozado que rodaba por el suelo hacia él y se detenía a unos centímetros de sus pies: era un brazo humano. Algo mojado se deslizaba por su mejilla. Deprisa, se llevó la mano a la cara y sus dedos tocaron algo líquido. Los miró y vio que estaban manchados de sangre.
Se le revolvió el estómago como cemento húmedo en una hormigonera. Se dio la vuelta y vomitó el desayuno allí mismo, casi ajeno a otro ruido que se oía a unos pasos de allí. Las sirenas gemían, eran sirenas que salían de las profundidades del infierno. Sirenas en cada rincón, por todas partes. Luego otro ruido, otra salpicadura en la cara y las manos.
Miró hacia arriba. Llamas y humo y figuras del tamaño de hormigas y vidrios y un hombre, en mangas de camisa y pantalones, dando vueltas en el aire en caída libre. Perdió un zapato, que giró y giró. Se centró en él, rodando una y otra vez, una y otra vez. Personas del tamaño de soldados de juguete y escombros, indistinguibles los unos de los otros al principio, caían del cielo.
Ronnie se quedó quieto mirando. Le vino a la mente una colección de sellos de correos que había cambiado un día que conmemoraba la representación de la muerte y el infierno del pintor holandés El Bosco. Es lo que era esto: el infierno.
Ahora, el aire asfixiante y fétido estaba lleno de ruidos: gritos, sirenas, lloros, el batir de las palas de un helicóptero en el cielo. Policías y bomberos corrían hacia los edificios. Un coche de bomberos con las palabras Escalera 12 se detuvo delante de él obstruyéndole la vista. Lo rodeó por la parte de atrás mientras los bomberos, protegidos con cascos, salían corriendo.
Hubo otro ruido sordo. Ronnie vio a un hombre rollizo con traje que aterrizaba sobre su espalda y explotaba.
Volvió a vomitar, balanceándose atolondradamente, luego cayó sobre una rodilla, tapándose la cara con las manos, y se quedó allí unos momentos, temblando. Cerró los ojos, como si así fuera a desaparecer todo aquello. Entonces se dio la vuelta de repente, presa del pánico, por si alguien le había robado el trolley y el maletín. Pero ahí estaban, justo detrás de él: su elegante maletín Louis Vuitton de imitación. Nadie iba a preocuparse en estos momentos por quién diablos lo había fabricado, o de si era auténtico o falso.
Al cabo de unos minutos, Ronnie se recuperó y se levantó. Escupió varias veces intentando quitarse el sabor a vómito de la boca. Entonces sintió que un destello de ira se transformaba en unos segundos en una cólera violenta. «¿Por qué hoy? ¿Por qué no otro día, joder? ¿Por qué ha tenido que pasar todo esto hoy?»
Vio un río de gente que salía de la Torre Norte, algunas personas cubiertas de polvo blanco, otras sangrando, caminando despacio, como en trance. Entonces oyó un nino-nino-nino distante de otro coche de bomberos. Luego otro, y otro más. Alguien delante de él sujetaba una cámara de vídeo.
«Las noticias -pensó-. La televisión.» La estúpida de Lorraine estaría alarmada si veía aquello. Se alarmaba por todo. Si había un choque en cadena en una autopista le llamaba al instante para asegurarse de que estaba bien, incluso cuando tendría que saber, sólo si hubiera pensado un poco, que era imposible que estuviera a ciento cincuenta kilómetros del accidente.
Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. Recibió un pitido agudo, luego apareció un mensaje en la pantalla: Red OCUPADA.
Volvió a intentarlo, dos veces más, luego se guardó el teléfono en el bolsillo.
Un poco más tarde comprendería, al reflexionar sobre ello, la suerte que había tenido de que esa llamada no se cursara.