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Octubre de 2007


– Aquí -dijo Abby-. Justo después de la farola de la izquierda. -Volvió a mirar hacia atrás por el parabrisas trasero. Ni rastro del coche de Ricky o de él. Pero era posible que hubiera tomado un camino más rápido, pensó-. ¿Podría seguir, girar a la izquierda y dar la vuelta al edificio, por favor?

El taxista obedeció. Era una zona residencial tranquila, cerca del Eastbourne College. Abby escudriñó con detenimiento las calles y coches aparcados. Aliviada, vio que no había rastro del coche de alquiler de Ricky ni de él.

El conductor la llevó de nuevo a la calle ancha de casas pareadas de ladrillo rojo, al final de la cual estaba el bloque de pisos bajos de los años sesenta, totalmente atípico en esta zona, donde vivía su madre. Había sido construido con materiales baratos y cuatro décadas de ráfagas de vientos salados del Canal lo habían transformado en una monstruosidad.

El taxista aparcó en doble fila junto a un Volvo familiar. El taxímetro marcaba treinta y cuatro libras. Le dio al conductor dos billetes de veinte.

– Necesito su ayuda -dijo-. Voy a darle esto ahora para que sepa que no voy a irme sin pagar. No me devuelva el cambio, quiero que deje en marcha el taxímetro.

El hombre asintió, lanzándole una mirada de preocupación. Ella volvió a mirar atrás, pero seguía sin estar segura.

– Voy a entrar en el edificio. Si no salgo dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo?, cinco minutos exactos, quiero que marque el 091 y le diga a la policía que venga. Diga que me están atacando.

– ¿Quiere que entre con usted?

– No, estoy bien, gracias.

– ¿Tiene problemas con su novio? ¿Su marido?

– Sí. -Abrió la puerta, se bajó y volvió a examinar la calle-. Voy a darle mi número de móvil. Si ve un Ford Focus gris, de cuatro puertas, limpio, con un tipo dentro con una gorra de béisbol, llámeme enseguida.

El hombre tardó unos momentos agónicos en encontrar su bolígrafo. Luego, con la mayor lentitud con que había visto escribir a alguien, comenzó a anotar los números.

En cuanto terminó, Abby corrió hacia la puerta de entrada del edificio, la abrió y entró en el sombrío vestíbulo comunitario. Era extraño volver a estar aquí; nada parecía haber cambiado. El linóleo del suelo, que tenía pinta de estar allí desde que se construyó el edificio, lucía inmaculado, como siempre, y la correspondencia y quizá también los mismos folletos de pizzas, comida china, tailandesa e india abarrotaban varios de los mismos casilleros metálicos. Percibió una peste intensa a abrillantador y verduras hervidas.

Miró el buzón de su madre para ver si lo habían vaciado y vio consternada varios sobres atascados, como si no quedara más espacio dentro. Uno de ellos, que casi estaba colgando, era un recordatorio para renovar la licencia de televisión por satélite.

El correo era uno de los momentos estelares del día para su madre. Era una fanática de los concursos, estaba suscrita a varias revistas que los contenían, y siempre se le habían dado muy bien. Diversos regalos de la infancia de Abby e incluso vacaciones habían salido de concursos que había ganado y ahora la mitad de las cosas que poseía su madre eran premios.

¿Por qué no había recogido el correo, entonces?

Con el corazón en la boca, Abby recorrió deprisa el pasillo hasta la puerta del piso de su madre al final del edificio. Oía el sonido de un televisor en otro apartamento arriba en algún lugar. Llamó a la puerta, luego abrió con su llave sin esperar respuesta.

– ¡Hola, mamá!

Oyó unas voces. El parte meteorológico.

Alzó la voz.

– ¡Mamá!

Dios mío, qué extraño era. Hacía más de dos años que no estaba aquí. Era muy consciente de la impresión que se llevaría su madre, pero ahora no podía preocuparse por eso.

– ¿Abby? -La voz de su madre parecía totalmente asombrada.

Corrió adentro, atravesando el pequeño vestíbulo hasta e salón, sin apenas notar el olor a cerrado y humedad. Su madre estaba en el sofá, flaca como un palillo, el pelo lacio y más gris de lo que recordaba. Llevaba una bata de flores y unas zapatillas con pompones. Sobre las rodillas tenía una bandeja con rosas dibujadas que Abby recordaba de su infancia. Encima había una lata de arroz con leche.

En el suelo enmoquetado había esparcidas hojas con concursos arrancadas de periódicos y revistas, y en el televisor Sony de pantalla ancha, que Abby recordó que su madre había ganado, estaban puestas las noticias del tiempo del mediodía. El aparato descansaba encima de un mueble-bar metálico, otro premio.

La bandeja cayó al suelo cuando su madre se sobresaltó, parecía que hubiera visto un fantasma.

Abby cruzó la habitación corriendo y echó los brazos al cuello de su madre.

