Octubre de 2007
Aterrorizada, Abby observó la punta de la palanca de hierro. Se movía bruscamente, a ciegas, a derecha e izquierda, separando las puertas, sólo unos cinco centímetros cada vez antes de que volvieran a cerrarse de golpe y aprisionaran la punta.
Hubo otro golpe enorme en el techo y esta vez sí pareció como si alguien hubiera saltado encima. El ascensor se balanceó, golpeó contra el lateral del hueco, la desequilibró y al intentar evitar chocar contra la pared el bote de spray de pimienta le cayó de la mano con un ruido sordo.
Con un fuerte chirrido metálico, las puertas empezaron a abrirse.
La invadió un terror frío.
Ahora no se abrían cinco centímetros, sino más, mucho más.
Abby se agachó y buscó desesperadamente el spray en el suelo. La luz lo iluminó todo. Vio el bote y lo cogió, presa del pánico. Entonces, sin perder un segundo para mirar, se lanzó hacia delante, apretando el disparador, apuntando directamente al espacio cada vez más ancho entre las puertas.
Directamente a los brazos fuertes que la agarraron y la sacaron del ascensor y la dejaron en el descansillo.
Ella gritó, retorciéndose con desesperación, intentando soltarse. Cuando volvió a apretar el disparador, no salió nada.
– Cabrón-gritó-. ¡Cabrón!
– No pasa nada, guapa. Ya está, amiga.
No reconoció la voz. No era la de él.
– ¡Suéltame! -chilló, golpeándole con los pies descalzos.
El hombre la agarraba con mucha fuerza.
– ¿Amiga? ¿Señorita? Cálmese. Está a salvo. No pasa nada. ¡Está a salvo!
Una cara debajo de un casco amarillo le sonrió. Un casco de bombero. Un mono verde con franjas fosforescentes. Oyó las interferencias de una radio.
Más arriba había dos bomberos con casco, otro esperaba unos peldaños más abajo.
El hombre que la sujetaba volvió a sonreír para tranquilizarla.
– Está bien, querida. Está a salvo -dijo.
Abby estaba temblando. ¿Eran reales? ¿Se trataba de una trampa?
Parecían bomberos de verdad, pero siguió agarrando con fuerza el spray de pimienta. Ricky era capaz de todo.
Entonces vio la cara hosca del viejo conserje polaco, que subía las escaleras asfixiado con su sudadera mugrienta y pantalones marrones.
– A mí no pagar para trabajar fines de semana -refunfuñó-. Culpa administradores. ¡Yo meses diciendo ascensor mal! ¡Meses! -Miró a Abby y frunció el ceño. Señaló hacia arriba con un dedo con una uña negra-. Piso 82, ¿verdad?
– Sí -contestó ella.
– Administradores -dijo con su acento gutural, resollando-. No sirven. Yo digo, todos los días yo digo.
– ¿Cuánto tiempo llevaba encerrada ahí dentro, guapa? -le preguntó su salvador.
Era atractivo, tenía unos treinta años, aire de adolescente de grupo de pop y las cejas negras casi demasiado perfectas para ser naturales. Abby lo miró con cautela, como si fuera demasiado guapo para ser bombero, como si todo fuera parte del engaño elaborado de Ricky. Entonces se percató de que temblaba casi demasiado para poder hablar.
– ¿Tiene agua?
Momentos después le pusieron una botella de agua en la mano. Bebió a tragos ansiosos, derramó un poco y le cayó por la barbilla deslizándose hasta el cuello. Se la terminó antes de hablar.
– Gracias.
Alargó la botella vacía y una mano oculta la cogió.
– Desde anoche -dijo-. Llevo en este maldito trasto… desde… creo… Desde anoche. ¿Hoy es sábado?
– Sí. Son las cinco y veinte de la tarde del sábado.
– Desde ayer. Justo pasadas las seis y media de ayer. -Miró furiosa al conserje-. ¿No comprueba que funcione la puta alarma? ¿O el puto teléfono del aparato?
– Administradores. -Se encogió de hombros, como si se les pudieran achacar todos los problemas del universo.
– Será mejor que la llevemos al hospital para que le hagan un reconocimiento -dijo el bombero guapo.
Aquello la aterrorizó.
– No… No… Estoy muy bien, gracias. Yo… Yo sólo…
– Llamaremos a una ambulancia.
– No -dijo Abby con contundencia-. No. No necesito ir a ningún hospital.
Miró las botas caídas, que seguían en el ascensor, y la mancha húmeda en el suelo. No olía nada, pero sabía que ahí dentro tenía que apestar.
La radio volvió a emitir interferencias y Abby oyó una llamada. El bombero respondió.
– Estamos aquí. La persona atrapada está a salvo. No requerimos asistencia médica. Repito. No requerimos asistencia médica.
– Yo… Pensaba que iba a caerse, ¿sabe? En cualquier momento. Pensaba que iba a caerse… Y que yo iba a…
– No, no hay peligro. Se ha roto una polea, pero no se habría caído. -Su voz se apagó y por un momento pareció pensativo, dirigiendo rápidamente su mirada al techo del ascensor-. ¿Vive aquí?
Abby asintió.
– Debería comprobar los gastos de la comunidad -dijo, y dejó de agarrarla tan fuerte-. Asegurarse de que el mantenimiento del ascensor consta en ellos.
El conserje hizo un comentario, algo más sobre los administradores, pero apenas lo oyó. El alivio que sentía por ser liberada fue breve. Era genial haber salido del maldito ascensor, pero eso no significaba en absoluto que estuviera fuera de peligro.
