Octubre de 2007
Roy Grace estaba sentado en la parte de atrás del Ford Crown Victoria gris de la policía. Mientras se dirigían hacia el túnel Lincoln, se preguntó si un viajero con la experiencia suficiente podía identificar cualquier ciudad del mundo sólo por el ruido del tráfico.
En Londres, el rugido constante de los motores de los coches de gasolina, la vibración de los diésel y el quejido de los autobuses Volvo de nueva generación que dominaban Nueva York eran completamente distintos; principalmente el tac-tac-tac constante de los neumáticos sobre el asfalto estriado o agrietado y lleno de baches y los pitidos de las bocinas.
Ahora, un camión enorme que tenían detrás tocaba el claxon.
El inspector Dennis Baker, que era quien conducía, levantó una mano al retrovisor y enseñó el dedo corazón.
– ¡Que te jodan, capullo!
Grace sonrió. Dennis no había cambiado.
– A ver, por el amor de Dios, ¿qué quieres que haga, capullo? ¿Pasar por encima del gilipollas que tengo delante? ¡Dios mío!
Acostumbrado desde hacía tiempo a la forma de conducir de su compañero, el inspector Pat Lynch, sentado a su lado en el asiento del copiloto, se giró hacia Roy sin hacer ningún comentario al respecto.
– Me alegro de volver a verte, tío. Cuánto tiempo. ¡Demasiado!
Roy también se alegraba. Estos tipos le habían caído bien desde el momento en que los conoció, hacía algo más de seis años. Le habían mandado a Nueva York para interrogar a un banquero estadounidense gay cuyo compañero había sido hallado estrangulado en un piso de Kemp Town. Nunca se presentaron cargos contra el banquero, y éste murió de sobredosis un par de años después. Roy había trabajado con Dennis y Pat algún tiempo en aquel caso y habían mantenido el contacto.
Pat llevaba unos pantalones y una chaqueta vaquera encima de una camisa beis con una camiseta debajo. Con su cara marcada por la viruela y un peinado juvenil greñudo, tenía el físico tosco de un tipo duro de película, pero su carácter era sorprendentemente dulce y generoso. Había empezado trabajando de estibador en los muelles y su poderosa corpulencia le había sido muy útil para ese empleo.
Dennis llevaba un anorak grueso negro con la leyenda Brigada de Casos Abiertos y el escudo de la policía de Nueva York grabados encima de una camisa azul y vaqueros. Más bajo e irónico que Pat y de mirada intensa, le gustaban muchísimo las artes marciales. Años atrás, había alcanzado el séptimo dan en los estilos de Ruy Te e Isshin Ryu del kárate de Okinawa y era una especie de leyenda en la policía de Nueva York por sus aptitudes en las peleas callejeras.
Los dos hombres se encontraban en la comisaría de Brooklyn de Williamsburg East a las 8.46 de la mañana del 11-S, cuando impactó el primer avión. Como estaban literalmente a kilómetro y medio del lugar, al otro lado del puente de Brooklyn, se dirigieron hacia allí de inmediato, con su jefe, y llegaron justo cuando chocó el segundo avión, que alcanzó la Torre Sur. Durante las semanas siguientes formaron parte del equipo que rebuscó entre los escombros de la Zona Cero, en lo que describieron como la «panza de la bestia». Luego Dennis fue trasladado a la tienda de campaña de la escena del crimen y Pat al centro de duelo del Muelle 92.
A lo largo de los años posteriores, los dos hombres, que habían gozado de una salud de hierro, desarrollaron asma, además de problemas mentales relacionados con el trauma vivido, y fueron trasladados del mundo duro y agitado de la policía de Nueva York a las aguas más tranquilas de la unidad de investigaciones especiales de la fiscalía del distrito.
Pat puso al día a Grace sobre su empleo actual, que consistía principalmente en transportar e interrogar a mafiosos.
Ahora conocían los bajos fondos de Estados Unidos como nadie. Pat le explicó que la mafia ya no tenía el «poderío» de antes. ¿Quién no intentaba llegar a un trato, preguntó Pat, cuando te enfrentabas a una condena entre veinte años y cadena perpetua?
