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11 de septiembre de 2001


Ronnie estaba borracho. Caminaba con paso algo inseguro, arrastrando el trolley por la acera, que se mecía como la cubierta de un barco. Tenía la boca seca y notaba la cabeza como si estuviera atrapada en un torno que la apretaba sin cesar. Tendría que haber almorzado algo, lo sabía. Compraría comida más tarde, después de registrarse y guardar el equipaje.

En la mano izquierda llevaba un recibo arrugado del bar, detrás del cual su nuevo mejor amigo -cuyo nombre ya había olvidado- había escrito una dirección y dibujado un mapa. Eran las cinco de la tarde. Un helicóptero volaba bajo en el cielo. Percibía un olor desagradable a quemado en el aire. ¿Había un incendio en alguna parte?

Entonces se percató de que se trataba del mismo olor de antes, cuando estaba en Manhattan. Denso y empalagoso, se filtraba en los edificios bajos de ladrillo rojo que lo flanqueaban, en su ropa y en los poros de su piel. Lo respiraba, le llenaba los pulmones.

Al llegar al final de la calle, miró el mapa entrecerrando los ojos. Parecía decirle que girara a la derecha en el siguiente cruce. Pasó por delante de varias tiendas con carteles en cirílico y de un banco, con un cajero automático exterior. Se detuvo, tentado por un momento de retirar todo el dinero que le permitieran sus tarjetas, pero comprendió que no sería una decisión inteligente; el cajero registraría la hora de la transacción. Siguió andando. Pasó por delante de más escaparates. Al otro extremo de la calle había colgada una pancarta, serigrafiada con las palabras Mantengamos limpia Brighton Beach.

Comenzó a caer en la cuenta de lo desierta que estaba la calle. Había coches aparcados a cada lado, pero ahora no se veía gente. Las tiendas también estaban prácticamente vacías. Era como si todo el barrio estuviera en una fiesta a la que no le habían invitado.

Pero sabía que todo el mundo estaba en casa, pegado al televisor. «Esperando a que caiga la espada de Damocles», había dicho alguien en el bar.

Pasó por delante de una tienda poco iluminada con un cartel fuera, La ciudad del buzón. A la derecha había filas y filas de cajas metálicas. Al fondo de la tienda estaba sentado un joven de pelo negro y largo encorvado sobre un ordenador consultando Internet. En el mostrador, un anciano de pelo entrecano vestido con ropa barata realizaba algún tipo de transacción.

Ronnie se dio cuenta de que empezaba a estar más sobrio, a pensar con más claridad. A pensar que este lugar podría ser útil para sus planes. Siguió caminando, contando las calles a su izquierda. Entonces, siguiendo las indicaciones, giró a la izquierda y accedió a una calle residencial venida a menos. Aquí las casas parecían construidas con piezas de Lego rotas. Tenían dos y tres plantas, eran pareadas, pero las dos mitades no eran iguales. Unos escalones conducían a las puertas de entrada y había toldos y puertas donde debería haber garajes; también tejas españolas, enladrillado irregular, fachadas de yeso gastado y ventanas desiguales que parecían compradas en lotes surtidos.

En el primer cruce, el mapa le indicaba que girara a la izquierda en una calle estrecha llamada Brighton Path 2. Dejó atrás dos Chevy Suburbans blancos aparcados delante de un garaje doble con las dos puertas llenas de grafitis y una hilera de viviendas de una planta. Luego giró a la derecha en una calle aún más destartalada de casas pareadas y llegó al número 29. Las dos mitades de la casa eran de color hormigón prefundido. Delante, en un poste de telégrafos había un póster rasgado, pero apenas le prestó atención. Miró los peldaños sucios y vio, en letras rojas sobre un pequeño tablón blanco clavado en el dintel de la puerta, las siglas HPI.