– Te quiero, madre -dijo-. Te quiero muchísimo.

Mary Dawson siempre había sido una mujer menuda, pero ahora aún lo parecía más de lo que recordaba, como si hubiera encogido durante estos dos últimos años. Aunque seguía teniendo un rostro hermoso, con unos ojos azul claro preciosos, estaba más arrugada que la última vez que la había visto. La abrazó con fuerza, las lágrimas rodaron por su cara y mojaron el pelo de su madre, que olía a sucio, pero olía a su madre.

Después de que su padre falleciera de cáncer de próstata, una muerte horrible pero rápida gracias a Dios, Abby albergó la esperanza de que su madre encontrara a alguien. Pero cuando le diagnosticaran la enfermedad, esa esperanza se desvaneció.

– ¿Qué sucede, Abby? -le preguntó su madre, y añadió, con un brillo repentino en los ojos-: ¿Vamos a salir en Sorpresa, sorpresa? ¿Por eso estás aquí?

Abby se rio. Luego, estrechándola con fuerza, se dio cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no se reía.

– Creo que ya no lo emiten.

– Abby, en ese programa no dan premios, cariño.

Volvió a reírse.

– ¡Te he echado de menos, mamá!

– Yo también te he echado de menos, cariño, todo el rato. ¿Por qué no me dijiste que volvías de Australia? ¿Cuándo has llegado? ¡Si hubiera sabido que venías, me habría arreglado!

De repente, recordando la hora, Abby miró su reloj. Habían pasado tres minutos. Dio un salto.

– ¡Enseguida vuelvo!

Salió corriendo, mirando la calle con cautela arriba y abajo. Luego se acercó al taxi y abrió la puerta del copiloto.

– Tardaré unos minutos más, pero las instrucciones son las mismas. Llámeme si le ve.

– Si aparece, señorita, ¡le daré una paliza de muerte!

– ¡Usted llámeme y punto!

Abby regresó con su madre.

– Mamá, ahora no puedo explicártelo. Quiero llamar a un cerrajero y cambiar la cerradura de la puerta y ponerte una cadena de seguridad y una mirilla. Quiero intentar hacerlo hoy.

– ¿Qué pasa, Abby? ¿Qué es todo esto?

Abby se dirigió al teléfono, descolgó el auricular y le dio la vuelta. No sabía qué aspecto tenía un micrófono oculto, pero no vio nada debajo. Luego examinó el aparato y tampoco vio nada extraño. Pero ¿qué sabía ella?

– ¿Tienes otro teléfono? -preguntó.

– Estás metida en un lío, ¿verdad? ¿Qué pasa? Soy tu madre, ¡cuéntamelo!

Abby se arrodilló y recogió la bandeja, luego fue a la cocina a buscar un trapo para limpiar el arroz con leche derramado.

– Voy a comprarte un teléfono nuevo, un móvil. Por favor, no utilices éste nunca más.

Mientras comenzaba a arreglar el desastre de la alfombra, se dio cuenta de que era la vieja alfombra que tenían en el salón de su casa en Hollingbury. Era de un rojo intenso, con un borde ancho de rosas entretejidas en verde, ocre y marrón y estaba tan raída que en algunos puntos tenía trozos totalmente pelados. Pero era reconfortante verla, la devolvió a su infancia.

– ¿Qué ocurre, Abby?

– Nada.

Su madre negó con la cabeza.

– Puede que esté enferma, pero no soy estúpida. Estás asustada. Si no puedes contárselo a tu madre, ¿a quién se lo contarás?

– Por favor, haz lo que te digo. ¿Tienes las Páginas Amarillas?

– En el cajón del centro de la mitad inferior -contestó su madre, señalando una cómoda de nogal.

– Te lo explicaré todo más tarde, pero ahora no tengo tiempo, ¿de acuerdo?

Fue a buscar el listín. Estaba unos años desfasado, pero seguramente no importaría, decidió mientras lo abría y pasaba las páginas hasta que encontró el apartado de «Cerrajeros».

Realizó la llamada y luego le dijo a su madre que aquella tarde se pasaría alguien de la cerrajería Eastbourne.

– ¿Estás en un lío, Abby?

Ella negó con la cabeza, no quería alarmarla demasiado.

– Creo que alguien me está acosando… Alguien que quería que saliera con él y que está intentando llegar a mí a través de ti, eso es todo.

Su madre le lanzó una mirada larga, como para demostrar que no se creía del todo la historia.

– ¿Todavía estás con ese hombre, Dave?

Abby devolvió el trapo al fregadero de la cocina, luego regresó y le dio un beso a su madre.

– Sí.

– No me pareció un buen chico cuando hablé con él por teléfono.

– Ha sido amable conmigo.

– Tu padre… era un buen hombre. No era ambicioso, pero era buena persona. Era un hombre sabio.

– Ya lo sé.