Esperaba que durante las próximas veinticuatro horas pudieran encontrar a alguien que hubiera conocido a Ronnie Wilson, alguien que le hubiera echado una mano. Si había alguien que pudiera ayudar a Grace a buscar a una persona que, cada vez estaba más seguro, había desaparecido deliberadamente durante el 11-S y días posteriores, eran estos dos hombres.
– Estás más joven que nunca -dijo Pat, cambiando de tema de repente-. Debes de estar enamorado.
– Esa mujer tuya no apareció nunca, ¿verdad? -preguntó Dennis.
– No -fue su respuesta breve. Prefería no hablar de Sandy.
– Tiene envidia -dijo Pat-. ¡A él le costó una fortuna librarse de la suya!
Grace se rió y en ese momento su teléfono pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla: «Me alegro d k hayas llegado bien. T echo d menos. Humphrey tb. No puede vomitarl a nadie. Besos».
Sonrió, de repente echó de menos a Cleo. Entonces recordó algo.
– Si tenemos cinco minutos, ¿podríamos entrar en una de esas tiendas grandes de Toys R Us? Le compraré a mi ahijada el regalo de Navidad. Le gusta algo que se llama Bratz.
– La más grande está en Times Square, podemos pasarnos ahora, luego ir al W, que es por donde habíamos pensado comenzar -dijo Pat.
– Gracias. -Grace miró por la ventanilla. Estaban subiendo una pendiente y pasando por delante de un andamio de aspecto precario. El vapor salía de un conducto de ventilación del metro.
Era una tarde fría de otoño y el cielo estaba azul y despejado. Algunas personas llevaban abrigo o chaquetas gruesas y a medida que se adentraban en el centro de Manhattan todo el mundo parecía tener prisa. La mitad de los hombres que caminaban apresuradamente vestían traje con camisa sin corbata y fruncían el ceño. La mayoría de ellos llevaban un móvil pegado a la oreja y en la otra mano un café de Starbucks con una banda protectora alrededor, como si fuera un tótem obligatorio.
– Bueno, Pat y yo te hemos preparado un buen programa -dijo Dennis.
– Sí -confirmó Pat-. Aunque ahora trabajamos para el fiscal del distrito estaremos encantados de llevarte por ahí como favor a un amigo y compañero policía.
– Os lo agradezco mucho. Hablé con mi contacto del FBI en Londres -explicó Grace-, sabe que estoy aquí y lo que estoy haciendo. Si mis presentimientos se cumplen, tal vez tengamos que recurrir formalmente a la policía de Nueva York.
Dennis tocó el claxon a un Explorer negro que tenían delante y que había puesto los intermitentes y casi parado a un lado, buscando algo.
– ¡Gilipollas! ¡Vamos, capullo!
– Te hemos reservado habitación en el Marriott Financial Center, está justo al lado de la Zona Cero, en Battery Park City. Imaginamos que sería un buen campo base, porque desde allí podemos desplazarnos bastante fácilmente a la mayoría de los lugares que quieras visitar.
– También podrás entrar en ambiente -dijo Dennis-. Quedó bastante dañado. Ahora es todo nuevo. Podrás ver las obras que se llevan a cabo en la Zona Cero.
– ¿Sabes que todavía encuentran restos humanos? -dijo Pat-. Después de seis años. Los encontraron el mes pasado en el tejado del edificio del Deutsche Bank. La gente no se da cuenta, no tiene ni puta idea de la magnitud de lo que ocurrió cuando chocaron esos aviones.
– Justo enfrente de la oficina del forense han habilitado una zona con ocho camiones refrigerados dentro -dijo Dennis-. Llevan allí ¿qué? Unos seis años ya. Tienen veinte mil restos humanos allí dentro. ¿Puedes creerlo? Veinte mil. -Sacudió la cabeza con incredulidad.
– Mi primo murió -siguió Pat-. Lo sabías, ¿verdad? Trabajaba en Cantor Fitzgerald. -Levantó la muñeca para mostrar una pulsera de plata-. ¿La ves? Lleva sus iniciales: TJH. Tenemos todos una, la llevamos en recuerdo suyo.