Subió los escalones, cargando el equipaje, y llamó al timbre. Unos momentos después, una figura desdibujada apareció tras el cristal esmerilado y la puerta se abrió. Una chica plana como una tabla, que llevaba una bata mugrienta y chanclas, lo miró. Era rubia y tenía el pelo sucio y desgreñado como filamentos de algas y la cara ancha de muñeca con unos ojos negros grandes y redondos. No dijo nada.

– Busco una habitación -dijo Ronnie-. Me han dicho que tenías una habitación.

Ronnie vio un teléfono público en la pared a su lado y percibió un olor intenso a humedad y moqueta vieja. En algún lugar del edificio oyó las noticias en televisión. Los acontecimientos de hoy.

La chica dijo algo que no comprendió. Le pareció ruso, pero no estaba seguro.

– ¿Hablas inglés?

Ella levantó la mano, para indicarle que esperara, luego desapareció hacia el fondo de la casa. Al cabo de un rato, apareció un hombre de unos cincuenta años corpulento y con la cabeza rapada. Llevaba una camisa blanca sin cuello, pantalones negros anchos y sucios con tirantes y unas deportivas, y miró a Ronnie como si fuera un capullo que bloqueaba el paso al lavabo.

– ¿Habitación? -dijo con un acento gutural.

– Boris -dijo Ronnie, que de repente recordó el nombre de su nuevo mejor amigo-. Me ha dicho que viniera aquí.

– ¿Cuánto tiempo?

Ronnie se encogió de hombros.

– Unos días.

El hombre lo miró evaluándolo. Tal vez para comprobar que no se tratara de una especie de terrorista.

– Treinta dólares por día. ¿De acuerdo?

– Bien. Un día deprimente, el de hoy.

– Un día malo. Muy malo. Mundo está loco. De 12 a 12. ¿De acuerdo? Comprendido. Paga cada día por adelantado. Si te quedas después de mediodía, pagas otro día.

– Comprendido.

– ¿Efectivo?

– Sí, perfecto.

La casa era mayor de lo que parecía desde fuera. Ronnie siguió al hombre a través de un recibidor y un pasillo, entre paredes de color nicotina con un par de grabados baratos enmarcados de paisajes inhóspitos. El hombre se detuvo, desapareció un instante en una habitación y luego salió con una llave en un llavero de madera. Abrió la puerta de enfrente.

Ronnie le siguió a un cuarto pequeño que olía a humo de cigarrillo rancio. Tenía una ventana pequeña que daba a la pared de la siguiente casa. Había una cama de matrimonio pequeña con una manta de chenilla rosa encima con varias manchas y dos quemaduras de cigarrillo. En una esquina había un lavamanos, junto a una pequeña ducha con una cortina de plástico amarilla resquebrajada. Completaban el mobiliario un sillón maltrecho, una cómoda, un par de mesas de madera baratas, un televisor viejo con un mando a distancia que parecía más viejo todavía y una moqueta de color verde guisante.

– Perfecto -dijo Ronnie. Y en estos momentos, para él, lo era.

El hombre cruzó los brazos y lo miró con expectación. Ronnie sacó la cartera y pagó tres días por adelantado. Recibió la llave y luego el casero se marchó y cerró la puerta.

Ronnie revisó la habitación. Había una pastilla de jabón medio usada en la ducha con lo que sospechosamente parecía un pelo castaño de vello púbico. La imagen del televisor era borrosa. Encendió todas las luces, corrió la cortina y se sentó en la cama, que se hundió y crujió con un sonido metálico. Entonces logró esbozar una sonrisa. Podría soportar esto unos días. No le preocupaba.

Dios santo, ¡era el primer día del resto de su vida!

Inclinándose hacia delante, cogió el maletín de encima del trolley y sacó todas las carpetas que contenían la propuesta y datos acreditativos que durante semanas había preparado para Donald Hatcook. Finalmente, cogió del fondo el portafolios de plástico transparente, cerrado con un broche metálico, y sacó la carpeta roja que no se había arriesgado a dejar en la habitación del W, ni siquiera en la caja fuerte. Y la abrió.

Sus ojos se iluminaron.

– Hola, preciosos míos -dijo.

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