Octubre de 2007
Sentado en su furgoneta aparcada en el cámping alejado que había encontrado por Internet, Ricky estaba absorto en sus pensamientos. La lluvia que repiqueteaba sobre el tejado era una buena tapadera. Nadie iba a merodear a oscuras por un campo embarrado, metiendo las narices en asuntos que no eran de su incumbencia.
Era el lugar perfecto, situado en los Downs a unos kilómetros de Eastbourne, en las afueras de un pueblo de postal llamado Alfriston. Un cámping en un campo grande y boscoso a ochocientos metros de un sendero desierto, detrás de un club de tenis azotado por la lluvia.
No era la época del año ni hacía el tiempo adecuado para jugar al tenis o acampar, lo que significaba que no había ojos curiosos. El propietario tampoco parecía un cotilla. Subió con dos niños pequeños que se peleaban en el coche, cogió las quince libras por tres noches por adelantado y le enseñó a Ricky dónde estaban los baños y las duchas. Le dio un número de móvil y le dijo que tal vez volviera mañana en algún momento si aparecía alguien más.
Sólo había otro vehículo en el cámping, una autocaravana grande con matrícula holandesa, y Ricky aparcó bien lejos de ella.
Tenía suficiente comida, agua y leche -que había comprado en una gasolinera- para alimentarse durante un tiempo. Abrió una lata de cerveza y se bebió la mitad del tirón, quería alcohol para tranquilizarse. Luego encendió un cigarrillo y dio tres caladas largas bien seguidas. Bajó un poquito la ventanilla e intentó tirar la ceniza, pero el viento la devolvió adentro hacia su cara. Cerró la ventanilla y, mientras lo hacía, arrugó la nariz. Un olor desagradable se había colado desde fuera.
Dio otra calada al cigarrillo y otro trago de cerveza. Estaba trastornado por la conversación que acababa de mantener con Abby. Por cómo le había colgado el teléfono. Por el modo en que seguía sin entender a aquella zorra.
Le asustaba que hablara en serio. Las palabras se repetían una y otra vez en su cabeza.
«Te devolveré lo que me queda.»
¿Cuánto había gastado? ¿Dilapidado? Debía de ser un farol. Era imposible que hubiera conseguido más de unos miles de libras durante el tiempo que llevaba huyendo. Era un farol.
Tendría que arriesgarse más. Desafiarla para que mostrara sus cartas. Tal vez ella creyera que era una mujer dura, pero Ricky lo dudaba.
Se acabó el cigarrillo y tiró la colilla fuera. Luego, mientras cerraba la ventanilla, volvió a arrugar la nariz. El olor se volvía más fuerte, más intenso. Venía de dentro de la furgoneta, claramente. El hedor agrio y nítido de la orina.
«¡Mierda, joder, no!»
La vieja se había meado encima.
Encendió la luz interior de inmediato, salió como pudo del asiento y pasó a la parte trasera de la furgoneta. La mujer estaba ridícula, con la cabeza asomando por la parte superior de la alfombra enrollada como una crisálida horrible.
Le arrancó la cinta de la boca con tanta delicadeza como pudo, pues no quería hacerle más daño de lo necesario; ya estaba muy angustiada y tenía miedo de que se le muriera allí mismo.
– ¿Te has meado?
Dos ojos pequeños y asustados lo miraron.
– Estoy enferma -dijo la mujer, con voz débil-. Tengo incontinencia. Lo siento.
Un pánico repentino se apoderó de él.
– ¿Significa eso que también vas a hacer lo otro?
Ella dudó, luego asintió, disculpándose.
– Genial -dijo él-. Esto es genial, joder.