– Todo el mundo en Nueva York perdió a alguien ese día -dijo Dennis, y viró bruscamente para esquivar a una mujer que cruzó la calle con imprudencia-. Mierda, señora, ¿acaso quiere saber qué se siente cuando la golpea el guardabarros de un Crown Victoria? Hágame caso, no le gustará demasiado.
– En cualquier caso -dijo Pat-, hemos hecho todo lo posible antes de que llegaras. Hemos comprobado el hotel donde se quedó tu Ronnie Wilson. Todavía sigue el mismo director, lo cual es perfecto. Te hemos concertado una cita con él. Está encantado de hablar contigo, pero no hay ningún cambio respecto a lo que ya sabemos. Algunas de las pertenencias de Wilson seguían en su habitación (el pasaporte, los billetes, algo de ropa interior). Ahora está todo en uno de los almacenes de las víctimas del 11-S.
El móvil de Grace sonó de repente. Se disculpó y contestó.
– Roy Grace.
– Eh, viejo, ¿dónde estás? ¿Tomándote un helado en lo alto del Empire State?
– Muy gracioso. En realidad estoy en un atasco.
– De acuerdo, bueno, tengo otra novedad para ti. Aquí nos estamos partiendo el culo trabajando mientras tú te diviertes. ¿Te suena el nombre de Katherine Jennings?
Grace se quedó pensando un momento, se sentía un poco cansado, su cerebro estaba menos rápido de lo habitual después del vuelo. Entonces se acordó: era el nombre de la mujer de Kemp Town que le había dado el reportero del Argus Kevin Spinella. El nombre que había pasado a Steve Curry.
– ¿Qué pasa con ella?
– Está intentando vender una colección de sellos que vale unos cuatro millones de libras. El comerciante al que ha recurrido es Hugo Hegarty y él los ha reconocido. Todavía no los ha visto, sólo ha hablado con ella por teléfono, pero está convencido, salvo por algunos que faltan, que son los mismos sellos que compró para Lorraine Wilson en 2002.
– ¿Le preguntó a la mujer de dónde los había sacado?
Branson repitió lo que Hegarty le había contado, luego añadió:
– Aparece un incidente relacionado con Katherine Jennings.
– El mío -dijo Grace.
Se quedó callado un momento, recordando su conversación con Spinella el lunes. El periodista había dicho que Katherine Jennings parecía angustiada. ¿Angustiaba tener en tu poder cuatro millones de libras en sellos? Grace imaginó que él se sentiría bastante relajado con toda esa pasta, siempre que la tuviera guardada en un lugar seguro.
Entonces, ¿qué le angustiaba a ella? Aquí había algo que olía muy mal.
– Creo que deberíamos ponerle vigilancia, Glenn. Contamos con la ventaja de saber dónde vive.
– Puede que ya se haya largado de allí -contestó Branson-. Pero ha concertado una cita mañana por la mañana en casa de Hegarty y va a llevarle los sellos.
– Perfecto -dijo Grace-. Habla con Lizzie. Cuéntale nuestra conversación y dile que sugiero reunir a un equipo de vigilancia para seguirla desde casa de Hegarty. -Miró su reloj-. Tenemos mucho tiempo para organizarlo.
Glenn Branson también miró la hora. No sería tan fácil como realizar una llamada de dos minutos a Lizzie Mantle: iba a tener que escribir un informe detallando las razones por las que pedía una unidad de vigilancia y su valor potencial para la Operación Dingo. E iba a tener que preparar la reunión informativa. No llegaría a casa hasta dentro de unas horas, lo que significaría otra bronca de Ari.
Nada nuevo.
Cuando Roy Grace colgó, se inclinó hacia delante.
– Chicos -dijo-, ¿tenéis a alguien que pueda elaborar una lista de comerciantes de sellos aquí?
– ¿Tienes un hobby nuevo? -bromeó Dennis.
– Sólo quiero sellar una investigación de asesinato -contestó Grace.
– ¡Joder, tío! -dijo Pat, girándose para mirarle-. Tus chistes no han mejorado, ¿eh?
Grace sonrió burlonamente.
– Es triste, ¿verdad?