12 de septiembre de 2001
Una vez más, Lorraine estaba sentada a la mesa de la cocina envuelta en su albornoz blanco, un cigarrillo entre los labios y una taza de té delante de ella. Le dolía mucho la cabeza y tenía cara de sueño; no estaba del todo en sí misma porque había pasado la noche en vela. Notaba el corazón como si fuera un plomo en el pecho y sentía náuseas en la boca del estómago.
Dio unos golpecitos al cigarrillo encima del cenicero y medio centímetro de ceniza se unió a las cuatro colillas recientes que ya descansaban allí esta mañana. A su lado tenía el Daily Mirror y en la televisión estaban puestas las noticias, pero por primera vez desde ayer por la tarde, tenía la cabeza en otra parte.
Delante de ella estaba el correo que había llegado aquella mañana, así como el de ayer y el del lunes. También más cartas abiertas que había encontrado en el escritorio de Ronnie en el pequeño cuarto de invitados del piso de arriba que utilizaba como despacho.
La carta que miraba ahora era de una agencia de cobro de deudas llamada EndCol Financial Recovery. Mencionaba un acuerdo que al parecer Ronnie había firmado para pagar a plazos el televisor de pantalla grande del salón. La siguiente era de otra agencia de cobro de deudas. Informaba a Ronnie que iban a cortarles el teléfono si en siete días no se abonaban las más de seiscientas libras de una factura pendiente.
Luego estaba la carta de Hacienda, en la que se exigía el pago en tres semanas de casi once mil quinientas libras o se cursaría una orden de embargo.
Lorraine meneó la cabeza con incredulidad. La mitad de las cartas exigían el pago de facturas pendientes. Y una, del director de su banco, le decía que le habían denegado la ampliación del préstamo solicitado.
La peor carta de todas era de la sociedad de crédito hipotecario. La había encontrado en el escritorio e informaba a Ronnie de que iban a ejecutar la hipoteca e iniciar los trámites judiciales para embargarles la casa.
Lorraine apagó el cigarrillo, hundió el rostro entre sus manos y se echó a llorar. Todo el rato pensaba: «¿Por qué no me lo contaste, Ronnie, cariño? ¿Por qué no me contaste el lío en el que andabas -andábamos- metidos? Podría haberte ayudado, haber buscado trabajo. Tal vez no hubiera ganado mucho, pero habría ayudado. Habría sido mejor que nada».
Sacudió el paquete de tabaco, sacó otro cigarrillo y se quedó mirando atontada la televisión. A la gente de Nueva York que caminaba con sus carteles, con las fotografías de sus seres queridos desaparecidos. Eso es lo que ella necesitaba hacer, lo sabía. Tenía que plantarse allí y encontrarle. Tal vez estuviera herido y lo hubieran ingresado en algún hospital-Estaba vivo, lo sentía en los huesos. Era un superviviente. Se ocuparía de todas esas deudas. Si Ronnie hubiera estado aquí anoche nunca habría dejado que se llevaran el BMW. Habría llegado a un acuerdo, o encontrado algo de dinero, o les habría retorcido el pescuezo.
Marcó su número por milésima vez y le salió directamente el buzón de voz. Una tos áspera y profunda le humedeció los ojos. Ahora las imágenes mostraban los escombros humeantes, las paredes consumidas, toda aquella escena apocalíptica de lo que había sido, hasta ayer por la mañana, el World Trade Center. Intentó adivinar por las imágenes que aparecieron a continuación en la pantalla -primero un plano corto de un bombero con una mascarilla, tropezando con un montículo de cascotes humeantes y movedizos, luego un plano mucho más amplio que mostraba un bloque de unos treinta metros de altura y un coche de policía aplastado- donde estaba la Torre Sur, lo que quedaba de ella, cuándo había salido Ronnie y cómo.
Sonó el timbre de la puerta. Se quedó inmóvil. Entonces hubo unos golpes bruscos.
«Mierda. Mierda. Mierda.»
Subió sigilosamente al piso de arriba y entró en el dormitorio de la parte delantera, el que utilizaba Ronnie, y miró abajo. Había una furgoneta azul enfrente de la casa, bloqueando el camino de entrada, y dos hombres fornidos en la puerta. Uno tenía la cabeza rapada y llevaba una parca y vaqueros; el otro, de pelo corto y con un arete grande de oro en la oreja, sostenía un documento en la mano.
Lorraine se quedó quieta, casi aguantando la respiración. Hubo más golpes en la puerta. El timbre volvió a sonar, dos veces. Luego, al final, oyó alejarse la furgoneta.