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12 de septiembre de 2001


Ronnie pasó la noche en vela tumbado entre las sábanas de nailon sucias, intentando arreglárselas con una almohada de espuma que parecía rellena de rocas y un colchón con unos muelles que se le clavaban como sacacorchos. Podía elegir entre seguir con la ventana cerrada y soportar el aire acondicionado -que hacía un ruido como si dos esqueletos se pelearan dentro de un cobertizo de metal-, o abrirla y no poder dormir por culpa del quejido incesante de las sirenas distantes y las aspas de los helicópteros.

Pocos minutos antes de las seis de la mañana estaba con los ojos bien abiertos, rascándose una de las minúsculas picaduras rojas que tenía en la pierna. Pronto descubrió más que le picaban con furia en el pecho y el vientre.

Buscó el mando a distancia a tientas en la mesita de noche y encendió el televisor. La urgencia del mundo exterior llenó de repente la habitación. En la pantalla había imágenes de Nueva York. Salían personas angustiadas, hombres y mujeres que sostenían tablas, letreros, carteles, algunas con fotografías, algunas sólo con nombres, las letras rojas o negras o azules, preguntando: ¿Le habéis visto?

Apareció el presentador de las noticias y ofreció un cálculo del número de muertos. Los teléfonos de emergencia recorrían la parte inferior de la pantalla, además de otros titulares de última hora.

Todo tipo de cosas malas.

Dentro de su cabeza también se arremolinaban cosas malas, junto con todo lo que se había mezclado en su interior durante la noche. Pensamientos, ideas, listas. Lorraine, Donald Hatcook, llamas, gritos, cuerpos cayendo.

Su plan.

¿Estaba bien Donald? Si había sobrevivido, ¿existía alguna garantía de que accediera a respaldar su empresa de biodiésel? Ronnie siempre había sido un jugador y consideraba que las probabilidades de que lo apoyara no eran tan buenas como las de que su nuevo plan funcionara. Ahora, para él, Donald Hatcook, vivo o muerto, era historia.

Lorraine estaría pasándolo fatal. Pero al mismo tiempo entendería que «sin sufrimiento no hay recompensa».

Un día la muy estúpida lo comprendería. Un día, pronto, ¡cuando la cubriera de billetes de cincuenta libras y le comprara todo lo que siempre había deseado y más!

¡Serían ricos!

Sólo tenía que sufrir un poco ahora.

Y tener mucho, mucho cuidado.

Miró su reloj para comprobar la hora otra vez: las 6.02. Su cerebro cansado y lento por el jet-lag tardó unos momentos en determinar si en Reino Unido eran cinco horas más o cinco horas menos. Más, decidió al fin, por lo que en Brighton serían pasadas las once de la mañana. Intentó pensar en qué estaría haciendo Lorraine. Le habría llamado al móvil, al hotel, al despacho de Donald Hatcook. Tal vez estaría en casa de su hermana o, más probablemente, su hermana habría ido a su casa.

Ahora hablaba un policía directamente a cámara. Decía que se necesitaban voluntarios para ayudar en los «escombros». Necesitaban gente en la zona siniestrada para ayudar con las excavaciones y para repartir agua. Parecía exhausto, como si hubiera estado toda la noche despierto. Parecía un hombre al límite de sus fuerzas por culpa del cansancio y la emoción y la carga del trabajo, simplemente.

«Voluntarios.» Ronnie pensó unos momentos en aquello. «Voluntarios.»

Saltó de la cama y se metió en la raquítica ducha, sintiéndose extrañamente liberado, pero nervioso. Había mil y una maneras de fastidiarlo todo. Pero también había maneras de actuar con inteligencia. Con mucha inteligencia. «Voluntarios.» ¡Sí, aquella idea tenía algo! ¡Tenía fuerza!

Mientras se secaba, se centró en las noticias, en un canal de Nueva York, porque quería ver qué predecían hoy para la ciudad. ¿Aquello inesperado de lo que hablaba la gente? Eso significaba más ataques. ¿O la situación iba a normalizarse hoy? ¿En algunas zonas de Manhattan al menos?

Necesitaba saberlo porque tenía que realizar unas transacciones. Su nueva vida requería financiación. Había que especular para acumular. Lo que necesitaba iba a ser caro e, independientemente de dónde lo consiguiera, tendría que pagar en metálico.

La noticia que le interesaba apareció en el informativo: las zonas de Nueva York que estarían cerradas y las zonas que estaban abiertas. ¿Qué pasaba con los transportes? Parecía que había muchas líneas abiertas, que la mayoría estaban operativas. La locutora estaba diciendo, solemnemente, que ayer el mundo había cambiado.

Tenía razón, pensó él, pero para muchos hoy sería un día normal. Ronnie se sintió aliviado. Después de la borrachera de ayer en el bar, de la cena y de pagar por adelantado la habitación, sus recursos habían menguado hasta los trescientos veinte dólares.

La realidad de aquello comenzaba a calar. Trescientos veinte dólares que debían durarle hasta que pudiera realizar una transacción. Podía empeñar el portátil, pero era demasiado arriesgado. Por experiencia propia, cuando la policía se incautó del ordenador del concesionario algunos años atrás, sabía que era prácticamente imposible limpiar por completo la memoria de un ordenador. Su portátil siempre apuntaría a él.

En la pantalla, ahora volvían a hablar de los voluntarios que se necesitaban para los escombros. «Voluntarios», pensó. La idea estaba arraigando, y le emocionaba.

Ahora, gracias a las noticias de la mañana, tenía solucionada otra parte de su plan.

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