– ¿Recuerdas lo que decía? Se reía de mí porque jugaba a esos concursos y me decía que la vida no se trataba de conseguir lo que uno quería, sino de querer lo que uno tiene. -Miró a su hija-. ¿Tú quieres lo que tienes?

Abby se sonrojó. Luego le dio otro beso a su madre en las dos mejillas.

– Estoy a punto. Volveré con un teléfono nuevo dentro de una hora. ¿Esperas a alguien hoy?

Su madre lo pensó un momento.

– No.

– Tu amiga, la vecina de arriba que pasa a verte a veces…

– ¿Doris?

– ¿Crees que podría venir y quedarse contigo hasta que yo vuelva?

– Puede que esté enferma, pero no soy una inválida -dijo su madre.

– Es por si viene él.

De nuevo, su madre le lanzó una mirada larga.

– ¿No crees que deberías contarme toda la historia?

– Después, te lo prometo. ¿En qué apartamento vive?

– En el número 4, en el primer piso.

Abby salió deprisa y subió las escaleras corriendo. Llegó al pasillo del primer piso, encontró el apartamento y llamó al timbre.

Al cabo de unos momentos, oyó el ruido metálico y torpe de una cadena de seguridad y deseó que su madre también tuviera una. Entonces una mujer de pelo blanco abrió la puerta unos centímetros. Tenía unas facciones distinguidas que quedaban parcialmente ocultas por unas gafas de sol del tamaño y forma de unas máscaras de buceo. Llevaba un elegante vestido de punto de dos piezas.

– Hola -dijo con acento muy pijo.

– Soy Abby Dawson, la hija de Mary.

– ¡La hija de Mary! Habla muchísimo de ti. Pensaba que seguías en Australia. -Abrió más la puerta y la miró más atentamente, acercando la cara hasta casi unos centímetros de la de Abby-. Discúlpame. Tengo degeneración macular… Sólo veo bien por el rabillo del ojo.

– Lo siento -dijo Abby-. Pobrecita. -Abby sintió que debía ser más comprensiva, pero estaba inquieta por seguir adelante-. Mire, me preguntaba si podría hacerme un favor. Tengo que salir una hora y… Es una historia larga, pero tengo un ex novio que me está haciendo la vida imposible y me preocupa que pueda aparecer y hacer daño a mi madre. ¿Podría usted quedarse con ella hasta que vuelva?

– Por supuesto. ¿Prefieres que suba ella aquí?

– Bueno, sí, pero está esperando al cerrajero.

– De acuerdo, no te preocupes. Bajo dentro de un par de minutos. Iré a por mi bastón. -Luego, su voz ensombrecida por una amenaza alegre, añadió-: Si ese chico aparece, ¡lo lamentará!

Abby bajó corriendo y entró en el piso de su madre. Le explicó lo que estaba pasando y luego le dijo:

– No abras la puerta a nadie hasta que vuelva.

Entonces salió a la calle y subió al taxi.

– Necesito encontrar una tienda de móviles -le dijo al conductor. Luego revisó su bolsillo. Tenía ochenta dólares más en metálico. Debería bastar.

Aparcado prudentemente a la derecha detrás de una auto-caravana en la calle que cruzaba, Ricky esperó a que se alejaran, luego encendió el motor y los siguió, a mucha distancia. Sentía curiosidad por ver adónde se dirigía Abby.

Al mismo tiempo, manteniendo la mano firme en el Intercept GSM 3060 que había colocado en el asiento del copiloto junto a él, reprodujo la llamada a la cerrajería Eastbourne y memorizó el número. Se alegró de llevar el aparato con él, no había querido arriesgarse a dejar un equipo tan valioso en la furgoneta.

Llamó al cerrajero y canceló educadamente la cita, explicando que la señora, su madre, había olvidado que tenía hora en el hospital esta tarde. Llamaría después y concertaría otra cita para mañana.

Luego, llamó a la madre de Abby, se presentó como el jefe de la cerrajería Eastbourne y se deshizo en disculpas por el retraso. Sus empleados estaban atendiendo una emergencia. Alguien iría en cuanto fuera posible, pero tal vez no pudiera ser hasta media tarde, como muy pronto. Si no, pasarían mañana a primera hora. Esperaba que no fuera un inconveniente. Ella le dijo que no se preocupara.

El taxista era estúpido y conducía muy despacio, lo que le facilitó seguirles a una distancia segura. Los colores turquesa fuerte y blanco y el cartel del techo le facilitaban las cosas a Ricky. Al cabo de diez minutos, comenzó a conducir todavía más despacio por una concurrida calle comercial y las luces de los frenos se encendieron varias veces antes de detenerse por fin delante de una tienda de móviles. Ricky ocupó bruscamente una plaza de aparcamiento y observó a Abby entrar corriendo en la tienda.

Luego apagó el motor, sacó una barrita de Mars de su bolsillo -de repente tenía un hambre voraz- y se dispuso cómodamente a esperar.

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