Se agachó para intentar alcanzar sus botas sin volver a entrar en el ascensor, pero no llegaba. El bombero se inclinó y las rescató con el dorso del hacha. Estaba claro que no era tan estúpido como para entrar.
– ¿Quién les ha avisado? -preguntó Abby.
– Una mujer del… -Hizo una pausa para leer una nota en su libreta-. Del piso 47. Intentó llamar al ascensor varias veces esta tarde, luego informó de que había oído a alguien pidiendo socorro.
Mientras anotaba mentalmente darle las gracias algún día, Abby miró con cautela las escaleras, cubiertas con fundas para protegerlas del polvo que levantaban los obreros y plagadas de placas de yeso y materiales de construcción.
– Debería comer algo en cuanto pueda -le recomendó el bombero-. Algo ligero solamente, una sopa o algo así. Subiré a su piso con usted, para asegurarme de que está bien.
Abby le dio las gracias, luego miró su spray Mace y se preguntó por qué no había funcionado. Se dio cuenta de que no había quitado el seguro. Se lo guardó en el bolso y, con las botas en la mano, comenzó a subir las escaleras, sorteando con cuidado el caos de los obreros. Pensando.
¿Había saboteado Ricky el ascensor? ¿Y el teléfono y la alarma? ¿Era demasiado rocambolesco pensar que lo había hecho él?
Cuando llegó a la puerta descubrió aliviada que todas las cerraduras estaban como las había dejado. Aun así, después de darle las gracias otra vez al bombero, entró con cautela, comprobando que el hilo del recibidor estuviera intacto antes de cerrar la puerta con llave y pasar las cadenas de seguridad. Luego, sólo para asegurarse, comprobó todas las habitaciones del piso.
Todo estaba bien. No había entrado nadie.
Fue a la cocina a prepararse un té y cogió un Kit-Kat de la nevera. Acababa de meterse un trozo en la boca cuando sonó el timbre, seguido de inmediato por un golpe seco en la puerta.
Masticando, y con los nervios de punta por si era Ricky, se acercó deprisa y con cautela a la puerta y miró por la mirilla. Vio a un hombre menudo de rostro delgado y unos veintipocos años, moreno, con el pelo peinado hacia delante y vestido de traje.
¿Quién diablos era? ¿Un vendedor? ¿Un testigo de Jehová -pero normalmente no iban en pareja-? O tal vez tuviera algo que ver con el cuerpo de bomberos. Ahora mismo, muerta de cansancio, temblorosa y hambrienta, sólo quería prepararse una taza de té, comer algo, apurar varias copas de vino tinto y sobar.
Saber que el hombre habría tenido que pasar por delante del conserje y de los bomberos para llegar hasta aquí apaciguó un poco sus miedos. Tras comprobar que las dos cadenas de seguridad estaban bien puestas, giró la llave y abrió la puerta los pocos centímetros que cedió.
– ¿Katherine Jennings? -le preguntó con voz aguda e invasiva. Notó su aliento cálido en la cara, olía a chicle de menta.
Katherine Jennings era el nombre con el que había alquilado el piso.
– ¿Sí? -contestó Abby.
– Kevin Spinella, del periódico Argus. Me preguntaba si podría dedicarme unos momentos de su tiempo.
– Lo siento -dijo ella, e intentó cerrar la puerta de inmediato. Pero el hombre la atascó con el pie.
– Sólo quiero unas palabras rápidas para citarlas.
– Lo siento -respondió-. No tengo nada que decir.
– ¿No está agradecida al cuerpo de bomberos por rescatarla?
– No, yo no he dicho…
«Mierda.» Ahora el hombre escribía algo en su libreta.
– Mire, señorita… ¿Señora Jennings?
Abby no mordió el anzuelo.
El periodista prosiguió.
– Tengo entendido que acaba de pasar por una experiencia terrible… ¿Le parece bien que le envíe a un fotógrafo?
– No, no me parece bien -dijo-. Estoy muy cansada.
– ¿Mañana por la mañana tal vez? ¿A qué hora le iría bien?
– No, gracias. Y quite el pie, por favor.
– ¿Creyó que su vida corría peligro?
– Estoy muy cansada -contestó-. Gracias.
– Bien, entiendo, ha sido muy duro. Le diré qué haremos. Me pasaré mañana con un fotógrafo. ¿Sobre las diez de la mañana le parece bien? ¿No será demasiado pronto para un domingo?
– Lo siento, no quiero publicidad.
– Bien, bueno, la veré por la mañana entonces. -Quitó el pie.
– No, gracias -dijo Abby con firmeza, luego cerró la puerta y giró la llave con cuidado. Mierda, era lo último que necesitaba, maldita sea, su foto en el periódico.
Temblando, y con una vorágine de pensamientos arremolinándose en su mente, sacó los cigarrillos de su bolso y encendió uno. Entonces, entró en la cocina.
Un hombre que estaba sentado en la parte trasera de una vieja furgoneta blanca, aparcada en la calle de abajo, también se encendió un cigarrillo. Luego abrió una lata de cerveza Foster's, procurando no salpicar el caro equipo electrónico que tenía al lado, y bebió un sorbo. Gracias a la lente insertada en el minúsculo agujero que había perforado en el techo de la furgoneta, normalmente gozaba de una vista perfecta de su piso, aunque en estos momentos quedaba parcialmente tapado por un coche de bomberos que bloqueaba la calle. Aun así, pensó, aliviaba la monotonía de su larga vigilia.
Y vio con satisfacción, por la sombra que se movía detrás de la ventana, que ella estaba en casa.
«Hogar dulce hogar», pensó para sí, y sonrió con ironía. Casi le pareció gracioso.